La culpa por Hoenir Sarthou
“El sentido del mundo debe quedar fuera del mundo. En el mundo
todo es como es y sucede como sucede”. (L. Wittgenstein)
Este artículo no tiene por tema a José Gavazzo, aunque lo parezca. De hecho, no pensaba escribirlo y tenía la esperanza de no volver a oír ni a pronunciar ese nombre.
Al enterarme de la muerte de Gavazzo y ver las reacciones alborozadas de mucha gente, se me ocurrió publicar en mi muro de Facebook una escueta cita de Borges, que dice así: “El olvido es la única venganza y el único perdón”. Algunos de los comentarios que recibió esa cita me decidieron a redactar lo que están a punto de leer.
Gavazzo fue –me consta por testimonios directos- un secuestrador, torturador, violador, ladrón y asesino, con rasgos claramente psicopáticos. Entre 1973 y 1984, apañado por el régimen militar para el que trabajaba y del que recibió el grado de coronel, sembró miedo, vergüenza, dolor y muerte entre los y las militantes de izquierda que tuvieron la desgracia de caer en sus manos. Hace algunos años fue condenado por algunos de sus delitos, y se convirtió en el paradigma de represor de la dictadura uruguaya, el símbolo de todo lo atroz vivido en esa época.
Sin embargo, este artículo no lo tiene como tema. Al contrario, me preocupa que el papel simbólico que cumplió y el odio que despertó oculten cosas mucho más importantes. Por ejemplo, el cúmulo de causas y de circunstancias que hacen posibles a los Gavazzos de este mundo.
¿EXISTE LA CULPA?
¿Elegimos ser lo que somos y hacer lo que hacemos? ¿Qué papel juegan en ello nuestros genes, nuestras neuronas, la familia y el medio en que nacemos, la educación que recibimos, las experiencias que sufrimos y las circunstancias en que nos toca vivir?
Como herederos de la civilización judeo cristiana, nos criamos en la noción de “culpa”. Ella explica que no vivamos en el Edén, que nos ganemos la vida con el sudor de nuestra frente y que paramos a nuestros hijos con dolor. Sobre ella edificamos nuestro sistema penal y nuestros códigos morales. Raras veces admitimos que las leyes y reglas morales buscan efectos prácticos, como la disuasión de ciertas conductas y la venganza contra quienes las cometen. No, nuestra “justicia” y nuestras reglas morales se legitiman a sí mismas invocando la culpa del transgresor. Pero, ¿existe la culpa? ¿Somos realmente libres para elegir lo que creemos, lo que pensamos, lo que sentimos y lo que hacemos, o estamos condicionados por circunstancias biológicas, educativas, sociales y experienciales de las que, de alguna manera, somos resultado involuntario?
La noción de culpa individual es producto, en buena medida, de la pereza y la comodidad. Encontrar a un culpable nos ahorra el trabajo de investigar y pensar en la cadena de causas que hay detrás de cualquier hecho. La culpa lo explica todo. Hace que el culpable cargue solito con todo lo que haya ocurrido. Es un incalculable error conceptual, que nos evita a los supuestos “inocentes” entender la complejidad de los hechos y asumir nuestra cuota de participación causal.
Gavazzo seguramente tenía alguna clase de anomalìa mental. Pero la sociedad está llena de anómalos mentales que sobreviven trabajando en un empleo público o en un comercio, pagando los impuestos, hasta criando a sus hijos, y a lo sumo pasan por, o terminan en, algún manicomio o clínica psiquiátrica.
¿Qué hizo posible que este sujeto patológico, entre otros, llegara a coronel del ejército, secuestrara, torturara, violara, robara y matara a cara descubierta, que fuera usado por el gobierno “cìvico-militar”, que contara con el beneplácito y la protección de sus superiores, y que fuera y volviera a sus anchas de la Argentina para cumplir sus “misiones”?
Para entenderlo hay que considerar factores desconocidos, como sus genes, sus neuronas, su familia o su niñez. Otros más conocidos, como su formación militar. Pero no pueden obviarse la lógica de la guerra fría, la degradación y dependencia del sistema político nacional, la Escuela de las Américas y su “doctrina de la seguridad nacional”, los conflictos entre una “izquierda” que cantaba “Que la tortilla se vuelva, que los pobres coman pan y los ricos mierda mierda”, y una “derecha” que le contestaba “Bolches a Rusia, no queremos cosas sucias”. Y no podemos ignorar a los cientos de miles de uruguayos que, ya empezada la dictadura, mientras que Gavazzo y sus compinches torturaban, violaban, robaban y mataban, fingían no enterarse, o lo justificaban diciendo que las víctimas “Algo habrán hecho”.
LA COMODIDAD DE ODIAR
Odiar a Gavazzo, centrar en él, y en otros como él, todo lo malo ocurrido durante y después de la dictadura, es una forma cómoda de ignorar la historia. Una simplificación caricaturesca que nos ahorra ahondar en la complejidad de cualquier hecho social.
