¿Virtual o presencial? Por Hoenir Sarthou
“¿Nos juntamos, o lo hacemos por zoom, o por whatsapp?”
Es un dilema constante cuando se planea cualquier actividad colectiva. Y las dos alternativas presentan elementos de seducción y de rechazo.
Lo presencial ofrece el aire compartido, el contacto físico, el abrazo, el beso, el apretón de manos, el olor, las casi imperceptibles posturas corporales, que sin embargo comunican tanto. Pero también el tiempo y la incomodidad del traslado, el “vivo lejos”, el “no puedo ir, el “no pude llegar”, el que llega tarde, el que se va temprano, los saludos, las conversaciones previas, las sillas, los vasos, los “puedo pasar al baño”, las despedidas largas.
Lo virtual brinda rapidez, concreción, contactos desde puntos geográficos muy lejanos, posibilidad de grabar y reproducir, comodidad, el terminar y estar en tu casa. Pero, claro, se pierde privacidad y seguridad, y se pierden cercanías, miradas, complicidades, muestras de afecto, intercambios privados en medio de la charla general.
Lo virtual dio un salto de gigante durante el régimen de pandemia. Trabajo, enseñanza, política, expresiones artísticas y hasta la comunicación amistosa se virtualizaron. He llegado a saber de cumpleaños y de fiestas de fin de año celebradas por zoom.
Un salto que no se retrotrajo del todo ni lo hará. La incidencia de lo virtual ya estaba planteada desde antes, y los encierros y aislamientos pandémicos no hicieron más que acelerarla.
Hoy la discusión está planteada y no faltan los fundamentalistas de la presencialidad ni los de la virtualidad.
Sin embargo, no hay mucho que discutir. La virtualidad se impondrá por las mismas razones por las que se impusieron la piedra pulida, la rueda, el acero, la pólvora, las máquinas a vapor, el motor a explosión, el teléfono, la radio y la TV: practicidad, comodidad, mayores posibilidades, mayor rendimiento.
Cuando las máquinas de vapor sustituyeron a los viejos telares, un movimiento obrero, el ludismo, pretendió impedirlo mediante la destrucción y el sabotaje (a menudo la introducción de un zueco en los engranajes) de las nuevas máquinas. Obviamente, los telares sobrevivieron y los ludistas no.
Pero estimo que la imposición de lo virtual no será total. Por la misma razón por la que, existiendo toda clase de hornos y cocinas de las más sofisticadas tecnologías, ninguna de ellas puede reemplazar a la parrilla, las brasas y las tiras de asado en una reunión de amigos.
La cuestión, entonces, más allá de que podamos defender la presencialidad en todo lo que sea posible y preferible, es preguntarnos cómo vivir y actuar en un mundo en que la comunicación, la enseñanza, el trabajo, la información, la política y hasta las conversaciones son y serán cada vez más crecientemente virtuales. Con las nuevas relaciones de control y de poder que eso genera.
No vale la pena detenerse en las facilidades de lo virtual, en que no hay distancias y en que se ahorra tiempo. Los hechos y el sentido común dominante las resaltan lo suficiente.
Otra cosa son los cambios involuntarios que imprime e imprimirá en nuestras vidas y en nuestras sociedades.
Ante todo, la renuncia a la privacidad. No importa cuánto prometan las empresas que explotan internet y las redes, todo es controlable y hackeable. O, si algo no lo es, está muy lejos del manejo del usuario común.
Acostumbrarse a vivir en una casa de cristal no es fácil. Pero así vivimos y viviremos. Nuestros celulares, nuestras computadoras, nuestros autos y nuestras heladeras registran y a menudo reportan todo lo que hacemos, decimos, compramos y vemos. Es un cambio psicológico muy serio. De hecho, nuestra privacidad, nuestros datos, son el combustible de la máquina virtual. Es como decir que somos a la vez los comensales y la comida.
Al respecto hay dos asuntos importantes.
El primero es que internet no es, como nos lo insinúan, un fluido intangible que llega desde el espacio y aterriza en nuestros dispositivos. Es en gran medida una red material de cables que atraviesa los océanos y los mares territoriales, y una serie de servidores distribuidos por el mundo pero territorialmente localizados, por las que circulan todos los datos emitidos y usados por miles de millones de usuarios.
El segundo aspecto es ¿quién controla esa red?
Bien, hay una serie de compañías tecnológicas (algunas son las mismas que nos venden servicios) que son dueñas de los cables y del control de lo que por ellas circula. Y hay una corporación privada denominada ICANN que regula los dominios e identidades de internet en todo el mundo. Su integración y funcionamiento son complejos y difusos. Está radicada en el Estado de California y, al menos en teoría, sometida a las leyes de ese Estado. Nada cuesta deducir que ICANN está básicamente controlada por las compañías tecnológicas que explontan internet.
No es necesario agregar nada para señalar la inmensidad del poder que detenta ese sistema de cables, servidores y empresas de carácter privado y conducción confusa.
La pregunta es, ¿es posible admitir que semejante mecanismo de poder y control permanezca en difusas y poco identificables manos corporativas?
Toda actividad potencialmente capaz de afectar los intereses generales está, al menos en teoría, regulada por los Estados y por la legislación. La prensa, la enseñanza, la producción de drogas y medicamentos, la fabricación de armas y explosivos, la circulación de automóviles, las compañías aéreas y de navegación, y hasta la actividad bancaria. ¿Por qué internet, de la que depende la comunicación, el trabajo, la información, la seguridad y hasta la reputación de tanta gente, habría de estar librada sólo a su propia regulación? ¿Por qué los Estados no deberían legislar sobre su funcionamiento?
Existe la difundida creencia de que eso es imposible.” ¿Cómo vas a controlar una red que está en todos lados y en ninguno?”.
Bueno, eso es falso. La red depende de elementos materiales (cables, servidores) que están en los territorios (incluso algún cable en nuestro mar territorial y en el argentino) que son controlables. Y, según me afirman, existen también formas más sofisticadas de bloquear el acceso a ciertas redes. Algunos Estados las usan.
¿Por qué, entonces, en Uruguay y en otros países del mundo las empresas tecnológicas pueden explotar los datos de sus usuarios, censurarlos e imponerles publicidad sin ningún control, ni límite ni impuesto?
Esa es la pregunta que deberíamos hacernos.
Porque, si la información es poder, el poder que deviene de internet es incalculable. Y todo poder ilimitado es por sí mismo peligroso. No sólo para la privacidad de las personas, sino para su libertad personal y política.
Es uno de los temas más profundamente políticos que nos plantean el presente y el futuro. Tema difícil, en el que habría que pensar con audacia y sin prejuicios.
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