¿Hasta cuándo? Por Hoenir Sarthou
Los meses pasan y la “nueva normalidad” se va convirtiendo en normalidad, a secas.
Los números del seguro de desempleo, los despidos, las empresas que han cerrado, hablan por sí solos de la crisis económica, previsible desde el momento en que se declaró la emergencia sanitaria. Pero está muy lejos de ser el único o el peor problema que tenemos.
Los niños siguen con escolaridad no obligatoria, en realidad con algo que es un remedo de escolaridad, incluso de la ya deficitaria que teníamos antes de la declaración de pandemia. Asistencia voluntaria, pocos días a la semana, en grupos y horarios reducidos, maestras con tapabocas, mucho termómetro y alcohol en gel, indicación de no tocarse y de mantener la distancia física con sus compañeros. ¿Cómo aprender en esas condiciones? ¿Cómo desarrollar habilidades sociales? ¿Qué efectos psicológicos tendrá ese clima de miedo para los niños que asisten a clase? ¿Qué pasará con los que no asisten? ¿Y los liceales? Antes de la pandemia teníamos una deserción de casi el 70%. ¿Cuántos más habrán desertado para cuando se levante la emergencia? No tenemos todavía la menor idea del daño indeleble que estamos causando a toda una generación.
La atención médica de las enfermedades que no sean coronavirus sigue siendo un desquicio. Consultas telefónicas, médicos que no concurren a domicilio, personal sanitario que pone obstáculos para la consulta en los centros de salud. El Sindicato Médico, luego de hacer el ridículo al reclamar el confinamiento general y obligatorio, guarda silencio.
La vida artística y cultural intenta recomenzar luego de más de seis meses. Pero las restricciones resultan preocupantes. Públicos con tapabocas, distancias imposibles entre los artistas y entre éstos y el público, horarios reducidos. No soy actor ni músico, pero intuyo que el arte que se realiza ante el público requiere concentración, un estado de comunicación y de entrega mutua entre artistas y público que difícilmente se logre si hay que estar pensando en las caprichosas exigencias del protocolo político-sanitario, temiendo sufrir multas y sanciones en caso de transgredirlas.
¿Qué pasa con la actividad cívica? Estamos a pocas semanas de las elecciones departamentales, ¿qué clase de militancia, de diálogo e intercambio ciudadano, pueden hacerse en esas condiciones, sin actos, sin concentraciones, sin grandes reuniones? ¿Y otras actividades cívicas? Yo -al igual que mucha gente- apoyo y trabajo para la campaña de reforma constitucional “Uruguay Soberano”, que se propone declarar nulo el contrato ROU UPM. ¿Cómo desarrollar libremente una campaña que depende casi exclusivamente del intercambio horizontal de información, de ciudadano a ciudadano? ¿Somos conscientes de que tenemos seriamente limitados los derechos cívicos?
Y hay mucho más: el miedo que todavía atenacea a mucha gente, la falta de encuentros sociales, cumpleaños, casamientos, velatorios, reuniones de amigos, conferencias, actos públicos, presentaciones de libros. La virtualización, no sólo del trabajo sino de la vida social, se nos ha impuesto como solución vital. ¿Podremos salir de ella? ¿Volveremos algún día al disfrute de los encuentros personales y colectivos? Es dudoso. Para empezar, porque la virtualización nos hace, no sólo haraganes y cómodos, sino también controlables y previsibles. Para los Estados y para las empresas que trafican información, es muy fácil saber con quién nos comunicamos, de qué hablamos, qué consumimos y hasta qué pensamos. Hay mucho poder y mucho dinero en eso. Por lo que habrá mucho interés en que la situación se prolongue hasta convertirse en una nueva forma de vida.
Lo insólito es que todo eso se ha producido por una enfermedad que en el Uruguay ha causado la muerte de treinta y pocas personas, todas con otras enfermedades graves o crónicas. Doce veces menos que las personas que mueren asesinadas. Veinte veces menos que las que se suicidan, o se suicidaban antes de la pandemia (que ahora serán más). Mas o menos la misma cantidad de gente que mata una epidemia fuerte de gripe. Nunca se saturaron los centros asistenciales ni se produjeron los contagios y las pavorosas consecuencias que anunciaba la OMS.
Ya sé, me dirán: “Acá no, pero mirá a Italia, a Brasil y a los EEUU”.
Ante todo, una política sanitaria nacional debería ajustarse a la realidad sanitaria nacional. No a la de Italia, Brasil o los EEUU. Y la realidad sanitaria uruguaya nunca justificó ni siquiera las, en comparación, moderadas medidas que se adoptaron.
Pero, además, ahora comienza a saberse lo que realmente pasó en esos países, que -contra lo que dice la prensa y los motores de búsqueda de internet- parece no ser muy distinto de lo que pasó en Uruguay.
En primer lugar, los protocolos de la OMS hicieron que todo fallecimiento en que el paciente diera o hubiera dado positivo al coronavirus, o tuviera síntomas similares a los de la COVID 19 (es decir afecciones pulmonares), fuera rotulado como “muerte por coronavirus”. En segundo lugar, los test que se utilizan dan positivo a otros virus, incluidos los de la gripe común, por lo que muchos positivos no tienen en realidad coronavirus. En tercer lugar, hay contagiados que no presentan síntomas, por lo que el número de infectados debe de ser superior al conocido y la cantidad de casos graves inferior a la difundida.
De modo que los números de contagiados y de muertes “por coronavirus” son más resultado de una decisión político-administrativa que de la incidencia de la COVID 19. De hecho, se desconoce la cantidad real de infectados y, por tanto, las cifras de contagio y de mortalidad son absolutamente inciertas. Me quedo con un dato: las cifras mundiales de mortalidad, por cualquier causa, no son superiores este año a las de otros años. Las de Uruguay son incluso menores. Lo que realmente ocurre es que este año se publicitan esas cifras y se las atribuye sistemáticamente al coronavirus. Una combinación estadístico-publicitaria en que la OMS, algunos gobiernos y la prensa han sido copartícipes.
Debemos reconocer -nobleza obliga- que el gobierno uruguayo ha sido, en comparación, prudente y sensato en las medidas adoptadas. Otros gobiernos, incluido el de Argentina, han aprovechado la situación para restringir por completo las libertades.
Pero la cuestión sigue siendo si tiene sentido seguir en esta lógica de amenaza nuclear o invasión extraterrestre.
Los datos objetivos no lo avalan. La información que empieza a filtrarse del resto del mundo indica, más bien, que la supuesta pandemia ha sido una construcción política, mediática y económica, basada en manipulación de información y prácticas de terrorismo psicológico y moral.
Los responsables están a la vista: la OMS y los “científicos” a su servicio, muchos gobiernos, una prensa servil y técnicamente irresponsable, y, por detrás pero también a la vista, un grupo de empresas y de plutócratas (sistema financiero, industria farmacéutica y empresas de telecomunicación) que han acrecentado a límites impensables su poder, su capacidad de control y su riqueza.
¿Hasta cuándo seguiremos en Uruguay esta farsa de miedo, tapabocas, recorte de derechos y destrucción de la vida social?
Es sencillo: hasta que decidamos ver los datos de la realidad, pensar sensatamente con nuestras cabezas y tomar nuestras propias decisiones.
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