Lorena tiene 86 años. Su familia es más o menos cercana y no vive sola, cuenta con lo que necesita materialmente para terminar su vida sin penurias, algunas amigas, días fijos para encontrarse con ciertas personas que le dan alegría y diversión. Hay una estructura de hábitos y de manías, de intereses, de movimientos diarios o casi diarios. Pero Lorena me confiesa demasiadas veces por semana que se siente sola. Está exageradamente pendiente del próximo plan. “¿Nos vemos para tomar un café? ¿Pedimos comida? ¿Vamos a ver otra vez Casablanca en el cine? ¿Salimos a cazar demonios?” Cualquier cosa está bien.
La soledad entre muchos
Se han escrito muchísimas páginas sobre la soledad humana. Hay quienes pretenden, como Saturnino Álvarez, filósofo español, fundar una ética sobre la noción de soledad. Y están los sociólogos que escriben sobre el aislamiento social, o los psicólogos que hablan de un sentimiento de falta que no se condice con la ausencia efectiva de personas próximas a nuestras vidas; uno se siente solo, aunque no lo esté, como Cortázar cuando escribió en el poema “Hablen, tienen 3 minutos” que estaría solo en la ciudad más poblada del mundo. La soledad se siente, aunque se esté rodeado de gente, de amigos cercanos, de familia y de perros. Más aún en la vejez.
Sucede que los análisis sociológicos y psicológicos tienen mucho para decir al respecto, pero hay un punto al que ya no acceden. Pueden ofrecer una comprensión de las estructuras que posibilitan el fenómeno de la soledad y los condicionamientos a partir de los cuales tiene lugar la experiencia, a veces neurótica, de sentirse solo. No dejan de resultar significativos para pensar políticas públicas, intervenciones terapéuticas, practicidades que quieran combatir el dolor de la soledad humana desde el punto de vista de la solución. Sin embargo, la necesidad de comprensión excede a menudo las intenciones de utilidad.
Por supuesto, la soledad tiene edades. No es lo mismo estar solo o sentirse solo con 30 que con 40, con 60 que con 90. Sencillamente porque en cada momento existencial laten fuerzas distintas y las condiciones psicológicas son diversas para afrontar lo que trae consigo la soledad. La de Lorena, a sus 86 años, tiene un componente dialógico y comunicable, aunque intransferible a razón de su brutal intimidad. Porque a esa edad, Lorena existe de otra manera y, al igual que muchos otros, puede conversarlo, discutirlo, compararlo; de vez en cuando, acaso encuentre sosiego en ello. Pero Lorena ya entró en un sentido del habitar y una temporalidad que se sostienen en la vecindad del límite último.
La vecindad con el fin
No se trata de ponerse místico y decir que el ambiente adquiere otra densidad perceptible ni hablar de un olor a muerte, como en el cuento de D.H. Lawrence, que había “olor a crisantemos”. Quizá por haber hablado demasiado con Lorena, por escuchar a César durante años, o porque un amigo argentino entrado en edad tuvo la paciencia de responder a mis preguntas, pueda yo esbozar una forma de interpretar al menos cierto aspecto de la soledad en la vejez. Esa soledad, me parece, no se comprende sin que uno antes se dé cuenta de que el viejo ha entrado en un modo de existencia que tiene lugar en la vecindad constante con el fin último y exige, por tanto, la capacidad de sostenerse ahí donde a cada momento va cesando lo que es último y se va borrando lo que ya no queda.
Se trata de un modo muy particular de ser en el mundo. Si, como han dicho algunos filósofos —pienso en Heidegger, por ejemplo—, ser en el mundo implica necesariamente estar con otros, entonces la presencia o ausencia de esos otros adquiere un significado distinto cuando el modo de habitar y el tiempo mismo se transforman, como sucede en la vejez. Y la soledad también adquiere tintes específicos. Podría decirse que esta cuestión está dentro de la consideración general de la soledad frente a la muerte. Es algo que siempre se ha dicho, que uno está solo frente a su propia muerte y que no hay nadie que pueda acompañarlo verdaderamente. Podemos estar rodeados cuando morimos, pero no acompañados. A ese abismo, “yo” me enfrento solo.
