Guasón nada tiene que ver con el universo de superhéroes al uso, y debe verse sin mirar las sinopsis previas. Por ambas razones el público saldrá defraudado o sorprendido de la sala, porque Guasón no tiene nada del universo edulcorado de Los Vengadores ni del tono oscuro de Watchmen. Algo de ambos mundos intentan vender las sinopsis, pero todas maquillan la realidad de un film mucho más negro, penoso y triste de lo que se nos adelanta. Aquí el protagonista no es el gángster devenido en payaso de risa perpetua a causa de un accidente (Jack Nicholson en el Batman de Tim Burton), o la gárgola descerebrada de la serie televisiva de los años 60 (César Romero), ni el psicópata Heath Ledger de Batman: el caballero de la noche. Joaquín Phoenix es un hombre con una enfermedad mental y una víctima de sus semejantes (incluida su madre), que abusan de él de mil maneras. El mundo entero es sumamente injusto con el personaje, y es por eso que resulta imposible no empatizar con él.
Guasón describe la decadencia moral y la violencia imperante del mundo actual. Ratas y mugre por donde se mire, ricos cada día más ricos (incluido el padre de Batman, que no es un mecenas sino un sucio politiquero de tendencias racistoides) y pobres cada día más marginalizados por el sistema. Se presenta una Ciudad Gótica insegura, con gente tan descontenta que –como reza la propaganda del film- “sólo falta una chispa para que todo estalle… y esa chispa es el Guasón”. ¿Le suena eso al lector? Todo se complica cuando esa víctima que resulta Fleck (apellido real del Guasón), además de no parar de recibir golpes -metafóricos y de los otros- se queda sin medicamentos, los únicos que pueden frenar su incontenible espiral hacia la alienación total. Es que el gobierno de Ciudad Gótica no tuvo mejor idea que efectuar recortes en el área de sanidad y entonces toda la parte humana del personaje se cae por su propio peso, dando lugar a la violencia más irracional, con lo cual el tono general del film se trastoca por completo.
Nadie podrá decir que Guasón no intenta privilegiar sus contenidos por encima de las excelencias técnicas y estéticas. Lo que hay que calibrar es si logra algo válido como obra de creación y como mensaje, palabrita que detesto utilizar, pero que en este caso se torna imposible de soslayar. Guasón no es la maravilla que propugnan ciertos críticos y jurados internacionales (Festival de Venecia incluido) ni la basura que varios colegas han colgando en las redes. Lo que sin duda consiguió Warner -por más que ahora quiera negarlo- es realizar un film muy peligroso, y de allí surge todo su costado polémico. No es lo mismo entender una villanía desaforada que justificarla. Warner declara hoy con bombos y platillos que no quiso hacer una cinta que promueva la violencia. Si es así el operativo le salió muy mal, tanto como a Steven Spielberg El color púrpura en 1985, cuando quiso contar una historia antirracista en la que todos los negros eran idiotas menos uno que resultaba un villano irredimible: si eso no es racismo, ¿el racismo dónde está? Aquí sucede lo mismo.
Durante largo rato Guasón suscita una sensación pesada de pesadumbre y ahogo porque el protagonista no infunde temor sino que causa lástima. Allí se origina la intensa conflictividad del film, porque si al tratamiento del personaje le sumamos que el resto de los que conviven a su lado no tienen redención, el único mensaje que termina por brindarse es el de la violencia más absoluta como catarsis. Eso no estaría mal si el método formara parte de una reflexión profunda sobre el estado de cosas en el mundo actual, como era el mensaje nihilista de Naranja mecánica, o como sucedía con Taxi Driver y El rey de la comedia de Martin Scorsese, films pesimistas que Todd Phillips homenajea abundantemente en Guasón. Pero la diferencia con esos títulos es que en ellos Kubrick y Scorsese se constituían en documentalistas de un mundo en caos, pero de paso especulaban sobre los motivos por los que todo se había subvertido, y permitían al espectador una cuota de reflexión que no se agotaba en sí misma. Guasón en cambio dice que el mundo es así sin explicar por qué, pero dando señales claras de que no hay manera de cambiarlo. Por lo tanto la solución es el caos absoluto, dirigido por el villano más letal (por haber sido antes el más sufrido). Ese mensaje es en realidad una falta de mensaje, y está dirigido a una franja de público que va de los 12 a los 25 años. Desde ese punto de vista hay que estar de acuerdo con quienes alertan sobre la peligrosidad de un film que curiosamente se realiza en una época sumida en un proceso de polarización y carencia de ideologías, lo cual no da cabida a medias tintas. El ambiente social de la Era Trump y el de Ciudad Gótica son muy parecidos, por lo cual es válido preguntarse hasta qué punto Warner debería responsabilizarse por lanzar un relato así al público.
Polémicas a un lado, hay que admitir que Guasón tiene secuencias enteras muy bien logradas, mezcladas con otras que chirrían por lo obvias y repetitivas. Todo el costado técnico y estético es irreprochable, y la labor de Joaquín Phoenix es verdaderamente descomunal gracias a su expresividad corporal, que saca buen partido del movimiento inesperado, la expresión desconcertante, la risa que causa vergüenza ajena y un trabajo de voz impecable. Pero por encima de aciertos y desfasajes, en Guasón subsiste -más candente que nunca- el viejo dilema entre las formas y los contenidos, y eso debería debatirse con seriedad, por encima de cualquier otra valoración crítica sobre el film.
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