1973, lo no dicho
Cuarenta y cuatro años puede ser mucho tiempo o muy poco, según cómo se lo mire. Lo cierto es que el martes pasado se cumplió un nuevo aniversario del Golpe de Estado de 1973.
El aniversario nos encuentra, como siempre, con la sensación de que muchas cosas de esa época no se han cerrado, o –peor- se han cerrado mal.
El que espere de este artículo una enésima queja-denuncia de la impunidad militar, o la presentación de una factura política contra alguien, se va a decepcionar. No porque las denuncias y las facturas no sean justificadas y acaso necesarias para el alma de quien las presenta, sino porque, a estas alturas, el tema ofrece aspectos colectivamente más graves e importantes, incluso para quienes nacieron después de la dictadura.
Es significativo que en todo ese tiempo (hace más de treinta años que la dictadura terminó) no hayamos podido acordar ni siquiera una visión histórica compartida sobre hechos que arrancan en los años 60 del Siglo pasado y se prolongan al menos hasta mediados de la década de los 80. Probablemente, como sociedad, no terminaremos de digerir la durísima experiencia de la dictadura en tanto no logremos reconstruir cierta verdad histórica sobre lo ocurrido. En los juicios de valor probablemente sigamos discrepando siempre. Lo inadmisible es que no podamos ponernos de acuerdo en cómo fueron los hechos. Espero poder demostrar por qué esa verdad histórica nos es esquiva y por qué la necesitamos para entender y actuar en el presente.
Demasiados relatos sobre la época – más épicos que históricamente fidedignos- conviven en nuestro presente. Está la versión militar, más viva de lo que se cree, según la cual los militares salvaron a la Patria cuando se hundía bajo ideologías y prácticas subversivas alentadas desde el exterior. Están también los relatos heroicos de izquierda, por ejemplo los del MLN y el Partido Comunista, que pretenden haber resistido la tortura más y mejor que nadie en virtud de su fe revolucionaria y su compromiso irrenunciable con la causa popular, traicionada por los partidos tradicionales. Y está la versión de “los dos demonios”, usual en muchos dirigentes colorados y blancos, según la cual las organizaciones de izquierda, la guerrilla y los militares fueron una pinza perversa e inexplicable que destruyó a una democracia idílica. Hay además relatos intermedios, que suelen coincidir en que toda la culpa fue de alguien distinto al autor del relato y en que el autor –sea quien sea- fue víctima inocente, a la vez que un paciente y comprometido reconstructor de la democracia. He oído esa versión hasta de boca de gente que colaboró con la dictadura pretendiendo que lo hacía para minimizar sus males o acelerar la salida democrática.
Esos relatos se enfrentan en el campo político partidario, pero sobre todo se enfrentan en la elaboración de “la historia reciente”, es decir en la versión de la historia que se transmitirá a las nuevas generaciones a través del sistema de enseñanza
Hay que admitir que todos esos relatos, en una u otra forma, dicen parte de la verdad. Es verdad que a principios y mediados de los 60 había en el Uruguay un régimen democrático. También es cierto que era una democracia desgastada por prácticas clientelísticas, dirigida por políticos que basaban su carrera en ser gestores de jubilaciones, de teléfonos, de cargos públicos y de favores administrativos. No es menos cierto que buena parte de la izquierda, deslumbrada por los modelos y la influencia cubana y soviética, desoyendo al Che Guevara, hicieron una lectura revolucionaria de una realidad que ni objetiva ni subjetivamente era revolucionaria. Y es cierto que los militares fueron llamados por los dirigentes políticos tradicionales para contener a la izquierda. Como es cierto que después se apoderaron del poder político y aplicaron métodos represivos inadmisibles. Y finalmente es cierto que la salida democrática fue hábilmente planeada por dirigentes de varios partidos para que el resultado electoral fuera muy distinto del que se habría producido en elecciones libres.
Todos los relatos explican la historia a partir de alguno o alguno de estos hechos, restando veracidad o importancia al resto. Sin embargo, esos relatos, que discrepan tanto en lo que dicen, están sorprendentemente de acuerdo en lo que no dicen y ocultan.
Ya sea por interés o por soberbia, los relatos sobre el golpe de Estado, la dictadura y la salida democrática los cuentan como fenómenos internos, locales, frutos de actores conocidos y cercanos. La corrupción de los políticos tradicionales, la avaricia de la oligarquía nacional, la obnubilación revolucionaria de la izquierda y la prepotencia y ambición de los militares parecen haber sido las únicas causas de todo lo que ocurrió. Unos y otros olvidan u ocultan que la dictadura no ocurrió en el vacío, que poderosos intereses y fuerzas supranacionales fueron determinantes de lo ocurrido.
La Guerra Fría, los enfrentamientos y pactos entre los EEUU y la Unión Soviética, dieron lugar a una política regional basada en golpes militares que comprendió, en lo más cercano, a Chile, Argentina y Uruguay, con el añadido de que en Brasil ya vivía en dictadura militar desde 1964.
No lo digo yo. Documentos desclasificados en los EEUU (esa manía puritana de los yanquis de confesarse cada tanto sin sacerdotes) demuestran la participación directa del Departamento de Estado (vía Henry Kissinger) en los golpes de Estado de Chile, Uruguay y Argentina.
Más polémico aun es que las aperturas democráticas también se debieron, en gran medida, a un cambio de estrategia de los EEUU y de actores entonces menos conocidos, como la Comisión Trilateral, que nuclea a poderosos intereses financieros globales. Cualquiera que lea la prensa de la época puede notar cómo jugaron esos factores en la pérdida de sustento de las dictaduras de los tres países, que se vieron obligadas a legitimarse democráticamente (el caso de Chile) o a entregar el poder político.
Finalmente, las salidas democráticas lograron la instalación de gobiernos de centro, nada adversos a los intereses transnacionales que los habían impulsado.
Lo dicho no invalida la lucha de los pueblos argentino, chileno y uruguayo, pero obliga a reenfocar la visión del marco histórico en que esas luchas se desarrollaron, para entender sus éxitos y sus fracasos.
Lo importante, lo que justifica que este tema continúe importándonos, es que la dependencia de esas fuerzas e intereses transnacionales continúa y crece cada día. Así, leyes y políticas que resultan inexplicables desde el punto de vista interno del país se imponen sin que sepamos por qué. La forestación, la represión obsesiva del lavado de activos, el debilitamiento del secreto tributario y bancario, la bancarización obligatoria, la promoción de inversiones y la legalización de la producción de marihuana, son políticas que no pueden explicarse por el clima político interno. Responden a otros intereses.
Hacer la verdadera historia de lo ocurrido desde 1973 hasta el presente significa poner en evidencia las fuerzas que verdaderamente condicionan y determinan a nuestra política. Quizá por eso no se hace y seguimos adjudicándonos mutuamente, hasta el infinito, la culpa por hechos que en verdad eran mucho más grandes que todos los actores locales. El golpe de 1973 iba a darse hicieran lo que hicieran los actores políticos uruguayos.
Reconocer y estudiar esa verdad implica un acto de sinceridad y de humildad muy necesario. Y es también un aporte indispensable para construir una verdad histórica que nos permita mirar hacia adelante con los ojos abiertos.
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