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Actas, pactos y lodos por Hoenir Sarthou

Actas, pactos y lodos por Hoenir Sarthou
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“Esto se va a terminar cuando nos muéramos (sic) todos” dijo José Mujica hace años, en uno de esos raptos de sinceridad o de incontinencia verbal que le atacan cada tanto.

Se refería, claro, a las denuncias, investigaciones, procesos judiciales y bloqueos políticos respecto a los crímenes cometidos durante la dictadura.

Cada cierto tiempo, por razones que poco tienen que ver con la verdad y con la justicia, afloran ramalazos del pasado que reabren la discusión y la herida. El cuerpo de un desaparecido, ciertos testimonios, algún procesamiento, o, como ahora y como el año pasado, actas de tribunales de honor militares de las que resultan crímenes de los que nadie parecía haber querido darse por enterado.

Lo que quiero decir sobre este tema, del que desearía no tener que escribir más, es muy sencillo: este asunto empezó a acordarse políticamente hace más de treinta y cinco años, a fines de 1983, y la solución fue perfeccionándose después por medio de una serie de pactos sucesivos, algunos públicos y otros reservados, con los que el sistema político, y supongo que también algunas figuras de las Fuerzas Armadas, fueron definiendo el camino que se seguiría: una impunidad matizada.

La historia de esa serie de pactos comienza, hasta donde sé, sobre fines de 1983, cuando el Dr. Julio María Sanguinetti llega a un acuerdo reservado con el General Hugo Medina (en esa época comandante en Jefe de las FFAA) para iniciar negociaciones tendientes a llamar a elecciones.

Ese acuerdo no podía funcionar sólo entre el Partido Colorado y las FFAA, ni tampoco con el apoyo de la Unión Cívica. Era indispensable que el Partido Nacional o el Frente Amplio -al menos uno de los dos- lo convalidaran. A la vez, los militares tenían fuerte rechazo a admitir las candidaturas de ciertas figuras, como Wilson Ferreira Aldunate (exiliado en Bs. As.), Jorge Batlle (proscripto en Uruguay) y Líber Seregni (preso).

El propio Sanguinetti ha declarado públicamente que visitó a Wilson en Buenos Aires para convencerlo de que el Partido Nacional participara en el acuerdo y que Wilson se negó. De hecho, con la intención de impedir un acuerdo que lo excluía, decidió venir a Montevideo sabiendo que sería encarcelado.

Así las cosas, la única alternativa para Sanguinetti y Medina era que el Frente Amplio se sumara al acuerdo. Por eso consultaron a las figuras que ejercían como dirección del FA en la ilegalidad. Estas consultaron a su vez a Seregni, y la respuesta fue que el FA ponía tres condiciones: a) la liberación de Seregni y que pudiera permanecer en Uruguay; b) la liberación de un número significativo de otros presos políticos; c) alguna forma de participación electoral del FA.

Las condiciones fueron aceptadas, Seregni y otros presos fueron liberados, y el FA se sumó al acuerdo, que fue hecho público a mediados de 1984 con el nombre de “Pacto del Club Naval”. En base a lo acordado, se llamó a elecciones sin Wilson, sin Seregni y sin Jorge Batlle, con lo que, previsiblemente, Julio María Sanguinetti, el gestor del pacto, fue electo presidente

Lo que ese pacto significó en materia de impunidad militar ha sido objeto de infinitas discusiones. Wilson Ferreira se cansó de reprocharles a las cúpulas coloradas y frenteamplistas que hubiesen pactado no someter a juicio a los militares. En una célebre polémica televisiva, “apretó” a Seregni para que reconociera el punto. Seregni, aunque negó que se hubiese firmado esa condición, admitió que la misma “subyacía o sobrevolaba” durante las negociaciones.

Pero la historia no termina allí. En 1986, a pesar de la impunidad “subyacente o sobrevolante”, las denuncias contra los militares abundaban en los juzgados, y los militares, bajo la responsabilidad del general Hugo Medina, se negaron a ir a declarar, poniendo al primer gobierno de Julio María Sanguinetti en una situación institucional muy difícil.

Fue allí, en diciembre de 1986, cuando el Partido Nacional, sumándose a la cadena de acuerdos que dieron origen a la política de impunidad, vino en ayuda del gobierno de Sanguinetti y votó la ley de caducidad de la pretensión punitiva del Estado, que dio respaldo legal a la actitud de desacato de los militares. A partir de allí, la impunidad fue política de Estado en el Uruguay.

En 1989 fracasó el primer intento de reforma constitucional para anular la ley de caducidad, poniendo lo que parecía una loza sobre las pretensiones de verdad y justicia.

