Un retrato veneciano de mujer vitruviana por Fanny Bjorkman

Despertar en Venecia tiene algo distinto. Se sabe que uno está aquí incluso antes de abrir los ojos. Se escucha el tintinear de la vajilla, las campanas a lo lejos, y por debajo de todo eso, el sonido ronco de un motor de lancha que resuena por el canal. La luz entra despacio entre las rendijas de las contraventanas. Venecia, o la Serenissima, se despierta lento.

El día anterior había pasado la tarde en compañía de Giacometti, Magritte y Dalí en Colección Peggy Guggenheim, cuya casa, el Palazzo Venier dei Leoni, alberga su colección de arte moderno europeo y americano, uno de los museos más importantes de Europa. En la tienda del museo, abrí al azar una página de Watermarks (Marca de agua), donde Joseph Brodsky, ganador del Premio Nobel de Literatura y amante de Venecia reflexiona: “Te despiertas en esta ciudad con el repiqueteo de sus innumerables campanas, como si detrás de las cortinas de gasa un gigantesco juego de té de porcelana vibrara sobre una bandeja de plata en el cielo gris perla. Abres la ventana de golpe y la habitación se inunda instantáneamente con esa neblina exterior cargada de repiques, que es en parte oxígeno húmedo, en parte café y plegarias.” 

Los venecianos no son de desayunos abundantes. Nosotros, sí. Ya hemos tomado algo en casa —apenas un bocado, más costumbre que otra cosa— y salimos hacia nuestro campo preferido en busca del verdadero desayuno. (Técnicamente, en Venecia sólo hay una piazza y es San Marcos. Es preciosa, claro, pero la evitamos; está demasiado llena). El Campo Santa Margherita es otra historia. Tiene ritmo, vida propia. Aquí se ve la ciudad en miniatura: señoras mayores que arrastran sus carritos como si fueran perritos fieles, estudiantes con cara de sueño caminando a clases de arte, niños que corren entre las mesas del café como si el campo fuera su salón. Y lo es. Los apartamentos venecianos son oscuros, estrechos. Aquí fuera, en cambio, hay aire, luz, espacio.

Una mujer se asoma desde una ventana del primer piso y cuelga camisas blancas que brillan al sol. Las cuelga con pinzas, una por una, con gesto rápido y preciso. Las camisas ondean como banderas. Abajo, la vida continúa.

Nos sentamos en Caffè Rosso, que recibe el primer sol de la primavera. Pietro, el camarero, nos ve antes de que lleguemos a la mesa. “¿Il solito?”, pregunta sin necesidad de más. Asentimos. Capuchino y cornetto, naturalmente. ¿Por qué sabe tan bien? Tal vez sea la textura —crujiente por fuera, suave por dentro— o el aire, o la luz. O simplemente el hecho de estar en un lugar tan hermoso que hace cantar incluso a lo cotidiano.

Hoy, sin embargo, hay otra razón para cruzar la ciudad. Acaba de inaugurarse en la Gallerie dell’Accademia la exposición Corpi Moderni, dedicada al cuerpo humano en la Venecia del Renacimiento. Leonardo da Vinci, Michelangelo, Durero, Giorgione. Los grandes nombres. Pero lo que de verdad me lleva hasta allí es otra cosa: el enfoque de la muestra, y mi propia vida reciente como madre de dos niñas pequeñas. Hay algo íntimo en esta visita. Algo que me toca.

Evitamos las rutas turísticas. Ya conocemos los atajos. Un par de callejones, dos puentes torcidos, y pronto la ciudad se silencia: el museo nos espera.

Corpi Moderni no es sólo una exposición de arte. Es una reflexión sobre el cuerpo. Sobre cómo, en el Renacimiento, dejó de ser simplemente carne para convertirse en objeto de estudio, de deseo, de expresión. Hay páginas de estudios anatómicos con pequeñas solapas que se levantan, como capas que se abren para revelar músculos, órganos, vida. Para alguien que acaba de dar a luz, esto tiene un peso especial. Los artistas renacentistas no evitaban la gestación, el misterio del útero. Lo miraban de frente. Querían entenderlo. Representarlo. Honrarlo.

