Home Indisciplina Partidaria Una extraña forma de conducir al mundo por Hoenir Sarthou

Una extraña forma de conducir al mundo por Hoenir Sarthou

Una extraña forma de conducir al mundo por Hoenir Sarthou
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Si observan las noticias internacionales, la inquietud es inevitable.

Crisis de desabastecimiento en Inglaterra. Inminente colapso financiero y posible cesación de pagos en EEUU, si el Parlamento no eleva los límites de endeudamiento público admisibles. Crisis energética en China y aparente quiebra de Evergrande, su mayor empresa inmobiliaria. Los “Pandora papers” evidencian una corrupción pública y política casi universal. Las redes sociales que operan por internet sufren un llamativo “apagón” global que afecta a varios miles de millones de personas en el mundo, mientras que Facebook (y sus sucursales, Instagram y Whatsapp) son investigadas nuevamente por el Parlamento estadounidense. Como telón de fondo, la prensa internacional no se cansa de emitir imágenes de volcanes en erupción, inundaciones, tempestades y sequías, en tanto sobrevuelan agoreros anuncios de recrudecimiento de la actual pandemia y del próximo surgimiento de nuevos virus mortales.

Hasta aquí, uno podría pensar que se trata de una “mala racha” para la Humanidad. Pero hay algo aún más llamativo. Y es la forma en que los voceros de intereses e instituciones supranacionales, con el apoyo más o menos tímido de algunos gobernantes, se ocupan de vaticinar desastres y de asegurar que el mundo no está preparado para afrontar las catástrofes que apuntan en el horizonte.

Gente como Klaus Schwab, economista y presidente del Foro Económico Mundial, o Tedros Adhanom, director general de la OMS, o el inefable Bill Gates, financiador de la OMS y vendedor de vacunas, un día sí y otro también, anuncian nuevas pandemias, desastres climáticos y apagones cibernéticos, al tiempo que advierten admonitoriamente que los gobiernos han fracasado y que no existe -todavía- una gobernanza mundial capaz de lidiar con los problemas. Los presidentes de turno de casi todos los países, incluido el ahora alicaído Joe Biden, los secundan o guardan humilde silencio.

¿Alguna vez en sus vidas vieron gestionar una crisis en esa forma? ¿Alguna vez vieron que la voz cantante ante una supuesta crisis mundial fuera la de millonarios empresarios privados, burócratas internacionales bien pagados y “filántropos” autodesignados, mientras que los gobernantes con legitimidad democrática callan y agachan la cabeza?

Yo, al menos, no puedo decir cuánto hay de verdad en algunos de esos pronósticos sombríos. Pero lo indiscutible es que el manejo que se está haciendo de la información -sea cierta o falsa- es totalmente contraindicado. Nadie que quiera gestionar un problema colectivo con el menor daño posible se dedica a generar miedo, desaliento y postración anímica, ni a especular públicamente con las peores hipótesis disponibles, ni a anunciar que los mecanismos institucionales han fracasado y serán inaptos para enfrentar lo que venga. Porque el resultado de esa estrategia es inevitablemente el caos social.

Hay dos interpretaciones posibles para esa conducta. Una es asumir que esos locuaces voceros de intereses económicos son estúpidos. La otra es deducir que tienen un objetivo para el que les es conveniente generar miedo y caos.

Nada habría de novedoso en la segunda posibilidad. Es la estrategia que, desde que el mundo es mundo, adoptan quienes aspiran a hacerse con el poder. Lo vemos todos los días, aquí, en Uruguay, y en cualquier parte. La fuerza política que no está en el gobierno se esfuerza en denunciar problemas gravísimos y en evidenciar la incapacidad de quien está en el gobierno para resolverlos. La conclusión lógica de esa premisa es sencillísima: “Saquen al que está en el gobierno y pónganme a mí”. Reitero: eso ocurre en todos lados desde que el mundo es mundo.

Ahora, ¿a quien quieren desplazar los Schwab, los Gates, los financistas que están por encima de ellos, y los burócratas serviciales como don Tedros?

Basta oírlos para deducir la respuesta: a los diferentes gobiernos nacionales, esos a los que se acusa de incapacidad, mientras que los mismos gobernantes asienten, o cierran las bocas y agachan las orejas. “Los gobiernos fallaron para controlar la pandemia”, “No hay gobernanza mundial suficiente”, “Los problemas globales requieren soluciones globales”, han dicho y dicen una y otra vez gente como Schwab y la pléyade de burócratas y de tecnócratas de menor jerarquía que los rodean.

Pero, ¿a quiénes o a qué se intenta instalar por encima de esos gobiernos a los que se describe como insuficientes e ineptos para enfrentar los “problemas globales”?

Esa parte de la respuesta es un poco más compleja, porque estamos todavía en la etapa de demolición del sistema de gobiernos tradicionales, fundados en la legitimidad democrática, y aún no se muestran por completo las cartas futuras.

No obstante, hay cosas que ya podemos vislumbrar. La idea parece ser que la gobernanza mundial debe estar a cargo de cuerpos técnicos, de científicos que ejerzan autoridad por sus supuestos conocimientos y competencias, sin necesidad de discutir con los gobernados ni de convencerlos.

Huelga decir que esos científicos y técnicos imparciales son una ilusión. Al poder económico global le sobran medios para comprar o presionar opiniones científicas, así como le sobran para comprar y presionar a los gobernantes democráticamente electos. Pero, claro, sustituir o subordinar a los gobernantes electos lleva implícita una contradicción. Porque el gobernante democráticamente electo está siempre en tensión, entre obedecer lo que se le exige que haga, y satisfacer a sus votantes. En otras palabras, un político electo es siempre un instrumento incierto, porque oscila entre servir a los intereses dominantes y la tentación de favorecer a sus votantes, de los que depende, al fin y al cabo, para seguir oficiando incluso como sirviente.

En síntesis, uno de los rasgos esenciales del proyecto político global en curso parece ser crear un ámbito de poder mundial que no dependa del voto ni de la opinión de los gobernados. Eso significa, ni más ni menos, desplazar la débil legitimidad democrática de los gobiernos y crear otra clase de legitimidad, menos o nada democrática, y, por eso, más fácilmente manejable. Para hacernos una idea, pensemos en una OMS con competencia no sólo en temas sanitarios sino también en temas económicos, productivos, legislativos, ambientales y sociales.

¿Cuánta capacidad de incidencia hemos tenido los comunes mortales en las decisiones de la OMS durante la pandemia?

Multipliquemos esa nada y trasladémosla a las otras áreas de la vida para tener una noción de lo que estamos hablando.

Semejante proyecto no puede llevarse a cabo mediante amables diálogos con los futuros gobernados, porque nadie renuncia voluntariamente a sus hábitos, comodidades, consumos y libertades.

Un proyecto de esa clase requiere previamente mucho miedo, inseguridad, resignación y sometimiento. Un estado anímico tal es necesario para que la gente acepte renunciar a la vida que conocía. La pandemia parece haber sido, y continuar siendo, una sinopsis de ese proyecto. Una sinopsis inquietante, sin duda.

La necesidad de ese clima anímico colectivo parece estar detrás de la visión apocalíptica del mundo con que se nos bombardea diariamente por todos los medios.

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