¿Destino africano? Por Hoenir Sarthou
¿Cuándo se decidió –y quién lo decidió- que dejáramos de ser un país predominantemente ganadero y agrícola para transformarnos, primero, en el emporio de la celulosa y, ahora, en el “hub”, o centro nodal, del hidrógeno verde, del que habla el Presidente?
Lo de la celulosa es bastante conocido. La ley de forestación de 1987, la plantación de árboles financiada por el Banco Mundial, las leyes de zonas francas y de puertos, el sucesivo aterrizaje de las pasteras. Historia conocida.
Treinta años después, el Uruguay pega un nuevo giro, tan inexplicado y misteriosamente decidido como el de la celulosa. Ahora es el “hidrógeno verde”.
El proyecto “Tambor”, en Tambores, la autorización a empresas asociadas a UMP para fabricar hidrógeno con agua del acuífero en Pueblo Centenario, el anuncio de otro gran emprendimiento de ese tipo en Paysandú, la posibilidad de otros en Cerro Largo y las tratativas para destinar aguas de la represa de Salto Grande para producir hidrógeno, son señal abrumadora de una nueva vuelta de tuerca para nuestra economía y nuestro territorio.
Como siempre, estos giros de 180 grados son procesados por nuestros gobiernos en silencio, negociando en secreto con los organismos internacionales de crédito y las empresas involucradas, pactando cosas inconfesables, y presentando luego el negocio al público con consignas publicitarias, como “La mayor inversión de la historia”, o “Un proyecto que creará fuentes de trabajo y traerá progreso y prosperidad a tal o cual zona del país”, o “Celebremos a estas empresas que vienen atraídas por nuestra estabilidad política y confiabilidad jurídica” .
Desde luego, es todo mentira. La clave de esos “meganegocios” es la entrega, gratuita y en condiciones vergonzantes, de recursos naturales esenciales y de infraestructuras públicas de nuestro país.
En el caso del hidrógeno verde, lo determinante es el uso gratuito e ilimitado de agua, en particular la subterránea, por ser la más pura.
Es difícil calibrar el salto conceptual que esta situación significa para nosotros, los uruguayos. Acostumbrados a considerar al agua potable como un bien natural abundante y gratuito, o barato, nos vimos de pronto ante la evidencia de que era codiciada para plantar eucaliptus y fabricar celulosa. Fue un impacto. Pero nada comparado con lo que pasa ahora.
De repente, el agua no es sólo imprescindible para beber, regar cultivos, criar ganado y mantener la higiene. Tampoco es sólo un recurso del que se requieren millones de litros para producir celulosa y diluir efluentes contaminantes. No, ahora el agua es también materia prima para la producción de combustibles, es decir de energía.
¿Somos conscientes de lo que eso significa?
Si ser ricos en agua equivale a ser ricos en energía, deberíamos atender con mucho interés la historia de los países que han tenido la suerte o la desgracia de poseer petróleo, que ha sido la principal fuente de energía durante el Siglo pasado y continúa siéndolo en este. Las consecuencias económicas, políticas y militares de poseer fuentes de energía, u otras riquezas naturales, son bien conocidas.
En especial debemos atender a esa historia porque es claro que poderosos intereses económicos globales, pretextando el cambio climático, están empeñados en sustituir al petróleo por fuentes de energía “verdes”, en particular el hidrógeno.
Es cierto que la viabilidad del hidrógeno como sustituto del petróleo está en entredicho, por sus costos de fabricación, por la energía que demanda y por sus posibles efectos contaminantes. Pero es indiscutible que hay una poderosa voluntad económica y política de sustituir con él al petróleo. Que el hidrógeno sea más caro o más escaso no parece detener a esa voluntad. De hecho, el proceso va acompañado por la afirmación de que hay que reducir el consumo de energía y, quizá, el número de consumidores.
Por eso en Uruguay aterriza cada día una nueva empresa transnacional que viene a aprovechar la “canilla libre” de agua en que nos hemos convertido. Aspiran a cumplir la consigna de “energía verde”, y encuentran todo servido para hacerlo, gratis, en Uruguay.
¿Cómo repercutirá esa situación en nuestras vidas?
Es difícil decirlo. Por lo pronto, más de la mitad de la población uruguaya ya está consumiendo agua salobre y no hay miras de que eso cambie con rapidez, a menos que se produjera un largo diluvio, que no aparece en el horizonte.
El hecho de que, antes de esta crisis hídrica, los planes oficiales fueran ya suministrarnos agua del Río de la Plata por medio del proyecto “Arazatí”, parece reafirmar un concepto esencial: el agua no es para consumo de los uruguayos, sino materia prima para los “mega inversores”. Sé que suena violento, dicho así. Pero los hechos son elocuentes. Llevamos semanas sin agua potable y siguen llegando inversores a los que se les regalan ríos y acceso a los acuíferos. No hay mucho que discutir.
En un plano más profundo, el nuevo papel de Uruguay como proveedor de energía (en rigor, proveedor de materia prima gratuita para la producción de energía) aparejará consecuencias más complejas.
Obviamente, aparejará un mayor interés de las corporaciones transnacionales (y del interés financiero que las respalda) en controlar nuestra política, nuestra educación, nuestro sistema de justicia, nuestra prensa y redes sociales, nuestra academia y, seguramente, también a las fuerzas represivas del Estado. No es lo mismo ser “tierras de ningún provecho”, que ser puerta de acceso a algunos de los mayores yacimientos de agua –y energía- del mundo.
Nuestra actual carencia de agua potable prefigura una inquietante similitud con el destino de muchos países africanos (y algunos latinoamericanos) que padecen hambre, sed y miseria sobre un suelo riquísimo, controlado por intereses externos cada vez más dominantes.
No hay mucho más para decir, por ahora. Salvo que ampliar y afirmar el control soberano y democrático sobre nuestros recursos naturales se vuelve más imprescindible y vital que nunca.
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