Gavazzo, como individuo, sólo merece olvido. Lo que no merece olvido, ni nos podemos permitir olvidar, son las causas profundas que hicieron de seres como él los emergentes de una época. Porque eso fueron: emergentes sádicos de una época y de una realidad social, tanto nacional como mundial.
Son muchas hoy las similitudes con los tiempos de los que hablamos. Otra vez nuestro País está envuelto en un fenómeno supranacional que, como la guerra fría, determina políticas globales. El papel que antes jugaba “el comunismo”, hoy lo cumple un virus. Pero el Estado de excepción, el recorte de libertades, las decisiones tomadas desde el exterior, la acumulación de poder y de riqueza en manos y organizaciones extranjeras, la sensación de estar sumergidos en un proceso mundial que no controlamos, no son muy diferentes. Como parte de ese tercio de uruguayos que parece no estar dispuesto a vacunarse, no obtendré el “pase verde” (que opera como las categorías A, B y C de la dictadura) y por momentos espero oír la frase fatídica: “Algo habrán hecho”.
DOS PALABRAS SOBRE ÉTICA
Desde hace años, estamos borrachos de supuesta ética. En las redes sociales, en los debates políticos, en los análisis periodísticos, predominan el enjuiciamiento, la acusación, la toma de partido, la celebración o la condena. Afirmar que alguien es bueno o malo, que actuó bien o mal, que estamos de acuerdo o en desacuerdo con él, se ha vuelto la reacción natural ante cualquier hecho, casi tan natural como respirar.
La ética es la rama de la filosofía que tiene por objeto a la moral. Los juicios morales no tienen por finalidad principal pronunciarse sobre la verdad o falsedad de una afirmación sobre la realidad, ni determinar el encadenamiento de causas y consecuencias de un hecho o suceso. Son pronunciamientos –en base a criterios valorativos que la ética se desvela por analizar y/o justificar- sobre el carácter bueno o malo, plausible o condenable, de las conductas humanas.
Me dirán: ¿y qué hay de malo en juzgar a las conductas humanas?
De malo, nada. Pero la actitud mental y espiritual desde la que juzgamos es muy distinta a la que usamos para analizar y explicar un fenómeno, o para actuar efectivamente sobre él.
Supongamos que, después de un partido de fútbol, la hinchada de uno de los cuadros comete desmanes en los que mata a un par de hinchas del cuadro contrario. Podemos emitir declaraciones de repudio y poner en nuestras redes sociales cartelitos que digan “Todos somos hinchas de…”, podemos organizar actos de homenaje y desagravio, pero, ¿eso nos permite comprender las razones profundas (materiales, culturales, emocionales, educativas, socioeconómicas) por las que un grupo de hinchas puede llegar a matar sin motivo? ¿Aporta para evitar que eso vuelva a suceder, o forma parte de un ciclo por el que, en uno o dos años, una hinchada volverá a matar y a generar declaraciones de repudio y actos de desagravio?
Hay una contradicción honda entre la actitud de juzgar y la de entender. Cuando juzgamos, movemos resortes emocionales, muchas veces sin analizar la escala de valores que estamos aplicando, que puede ser la que aprendimos de niños, la que adoptan nuestros líderes políticos, o la que la prensa usa para comentar el hecho. En cambio, cuando tratamos de entender un fenómeno, movemos otra parte de nuestra cabeza, la que busca relaciones causales, la que intenta llegar a la raíz de los hechos. Cuando uno analiza en profundidad un fenómeno, descubre que no es tan fácil juzgarlo. Porque los juicios morales tienden a ser en blanco y negro, en tanto la vida es un complejo encadenamiento de causas y consecuencias, cargado de incertidumbres y de grises. Por eso, el que se apresura a juzgar no entiende, y el que entiende no se apresura a juzgar.
Tengo amigos, a los que respeto y valoro, que toman muy en serio a la ética y se desvelan por encontrar valores morales con alguna clase de universalidad y de atemporalidad. Pero eso no evita que el uso vulgar y abusivo de pretendidos juicios morales sea una forma de embrutecimiento, que nos instala en una tribuna de circo romano para aplaudir o rechiflar a pura emoción, sin entender causas ni mirar consecuencias. Y me permito recordar que los circos tienen dueño, alguien que sabe qué debe mostrar en el escenario para lograr aplausos o rechiflas.
Repudiar a Gavazzo, o al cuadro contrario, o a los discursos políticos de nuestros adversarios, o a la pandemia, o a las vacunas, o a los “negacionismos”, aporta poco a la comprensión de la dictadura de 1973, o de la violencia deportiva, o de la situación política, o del actual fenómeno pandémico.
Por alguna razón, se nos ha hecho creer que participar en el debate público consiste en juzgar, condenar, aplaudir y tomar partido, en lugar de aportar trabajosamente a entender las causas y prever las consecuencias de los fenómenos.
Reitero: los circos tienen dueños, a los que les sirve que el público aplauda o abuchee, en tanto no intente descubrir los trucos que hay detrás del espectáculo.
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