Leyendo hace algunos días la columna “Más laicidad, menos sotanas” de Marcelo Aguiar —crítica dirigida al filósofo Miguel Pastorino a propósito de la importancia de la religión en la sociedad y la democracia— me topé con una serie de fobias disfrazadas de argumentos racionales y una escasa comprensión lectora. Por lo tanto, será el propósito de esta respuesta dialogar con esas afirmaciones, no desde la reacción sino desde la reflexión; no con sotanas ni púlpitos, sino con una mirada filosófica que intenta pensar lo humano sin baldes ideológicos.
Si la salud de una democracia dependiera exclusivamente de su grado de secularización, como plantea Aguiar, entonces deberíamos considerar que cualquier expresión pública de religiosidad constituye una amenaza al orden democrático. Pero tal postura, lejos de proteger la democracia, la empobrece. La reduce a una estructura administrativa vaciada de los lenguajes simbólicos, espirituales y morales que dan densidad al lazo social. Implicaría asumir que la neutralidad del Estado solo se garantiza mediante el silenciamiento de todo discurso que no se ajuste a una racionalidad estrictamente técnica o científica. Y eso no solo es empobrecedor desde el punto de vista democrático, sino filosóficamente ingenuo: como si lo humano pudiera reducirse a lo mensurable, como si la democracia fuese simplemente una fórmula y no un proceso vivo de convivencia entre diferencias.
Una democracia plena no se define por erradicar lo religioso, sino por integrar convicciones diversas. En ese marco, la religión —nos guste o no— sigue siendo para millones una fuente legítima de sentido, comunidad y acción moral. Y en tanto expresión de lo humano, no puede descartarse sin caer en el mismo gesto autoritario que se pretende evitar. La pregunta democrática no es “¿cómo hacemos para que la religión desaparezca?”, sino “¿cómo garantizamos que todas las voces —religiosas y no religiosas— puedan convivir sin imponerse unas sobre otras?”. Porque el verdadero desafío democrático no es eliminar la diferencia, sino sostener el diálogo en su presencia.
Quien suscribe no adhiere a ninguna fe ni práctica religiosa. No habla desde una iglesia, sino desde la filosofía. No desde un dogma, sino desde la sospecha que exige la razón. Pero es precisamente desde esa sospecha que resulta problemático trazar una equivalencia directa entre religiosidad e irracionalidad, o entre laicismo y virtud democrática. Los derechos humanos, tal como los entendemos hoy, fueron en buena parte impulsados por tradiciones religiosas que elevaron el valor de la persona, la compasión y la justicia como principios universales. De hecho, la Declaración Universal de 1948 fue aprobada con el aval de países profundamente religiosos, cuyas cosmovisiones distintas no impidieron el consenso ético básico. ¿No es esa pluralidad una de las esencias de la democracia?
Los aportes religiosos a los derechos humanos no son anecdóticos: son estructurales. En América Latina, la Teología de la Liberación alzó su voz contra las dictaduras. En Estados Unidos, pastores y comunidades religiosas encabezaron luchas por los derechos civiles. En Sudáfrica, fue un obispo quien ayudó a desmantelar el apartheid. ¿Qué hacer con esos ejemplos? ¿Desestimarlos porque vinieron con sotana? La religión, como todo fenómeno humano, tiene sus zonas oscuras, pero también su potencia emancipadora. Negar lo segundo en nombre de lo primero es caer en el mismo reduccionismo que se critica.
Estudios de sociología contemporánea, como los de José Casanova, advierten que la religión no ha desaparecido en la modernidad —como algunos profetizaron bajo el influjo del secularismo ilustrado— sino que ha mutado: se ha vuelto más individualizada, más autorreflexiva, más dispuesta al diálogo con otras formas de pensar el mundo. En lugar de replegarse o extinguirse, muchas expresiones religiosas han abandonado la pretensión de monopolizar la verdad para inscribirse, en cambio, en el concierto plural de una sociedad democrática. Esta transformación no significa que la religión haya perdido relevancia; al contrario, ha asumido nuevas formas de presencia que ya no se articulan necesariamente desde el poder institucional, sino desde la vivencia existencial y comunitaria.
En ese marco, el rol de la democracia no es extirpar lo religioso de la vida pública, como si se tratara de una patología, sino garantizar que ninguna voz —ni la religiosa ni la secular— se imponga como única o se arrogue el derecho de cerrar el debate. Lo que está en juego no es simplemente la neutralidad estatal, sino la calidad del espacio público como lugar de encuentro de la diferencia. Un laicismo maduro no necesita levantar barricadas contra la espiritualidad, sino generar condiciones para que todas las formas de creencia —incluida la no creencia— puedan expresarse sin miedo ni privilegios. Cuando el laicismo se convierte en una ideología de exclusión, corre el riesgo de volverse él mismo un dogma, tan rígido y autoritario como aquello que pretende combatir. Más que una cruzada contra las sotanas, necesitamos una ética del encuentro: donde la religión no dicte leyes, pero tampoco sea expulsada del foro público como si fuese un resto medieval.
Desde una postura laicista excluyente, Aguiar propone una democracia que, en nombre de la razón, se desentiende de lo espiritual, como si lo humano pudiera pensarse en partes. Pero lo humano no es unívoco. Es cuerpo y misterio, razón y símbolo, carne y trascendencia. Decir que lo religioso debe mantenerse “lo más alejado posible” del espacio democrático no fortalece la democracia: la vuelve miope. Porque una democracia que se precie debe ser capaz de alojar esa complejidad sin temor. No se trata de más sotanas, ni de menos laicidad. Se trata de más democracia. Y eso implica escuchar también a quienes, sin importar su credo o su ausencia, buscan habitar el mundo con dignidad y esperanza.