Hace casi 100 años se construyó el Uruguay en el que nos reconocemos. Solemos ser conscientes de que tuvimos un país de avanzada. No apreciamos que pasó poco tiempo desde que nuestros bisabuelos y – para los mayores, abuelos – encararon cambiar lo que habían recibido y mostrar que América del Sur corría con ventajas ideológicas y fácticas en la construcción de la modernidad. Las dos décadas cuyo centenario se cumple en el 2020 debieran ser reconocidas y celebradas, no para copiarlas, porque el tiempo no retrocede, sino para constatar que si una sociedad sabe que necesita encontrar nuevos rumbos, si conoce su horizonte interior (aunque sepa que alcanzarlo es difícil y lento) es posible acercarse mucho a la utopía.
El país nació cerril: colinas empastadas, agua suficiente, las poblaciones humanas y animales que no encontraban obstáculos en su marcha libre. Del nomadismo al asentamiento, se fundaron ciudades y se concedieron inmensas estancias para explotar los ganados que introdujera Hernandarias. La producción comenzó a exportarse por el puerto de Montevideo. Se liquidó la colonialidad política y nació la dependencia económica de potencias europeas.
En el último cuarto del siglo XIX cambió progresivamente la forma de vivir y producir. En el corto período de la gobierno del Cnel. Lorenzo Latorre se cerró el ciclo de las estancias cimarronas: el alambrado de los campos fue signo visible de la racionalidad capitalista en la administración de los recursos. Se importó alambre y se exportó carne fresca refrigerada, en 1876 el vapor “Frigorifique” comenzó a llevarla a Europa, abriendo un mercado decisivo. Se acabaron las tierras sin fin, por las que deambulaban libremente hombres y ganados. Se hizo un censo preliminar de población y se dispuso que los hombres que no tuvieran constancia de trabajo, debían integrarse al ejército. El cercamiento de los campos definió las propiedades privadas, y quienes, asalariados, trabajaban en ellas. Se construyeron nuevas vías férreas y frigoríficos. Se promulgaron Códigos (Civil, de Instrucción Criminal, Rural). Se secularizó el Registro de Estado Civil asumiendo funciones que tuviera la Iglesia. Se demolieron (física y simbólicamente) las murallas de la ciudadela de Montevideo.
De primerísima importancia, en 1877 fue sancionado por Latorre el Decreto-Ley de Educación Común, creando un régimen de enseñanza obligatorio, laico y libre y gratuito, que prescribía el carácter científico de la educación, con programas y métodos uniformes para todo el país, que serían dictados por maestros profesionales. El impulsor de ese proceso, José Pedro Varela, escribió: “La tiranía… es el fruto espontáneo del estado social de mi patria. No se pueden transformar esas condiciones por otro medio que el de la escuela… concluiré con las dictaduras del porvenir”.
En los sucesivos gobiernos posteriores del S XIX (Vidal, Santos, Tajes, Herrera y Obes, Idiarte Borda) se habilitó la lenta consolidación de esos cambios. El país creció económicamente, se incrementó la llegada de inmigrantes, se fundó el Banco República, como emisor de papel moneda, comenzaron los trabajos del Puerto, se trazaron nuevas vías férreas, se construyó la primera carretera en “macadam”.
Pero los procesos de modernización fueron limitados por la inestabilidad política. El país se regía entonces por la Constitución de 1830. Según ella no tenían derecho a voto los analfabetos, los sirvientes a sueldo, los peones jornaleros, los asalariados, los deudores. Ni las mujeres. El Poder Legislativo designaba al Presidente de la República. No preveía la coparticipación de los partidos en el gobierno, ni daba espacio a los militares-caudillos en el Poder Legislativo.
Los excluidos de los ámbitos de la palabra se expresaron como venían haciéndolo: a caballo en las cuchillas, en revoluciones contra los gobiernos de turno. Entre 1870 y 1872, Timoteo Aparicio (blanco) encabezó la revolución llamada Revolución de las Lanzas «la más sangrienta de todas las pasadas y futuras guerras civiles«. El partido Nacional reclamaba derechos políticos y se movilizaron juntos hombres del medio rural e intelectuales urbanos. En la Paz de Abril de 1872 el gobierno concedió verbalmente a los blancos la Jefatura Política de cuatro departamentos: Cerro Largo (que incluía parte de Treinta y Tres), Florida, Canelones y San José (que incluía el de Flores), consagrando un país con dos gobiernos.
Se llegó al comienzo del siglo XX bajo el signo de la guerra entre uruguayos que llevaban divisas diferentes. 1897, 1901 y 1904 son años de insurrecciones blancas, lideradas por Aparicio Saravia. El reclamo blanco continuó siendo por derechos políticos.
Desde 1903 a 1907 se produjo la primera presidencia de José Batlle y Ordóñez. Con ella (y la Paz de Aceguá) se cerró el ciclo de los levantamientos blancos y se abrió camino a la construcción de un país que negociaría sus diferencias en otras arenas. En el período fueron Presidentes Batlle (1903 – 1907), Williman (1907 – 1911), Batlle (1911 – 1915), Viera (1915 – 1919) y Brum (1919 – 1923, con Batlle como Presidente del Consejo Nacional de Administración – órgano colegiado)
Los cambios se aceleraron desde comienzos del SXX. Los campos tenían límites y propietarios y los flujos de hombres y productos ocurrían sobre trazas ferroviarias o viales. Se mejoraban las razas ganaderas y los frigoríficos sustituían a los saladeros. Llegaban a país miles de inmigrantes europeos, que se instalaban prioritariamente en los centros poblados.