Pero me refiero a otra cosa más difusa, que es existir en la vecindad del límite que puede acaecer en cualquier momento y aún no termina de acaecer. Esa liminalidad es lo que resignifica el pensar de la soledad. Se podría objetar que uno está siempre frente al límite porque la vida humana no puede darse sin él. Haré una precisión, para no confundir: a partir de cierto momento, uno ya está más jugado en el límite que antes. El límite es todo lo que tiene. Uno se hace viejo, con más tiempo detrás que delante; la vida, que antes estaba entregada al devenir, abierta por la posibilidad, de pronto empieza a cerrarse sobre sí misma. Crece la conciencia de que va quedando menos tiempo. Da lo mismo de qué edad estemos hablando, ni de las condiciones accidentales que podrían densificar la experiencia psicológica de la soledad. La situación se deja ver en la sensatez, en la comprensión de los tiempos adjudicados a los hombres por el dios o por el azar, en la estadística o las costumbres funerarias.
Y cuando uno lo sabe, ¿de qué manera existe? ¿Qué es eso tan particular de existir en la vecindad del límite último, en el bordear el fin y estar siendo bordeado por él? Esa mutua acechanza que no termina de acabarse, el mutuo acercarse del hombre y su ya-no-más. Es una clase de soledad que no se puede reducir a las categorías de la psicología ni de la sociología ni a los reduccionismos psiquiátricos. Entra en el espectro de lo que podríamos llamar existencialidad de la muerte. Una soledad que implica estar dejando de ser en los últimos tiempos del dejar de ser, donde la vida toda se comprende, proyecta y enmarca dentro del sentir, la lógica y liminalidad del acabamiento. Si antes se podía sostener que uno siempre es viejo para morir desde el momento en que nace, ahora ya morir es el paso próximo, no un acaecimiento posible en el centro de la vida reverberante. ¿Cómo habitar un mundo que está en retirada? ¿Cómo resignificar días que se sostienen sobre un vaciamiento y no sobre la potencia de la vida que quiere y puede más de sí?
La soledad en el borde
En el borde final, la soledad puede volverse agria y dura, porque uno tiene que aprender a vivir otra vez, pero ya casi sin vida. Muchas veces se compara a los ancianos con los niños. Desde el punto de vista psicológico, por supuesto, porque a nuestra época le encantan las respuestas psicológicas para los fenómenos humanos. Pero la psicología no puede dar en el corazón de lo humano. Más bien, el problema está en la existencialidad paradójica de ser viejo y experimentado, y existir en un marco similar al de los niños, es decir, en la apertura de un mundo distinto, que no es un nacimiento hacia delante, sino una consolidación en el borde de un mundo que se cierra y aun así exige sentido. Nacer acá es casi nacer afuera, como escribe el poeta Mujica. Y esa densidad del mundo nuevo con el ya-no-más como cercanía acechante, ¿a qué soledad nos obliga? ¿A quién se le pregunta por el camino sin más trecho? ¿Cómo se vive en un mundo en que lo posible se agota, en que las últimas luces del día no permiten proyectar la mañana sin la prudencia de imaginar que no llegue? Esta situación existencial trae consigo una clase de soledad que al menos la carne de la juventud desconoce. ¿A quién se le hacen entonces las preguntas? No a los ancianos, que todavía se acostumbran a ese mundo de los bordes temblorosos; ni a los jóvenes, que hablan con exceso de lo que desconocen; ni a los filósofos, que tienen ideas y sistemas, pero no hablan de experiencias; y los sacerdotes dirán que uno nunca está solo porque puede hablar con el dios –esto no deja de ser sospechoso, en la medida en que uno ya no sabe cómo susurrarle al oído a aquello que ha pasado la vida gritándole.
Puede ser que la incapacidad de Lorena para tolerar la soledad tenga que ver con que sus padres la dejaron bastante sola cuando era niña –no tuvieron entre sus muchas virtudes de diplomáticos la calidez para no despachar a su hija a todas las escuelas de pupilos que encontraron en París, Roma o Nueva York. También puede ser que la distancia en una ciudad “tan grande” como Montevideo impida que otras personas la visiten con frecuencia o que la ciclovía absurda entorpezca tanto el movimiento que sus amigas prefieran no salir de casa. Hay psicología y urbanística del aislamiento social. Pero ninguna podrá decir nada sobre la circunstancia existencialmente irreductible de que Lorena está sostenida en el límite del mundo de los vivos, entre el cese y la persistencia, la disolución y lo mínimamente posible, la degradación y el pulso final. Entre estas cosas, tan cercanas entre sí, sin saber cómo se hace para vivir en un mundo nuevo cuya característica esencial es que la novedad consiste en acabarse.
Con nadie cabe conversar de estas cosas. Y quizá en eso vaya, al menos en parte, la soledad de algunos viejos: vivir entre un sol más y el abismo.