Venecia, el futuro llegó por Nelson Di Maggio
En el invierno de 1910 el río Sena creció seis metros por encima de lo normal. Inundó París y los alrededores. Una catástrofe. Durante una semana los pobladores de la ciudad se refugiaron en el segundo piso de los edificios; se trasladaron en canoas, pasarelas de madera improvisadas, carros tirados por caballos; protegieron con bolsas de arena entradas y escalinatas. Numerosas fotografías registraron esa inundación y la angustia de las personas, sin luz, agua potable o alimentos. Estaciones de ferrocarril, museos, bibliotecas, nada perdonó la embestida de la naturaleza. Otra amenaza ocurrió en 2016 —menor, aunque inquietante—, que obligó a evacuar a personas y obras de arte del Museo del Louvre, cercano a la orilla del caudaloso Sena.
Florencia 1966. El río Arno irrumpió en la madrugada del 4 de noviembre en la ciudad con furia devastadora. Sorprendió a los durmientes florentinos invadiendo no solo calles, sino iglesias monumentales y pequeñas con admirables pinturas murales, museos, bibliotecas, colecciones particulares, monumentos; daños enormes a obras maestras y documentos y libros incunables perdidos para siempre. La historia registra las fechas de anteriores inundaciones: 1333, 1557 y 1844.
Venecia 2019. El agua y la laguna son las marcas que identifican a la ciudad más asombrosa e imaginativa del mundo. Arquitectura y urbanismo de sueño crearon un patrimonio artístico único e inagotable. Que recibe, como otro sello característico, los azotes de la naturaleza desatada con infaltable periodicidad: las familiares torrenciales mareas, la temible acqua alta. Siempre en noviembre. Han sido muchas en su larga historia. La actual superó los límites previstos.
En 2003, después de laboriosos ensayos —técnicos, presupuestales—, se comenzó a construir el MOSE (Modulo Sperimentale Elettromeccanico, módulo experimental electromecánico), un proyecto faraónico de compleja ingeniería consistente en un sistema de barreras móviles que separa la laguna veneciana del mar Adriático. El nombre refiere a la figura bíblica de Moisés, separando las aguas del mar Rojo. La terminación, de concretarse, luego de los inevitables atrasos (y corrupción infaltable) en la construcción, está prevista para 2021. Demasiado tarde para la brutal embestida de 2019 traída por vientos huracanados que dejaron en peligro la mismísima Basílica de San Marco, también conocida por la Basílica de Oro, para citar apenas uno de los innumerables monumentos en peligro de desaparecer, corroídos los cimientos y mármoles por el agua salada. La altura del agua ha ido aumentando progresivamente del decenio de 1960 y la cota máxima es la actual. Las imágenes divulgadas son demoledoras.
No todo se atribuye al cambio climático, aunque los científicos y la realidad coinciden en confirmar el deshielo de los polos, los cada vez más frecuentes desbordes de ríos y vendavales devoradores de zonas barriales y poblaciones aisladas. Las nuevas obras de protección en Holanda y la propia Nueva York, entre otras zonas costeras, son significativas de un futuro de alarmante inestabilidad. Es poco razonable que Venecia todavía permita la entrada de monstruosos transatlánticos turísticos y la incontenible afluencia de público. Recientes medidas asumidas por el gobierno apuntan al cobro de suplemento al visitante y restringen su ingreso. Soluciones limitadas que no logran contener ni controlar las amenazas que pesan desde hace siglos sobre una ciudad que es víctima de sus propias glorias y de su hermosura, de una muerte anunciada a voces por artistas y escritores.
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