En los veinte primeros años del siglo se construyó un país distinto.
Éste incluyó progresivamente en la actividad política y social a los excluidos: obreros, mujeres, clases medias. Fueron motores clave de esa inclusión la educación pública primaria generalizada, que brindó a todos la capacidad de informarse. A la alfabetización se sumó la existencia de prensa cotidiana, de bajo precio (El Día, 1886), que publicaba información que hacía a la vida colectiva. La vida interna de las agrupaciones políticas cambió, pasando de la toma de decisiones de cúpula al florecimiento de clubes y comités como centros de debate y actuación. Aparecieron instituciones y publicaciones feministas, reclamando por los derechos de la mujer.
La voluntad inclusiva y el reconocimiento de nuevos derechos se expresaron en leyes como las leyes electorales de (1907 y 1910); la Ley de divorcio (1907 y 1910); la Ley de 8 horas (1906 a 1917), las de limitación del trabajo para menores, descanso por parto a la mujer trabajadora; abolición de la pena de muerte civil y militar (1907); Indemnización por accidentes de trabajo (1914); pensiones a la vejez (1914); jubilaciones para todos los trabajadores (1920 a 1928), de salario mínimo para trabajadores rurales (1919); de inembargabilidad de los sueldos; de derechos de los hijos naturales e investigación de paternidad; de prohibición de espectáculos con animales sufriendo. En el período egresaron las primeras universitarias, se plantearon diversas iniciativas para otorgar el derecho a voto de las mujeres y se posibilitó que ejercieran empleos públicos. También surgieron nuevos partidos políticos (Socialismo, Unión Cívica)
El Estado dejó de ser sólo juez y gendarme para convertirse en un activo participante en la vida nacional, por la vía de la nacionalización y monopolio de algunos servicios públicos clave: la generación y distribución en la energía eléctrica (1911), la creación del Banco de Seguros del Estado, nacionalización del Banco República y del Banco Hipotecario (1912), la creación de la Administración General de Correos, Telégrafos y Teléfonos (1915), la nacionalización de servicios portuarios (1910). Con estas actuaciones se defendió el interés nacional frente a empresas extranjeras y se evitó el control de la economía nacional por el imperio inglés, potencia global de turno.
En el período también se terminó de separar la Iglesia del Estado, se suprimieron los tributos por exámenes e inscripciones en la enseñanza secundaria y universitaria públicas (1914), consagrando la “gratuidad de la enseñanza”; se crearon la Universidad de Mujeres (1911); colonias educacionales; escuelas para sordomudos y nocturnas para adultos; estaciones agronómicas y el Instituto Fitotécnico la Estanzuela (1911); se transformó la Escuela Nacional de Artes y Oficios en la Dirección General de la Enseñanza Industrial (1916), cuyo primer director fue Pedro Figari; se crearon nuevas Facultades en la Universidad de la República (Facultad de Comercio, Facultad de Agronomía y Veterinaria, Ingeniería y Ramas Anexas, Arquitectura – 1915).
Las ganancias generadas por sus actividades productivas permitieron que el Estado tuviera superávits que se invirtieron en obras públicas como la construcción del Puerto de Montevideo (1901 – 1909), la apertura de canales de navegación por la red fluvial y la construcción de puertos interiores, la apertura de los ferrocarriles del oeste, y el trazado y mejoras de la red vial, la construcción de escuelas primarias, liceos departamentales, edificios universitarios, la pavimentación de calles urbanas.
En 1918 se aprobó una nueva Constitución, que dio estructura a un Estado democrático, laico y unitario, con gobierno representativo, voto secreto y universal, representación proporcional, un poder Ejecutivo integrado por un presidente y un órgano colegiado, consagró la autonomía municipal y estableció procedimientos de destitución de los gobernantes.
La lista no es exhaustiva, y debe haber sido extensa de más en la lectura… pero es impactante. Todos esos cambios se lograron en un corto lapso. A ese innovador sistema de convivencia se llegó a partir de un siglo XIX signado por la exclusión, la desigualdad, la violencia y el sometimiento a la banca y a las presiones económicas foráneas, cuando la sociedad, encabezada por sus políticos, asumió la necesidad de modificar sus estructuras y construir un país tal que adelantó, con sus innovaciones, a las potencias de la época.
El cambio fue necesario, como lo es hoy. Requiere reconocer la inviabilidad de que perduren las estructuras obsoletas vigentes, políticas y las de gestión de la cosa pública.
El notorio deterioro de la base ambiental, la fragmentación social y la pobreza y aculturación infantil, la continua caída de nivel de la educación pública y la violencia creciente, el ingreso de capitales foráneos reduciéndonos a ser un país extractivista y dependiente, la despoblación creciente del medio rural y el crecimiento de la informalidad urbana, hacen imprescindible la búsqueda responsable de caminos innovadores, diferentes del más de lo mismo, aptos para erradicar la exclusión social y las violencias que ésta acarrea y generar nuevas formas de supervivencia y convivencia.
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