La agenda de Macondo por Hoenir Sarthou
Cada mañana, cuando trato de informarme sobre los temas del día, me sorprende más el tipo de asunto que ocupa nuestro tiempo y nuestra atención.
Sobre un fondo constante de noticias alarmistas, nacionales o internacionales, respecto a la supuesta pandemia de coronavirus, aparece un día el diálogo telefónico de la Vicepresidente con un joven y demandante empresario fundido, otro día es un escándalo o una muerte trágica y evitable que revelan corrupción o negligencia de éste o del anterior gobierno, al siguiente una acusación o una declaración políticamente incorrecta de algún político o artista, temas todos que levantan apasionadas y efímeras polémicas.
Por cierto, detrás de la mayoría de esos asuntos, compitiendo con el coronavirus, se esconden (apenas) los escarceos político-publicitarios de otra pandemia, la electoral. Porque, como quien no quiere la cosa, llevamos año y medio de campaña, considerando que arrancó meses antes de las internas de junio de 2019 y sigue hasta ahora, con las postergadísimas elecciones departamentales y locales. Y, si no nos apuramos, pronto empezará la campaña presidencial de 2024.
Mi sorpresa al informarme cada mañana no proviene tanto de los temas que se tratan como de los que no se tratan.
Somos un país chico al que se le están imponiendo decisiones y controles globales que no filtramos; un país con un endeudamiento público enorme que pide constantemente nuevos créditos (a menudo para hacer obras que sólo benefician a inversores privados extranjeros); un país a media máquina, con un Estado que hace como que empieza a funcionar pero no funciona, y una desocupación alarmante en la actividad privada; un país cuya niñez y juventud (de la cual un 70% ya no terminaba la secundaria) ha perdido un año lectivo entero; todo por una pandemia que a lo sumo costó la vida a treinta personas; un país que tiene el agua (el recurso más vital y precioso) contaminada a fuerza de agroquímicos, soja y eucaliptus; un país cuya mayor esperanza es uno o más contratos ruinosos con una industria multinacional que destruye el agua y la tierra; un país cuyos productores de alimentos vegetan o se funden ante la pasividad colectiva. Sin embargo, ¿cuánto lugar ocupan estos asuntos en la agenda pública? ¿Cuánta atención les destina el sistema político y los medios de comunicación?
Hay pocos temas realmente importantes: la vida, su sentido y continuidad, la muerte, el amor, la trascendencia. Sin embargo, raras veces hablamos de eso. Cuando nos encontramos con un vecino en el ómnibus o en el supermercado, no le preguntamos si su vida tiene sentido, si ama, o si teme morir. Hablamos del clima, del precio de la verdura o del último partido de fútbol anterior a la pandemia. Es lógico, pronto habrá que bajarse del ómnibus o salir del supermercado, y uno no va a ponerse a filosofar.
Ahora, no todo en la vida son viajes en ómnibus o idas al supermercado. En el entierro de un ser querido, o si un amigo nos llama para confiarnos su pena de amor o su crisis existencial, no hablamos del clima o del precio de los tomates, salvo que seamos imbéciles rematados.
La vida pública tampoco es un viaje en ómnibus ni una ida al supermercado. No nos bajamos del país después de unas cuadras ni estamos apurados por pasar por la caja. Acá vivimos, y tal vez desearíamos que acá vivieran nuestros hijos y nietos. Entonces, no todo puede ser chismes y escándalos triviales del momento. Ciertos temas requerirían nuestra atención a fondo. No la distraída mirada de cada mañana a los titulares, sino información y pensamiento en serio.
¿Hacia dónde vamos como sociedad? ¿A qué apostamos y en qué invertimos? ¿Qué clase de enseñanza queremos para nuestros chiquilines? ¿Qué espacio de decisión tenemos realmente? ¿Cómo agrandarlo? ¿Quién decide sobre las cosas que nosotros no decidimos?
Esas son las preguntas que no nos hacemos a menudo y que no respondemos. Preferimos que otros –el mercado mundial, los organismos internacionales, la ciencia, la agencias de noticias, la prensa local, o nuestros gobernantes- se pregunten, piensen y decidan por nosotros.
Mientras que nuestra agenda pública esté dominada por la intrascendencia, mientras confundamos a la política con chismes, escándalos menores, cháchara o publicidad partidaria, juicios pseudomorales y furibundas condenas virtuales, viviremos en una suerte de irrealismo mágico (el realismo mágico es juego de niños en comparación), en el que los hechos nos llegarán deformados o directamente inventados, y las decisiones se tomarán en otro lado.
La calidad de nuestra vida social está dada, en buena medida, por los temas que nos ocupan y preocupan. De alguna manera, somos de la estatura de aquello que pensamos y discutimos. Por eso, ante todo, nos sentimos hoy chicos e impotentes, aunque pocas veces nos animemos a confesarlo.
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