Pero el tiempo pasó y los gobiernos también, hasta que, en el año 2000, como presidente, Jorge Batlle dio en hablar del perdón y la reconciliación como un “estado del alma” que no se podía imponer, y reabrió el tema.

Luego, los gobiernos frenteamplistas hicieron una interpretación más restrictiva de la ley de caducidad y algunos militares fueron procesados. Sin embargo, lejos se estuvo de aplicar una política de investigación exhaustiva. De hecho, los procesados fueron, o bien civiles (como Bordaberry y J. C. Blanco), o una clase de militares y policías que, como en el caso de Gavazzo, Silveira, Vázquez y otros, sólo pueden calificarse como psicópatas que aprovecharon la dictadura para satisfacer sus instintos más primitivos. La tortura, la violación, el asesinato y el robo fueron practicados por estos sujetos como una forma gozosa de vida, en el Uruguay y en el extranjero. Como es obvio, fueron un instrumento al que se le permitió actuar. Los verdaderos responsables, sus jefes, jamás han respondido por sus culpas. Como moneda de cambio (¿hay en esto un pacto complementario?, han ido presos sólo los psicópatas.

En 2009, en pleno período frenteamplista, fracasó el segundo intento de reformar la Constitución para declarar la nulidad de la ley de caducidad. El Frente Amplio no participó en la campaña y la mayor parte de sus listas no ensobraron la papeleta.

Mi convicción de que la impunidad, con los matices que diré, fue aceptada y aplicada por todo el sistema político se funda en un hecho del que casi no se habla. Todas las investigaciones se centraron siempre en la casi imposible prueba de la responsabilidad personal de cada acusado en un crimen concreto. Sin embargo, en la medida en que los crímenes se cometían sistemáticamente en unidades militares o policiales, o los cometían funcionarios sujetos a jerarquía, había una responsabilidad indiscutible de los jerarcas de las dependencias militares y policiales involucradas o de las que dependían los torturadores y homicidas. Esa responsabilidad nunca se hizo valer.

Hablo de “impunidad matizada” porque, con el paso del tiempo, se ha entregado a la justicia a un puñado de psicópatas, en tanto se ha resguardado a los responsables jerárquicos y políticos de esos criminales.

¿Cuándo aparecen nuevas revelaciones sobre lo ocurrido durante la dictadura?

Siempre en relación con hechos políticos actuales. Como si la información fuera una ficha reservada para apostar cuando las circunstancias políticas lo hacen conveniente.

Para el Frente Amplio, el surgimiento de nuevas evidencias de crímenes de la dictadura es un factor de galvanización de sus fieles. El rechazo a la dictadura es de las pocas cosas que el Frente mantiene de su pasado y, en épocas de crisis, agitar ese pasado le rinde.

Este episodio de las actas relativas a Gilberto Vázquez se produce cuando el Frente Amplio, cometiendo uno de los peores errores políticos de su historia, pretende el desafuero del senador Manini Ríos.

Obviamente, el mensaje emitido por quien haya entregado las actas es que el Frente Amplio escondió información y cerró los ojos cuando le convino, en tanto se rasga las vestiduras acusando a Manini cuando cree que le conviene.

Lo cierto es que, como adelanté, más allá de los enchastres múltiples a que el asunto parece dar lugar, el Frente Amplio probablemente esté cometiendo un doble error político.

Por un lado, lleva a que se ponga en evidencia su corresponsabilidad en la política de impunidad que han aplicado todos los gobiernos.

Por otro, evalúa mal los efectos de sus ataques a Manini. Confunde a la sensibilidad de sus militantes más cercanos con la sensibilidad del resto del País. Lo que aun conmueve a los primeros no afecta de la misma forma al resto de la población, que en buena medida nació bastante después de que ocurrieran los hechos sobre los que se discute.

Victimizar a un adversario es siempre un arma peligrosa. Cuando ese adversario es además el líder político de un partido que obtuvo tres senadores y un montón de diputados, la cosa es aun más peligrosa. Y si además ese adversario puede conectar con la sensibilidad de muchos votantes que no ven las cosas en la misma forma que el casco militante frenteamplista, lo que se está haciendo es catapultarlo a un papel político aun más protagónico en el futuro mediato.

En suma, no sé si Mujica tiene razón en lo que dijo. Pero algo es claro: no se hace verdad ni justicia cuando se actúa movido por objetivos políticos circunstanciales.

Si algún día queremos laudar este asunto histórico en forma sana y definitiva, habrá que encarar la investigación por fuera de las jugadas políticas del momento. A como están las cosas, parece más tarea de historiadores que de políticos.

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