La Gran Dama de Leonardo es el corazón emocional de la muestra. Un torso femenino dibujado con la misma precisión con la que esbozaba máquinas o edificios. Hay ternura. Se nota cómo repasaba las líneas, una y otra vez, buscando exactitud. Los órganos internos. El útero redondo, enorme, casi un planeta. Y en un borde del papel, su huella digital. Mancha de tinta. Un gesto tan humano, tan cercano.

En el centro silencioso de la sala está, claro, el Hombre de Vitruvio. Lo hemos visto mil veces: brazos abiertos, piernas separadas, cuerpo dentro de un círculo perfecto. Pero aquí aparece flanqueado por un relieve griego que nos obliga a mirar de otro modo. No se trata sólo de belleza, sino de medida. De cómo, desde hace siglos, tratamos de comprendernos contando nuestros propios huesos.

Pero lo más radical de la muestra es esto: devuelve el cuerpo femenino al lugar que le pertenece. Literalmente, sobre la mesa. Hay dibujos de mujeres en mesas anatómicas, no como objetos raros, sino como fuente de vida, de poder. Eso, incluso hoy, se siente raro. Y necesario.

Hay una imagen que no me quito de la cabeza: una cofia femenina del siglo XVI, diminuta, compleja, traída del Metropolitan Museum of Art en Nueva York, conocido como The Met. Un objeto casi frágil, pero lleno de ceremonia, de historia. La exposición, en cierto modo, es como esa cofia. Laberíntica. Precisa. Cargada de sentido.

Al salir, tenemos hambre. Los italianos se saltan el desayuno, pero saben comer el resto del día. Cruzamos por el barrio Dorsoduro, pasamos junto al astillero de góndolas en Zattere —sigue cubierto de grasa, como si llevara siglos igual— y nos sentamos en nuestro sitio de siempre, justo enfrente. Él, amante de los colores intensos que me trajo a Venecia después de solo unos meses de novios, pide un spritz de Campari, carmesí como la bandera veneciana. Yo, en cambio, pido un spritz de Aperol, dorado como su escudo, el león alado.

Peggy Guggenheim ha dicho: “Vivir en Venecia o simplemente visitarla significa enamorarse de esta ciudad, hasta el punto de no dejar espacio para otros amores”. Sin embargo, esta vez, ella estaba equivocada. Desde aquella primera visita recién enamorados hemos vuelto muchas veces. Dos veces compartiendo el secreto precioso de un embarazo de pocas semanas, tanto de mi primera como de mi segunda hija. Esperamos haberles transmitido el amor por la ciudad y el arte.

Volviendo a aquel día de abril, fresco pero soleado. Pedimos cicchetti, el pincho tipico de Venecia: baccalà, anchoa y mermelada de cebolla roja. Comemos con rapidez. Hay que estar atentas: las gaviotas tienen mucha hambre y vista de halcón. Hemos aprendido a vigilar el cielo entre bocado y bocado.

El embarazo cambia la mirada. Vuelve el cuerpo extraño y maravilloso a la vez. Y esta exposición… es una forma de recordar que no somos las primeras en sentir eso. Que, mucho antes de las ecografías, de los partos médicos y de los monitores de latidos, hubo artistas y pensadores intentando dibujar esa experiencia, ponerle nombre. Celebrarla.

Brodsky tenía razón cuando escribió: “Al final, siempre está esta ciudad.” Porque en Venecia, incluso lo antiguo sigue vivo. Como la luz que entra de lado en un campo. O una huella dactilar, impresa en tinta hace quinientos años.

Información:

La Galería de la Academia de Venecia

Exposición Cuerpos modernos. La construcción del cuerpo en la Venecia del Renacimiento.

De 4 abril a 27 julio 2025

La traducción de la cita de Joseph Brodsky corresponde a la edición de Marca de agua publicada por Edhasa en 1993, traducida por Horacio Vázquez Rial.

Agregar un comentario

Deja una respuesta