Shejitá es el nombre de un ritual judío mediante el cual se sacrifica a los animales permitidos para ser consumidos. La faena shejitá está reglamentada y tanto la persona que la realiza (shojet) como el cuchillo que utiliza (jalaf) tienen determinadas características específicas que confirman el carácter ritual que permitirá comer a los animales muertos bajo este procedimiento. También se llama Shejitá la obra teatral escrita por Analía Torres y dirigida por Ximena Echevarría que se estrenó la semana pasada en el Teatro Victoria, horas antes de la suspensión de la actividad teatral debido a la pandemia global que vivimos. No es casual el nombre de la obra, si bien las tres protagonistas centrales del espectáculo no son judías, alquilan un domingo al mes un galpón de su propiedad para que se realice el ritual de forma casi clandestina. Durante uno de esos días del mes es que transcurre la obra.
El espectáculo comienza en el hall del Victoria cuando Luisito, un joven algo ingenuo, reparte tortas fritas entre el público al son de “las hizo mi abuela, son de ayer”. Así, mientras se paladea la grasa de las tortas fritas, el público comienza a introducirse en un universo rural muchas veces olvidado, con un trasfondo casi mítico y en donde la vida pareciera estar pautada por ritos casi inconscientes, que se hacen visibles cuando alguno se quiebra, porque a partir de allí el mundo se desmorona.
Clara, su madre y su abuela son las protagonistas de Shejitá, viven en un rancho descascarado de una zona rural. Si bien no hay referencias específicas, el habla responde a una forma no urbana, y en particular la canción que se oye por la radio (A vaquinha preta, de los gaúchos Os 3 Xirus), cantada en portugués y con un acordeón ondulante poniendo el ritmo, ayuda a ubicarnos en la frontera norte de nuestro país, una de las más pauperizadas históricamente de nuestro territorio. Y la obra comienza con una discusión entre Clara y su abuela por la poca leche que les queda, ya que a diferencia de la de la canción, la vaca que poseen ya casi no produce. Desde el comienzo las discusiones giran alrededor de las carencias en que viven, en principio carencias materiales, pero también de otro tipo, más vinculadas a la auto percepción de los tres personajes. En ese sentido es muy interesante ver cómo el descenso moral en que han caído estas tres mujeres luego de que un hecho trágico las dejara “solas” nunca es “explicado”, sino que se va jalonando por algunas situaciones como la forma en que la madre se higieniza, o como cuando vamos descubriendo cómo se ha introducido la prostitución en esa casa.
Los dos personajes masculinos parecen simplemente ser necesarios para señalar el deterioro en que viven las tres mujeres luego de que el padre dejara de estar en sus vidas. El rabino que organiza la shejitá parece venir con algo siniestro, que se potencia por la clandestinidad en que realiza su ritual. Pero las mujeres dependen del alquiler del galpón, y cualquier prurito tiene un límite allí. Parece casi otra forma de prostitución. Y Luisito, con su ingenuidad, viene a subrayar ese descenso moral en que viven las mujeres, que explotan de carcajadas llenas de cinismo cuando el muchacho muestra sus intenciones de casarse con Clara.
La clave de todo parece ser, en definitiva, que las mujeres no pueden hacer nada que les permita subsistir sin caer en esa debacle en que están inmersas. Las tareas para las que están adiestradas, sus actividades “rituales”, pasan por lo que se hace dentro de la casa, y al no tener quien se haga cargo de lo que sucede afuera, de “proveer” como ha indicado la propia Echevarría, incluso las tareas dentro del hogar se envilecen. Evidentemente no es el interés de la directora señalar la incapacidad “esencial” de las mujeres de hacerse cargo de sus vidas, sino indicar cómo se definen roles, cómo se producen rituales micro sociales que generan que ante la ausencia de uno de los ejes todo el orden se derrumbe. Una de las cosas más interesantes, repetimos, es que la dirección muestra el deterioro, pero no señala explícitamente las causas. La obra nos va dejando entrever la abyección en que viven estas mujeres, la absoluta falta de perspectivas en que están inmersas, pero no da sermones, no señala causas, no realiza moralejas. Vemos el resultado de una forma de organización social rota, y el resto le queda al espectador.
Como indicamos más arriba, la obra apuesta a introducir al espectador en el universo de estas mujeres, por lo que el diseño es clave para que nos ubiquemos “dentro” de ese rancho en que conviven carencia y desorden. También el diseño nos permite desde husmear en la intimidad de un dormitorio hasta experimentar la lluvia dentro del teatro. Pero, por paradójico que parezca, no es naturalista la puesta. La apuesta es a una convencionalidad que se explicita, que no pretende demostrar “realismo”, aunque sí verosimilitud. Esto hizo que en lo personal necesitara de algunos minutos para aceptar el código desde el que se estaba actuando, pero una vez aceptado nos quedamos por una hora en ese universo. Quizá lo más difícil haya sido que la miseria material y moral en que viven esas mujeres haya estado siempre matizada por el humor, lo que permitió, cual grotesco, que el público combinara casi a la vez la risa con el asco, la repulsión con las carcajadas.
Shejitá puede ser agresiva por momentos, muy divertida por otros, pero el resultado global es más bien desolador. Si embargo no deja de ser una reflexión sobre cómo algunas personas quedan absolutamente determinadas por una forma de organizar la vida social, y esto no necesariamente es una fatalidad, a no ser que creamos que esa forma de organizarse sea inmutable, como el ritual que le da nombre al espectáculo. En todo caso Shejitá será un bienvenido motivo de discusiones y polémicas.
Shejitá. Dramaturgia: Analía Torres. Dirección: Ximena Echevarría. Elenco: Jessica Yaniero, Sofía Ferreira, Mariella Chiossonni, Germán Weinberg y Joaquín Rojas.
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