CINE CATÁSTROFE. Las matinées anteriores a 1970 estaban compuestas por películas de géneros de bajo presupuesto, utilizadas como relleno previo a la exhibición del film principal. Al dejar de existir las maratónicas sesiones de tres o cuatro títulos diarios, la matinée cambió para siempre. Ahora esos entretenimientos puros deberían rodarse con el mismo millonario presupuesto que cualquier película de clase A. De esa manera, la matinée dejó de ser un sustantivo (función popular compuesta de varios films baratos) y se convirtió en calificativo, referido no al costo sino al espíritu aventurero del material exhibido. Los turbulentos años 70 dieron comienzo al auge de la nueva matinée, y los films que surgieron en Hollywood sirvieron al público medio para evadirse de problemas mayores, como el constante enfrentamiento con la URSS, la derrota en Vietnam, la crisis del petróleo, el escándalo Watergate y la renuncia de Nixon.
Una de las formas de escapismo más populares que la pantalla ofreció resultó ser el cine-catástrofe, pasatiempo consolidado por el avance incontenible de los efectos especiales. Actualmente eso no se discute, y basta ver 2012 de Roland Emmerich o Terremoto: la falla de San Andrés de Brad Peyton para ratificar el dato. Pero aún antes de la infografía y la llegada de las computadoras el cine-catástrofe había reclutado enorme cantidad de adeptos. Es verdad que en los años 50 hubo docenas de historias acerca de invasiones extraterrestres y gigantescos monstruos que asolaban nuestro planeta, pero esos ejemplos formaban parte de un cine de escasísimos recursos económicos, con efectos especiales precarios y de a ratos risibles. Dos décadas más tarde la historia ya no sería la misma.
AEROPUERTO. Aeropuerto (George Seaton, 1970) fue un grandísimo y emblemático éxito de taquilla, llegando a recaudar más de 100 millones de dólares; propició el inicio de una saga cinematográfica propia; y fue causante del auge del cine-catástrofe. Aeropuerto sentó las bases y clisés del subgénero desde un esquema simple: un puñado de personajes interpretados por grandes actores, inmersos en una peligrosa situación de la cual intentan salir airosos en colaboración. Todo se inicia en un aeropuerto asediado por un temporal de nieve que dificulta que los aviones despeguen sin complicaciones. El personal trabaja a conciencia para regular el tráfico aéreo, pero la alarma estalla cuando se descubre que un pasajero a bordo de un avión lleva un maletín con una bomba.
El paso del tiempo ha maltratado un poco a Aeropuerto. Toda la primera mitad, volcada a la presentación de personajes y situaciones, hoy luce algo vetusta. Sin embargo, la hora final del film, una vez que el avión despega, resulta entretenida y vistosa. A medida que van sucediéndose acontecimientos a bordo del avión, la tensión va en aumento hasta culminar en un excelente clímax final, cargado de suspenso. El libreto intenta dar cierta solidez a los personajes, no lográndolo totalmente porque todos ellos -y las situaciones que viven- son clisés, pero a favor del film debe recordarse que esos clisés no lo eran a la hora de su realización, sino que lo fueron luego, gracias a las infinitas secuelas que generó su descomunal éxito, con candidatura al Oscar incluida.
DERIVADOS. Ninguna de las tres secuelas de Aeropuerto igualó ese éxito, y debió aparecer una sátira (¿Y dónde está el piloto?) para que el público volviera a sorprenderse con una anécdota ubicada dentro de un avión en peligro. En cambio, hubo otro tipo de catástrofes muy disfrutables. Una de las más recordadas sigue siendo La aventura del Poseidón (Michael Anderson, 1972) y su anécdota imposible (¡un enorme transatlántico dado vuelta de campana por un tsunami en el Mediterráneo!), aunque con un bienvenido manejo del suspenso, un adecuado uso de la decoración “al revés” y una serie de peligros sucesivos muy creíbles, no descabellados como la premisa inicial.
La ambiciosa Terremoto (Mark Robson, 1974) fue rodada con un súper sonido llamado Sensurround, que en Montevideo generó un caos. La amplia publicidad del film incluyó decoración exterior del cine California, con aparatosas rajaduras falsas y la entrada a sala entre escombros aportados por Carrara Demoliciones. Todo eso llevó multitudes y motivó además que, debido a las vibraciones causadas por el sistema usado a full, muchas ratas huyeran despavoridas hacia la calle ante el asombro de los transeúntes. Pero además en la última función del 16 de abril de 1975, mil espectadores debieron salir en emergencia porque, justo al moverse la tierra en la película, se incendió un tablero de electricidad en la sala, con humo, insoportable olor a quemado y bomberos tirando agua, mientras el operador huía hacia la azotea y la gente en la calle pensaba que todo era parte del show.
Sainetes aparte, el mejor ejemplo de cine-catástrofe sigue siendo Infierno en la torre (John Guillermin e Irwin Allen, 1974), porque cubre holgadamente con los requisitos que deben exigírsele al género: 1) reparto brillante; 2) guion con alto grado de lógica interna, es decir, no importa lo improbable que sea la premisa inicial, siempre y cuando los hechos desencadenados no transgredan las leyes de la causalidad y la probabilidad; 3) ritmo progresivamente avasallante, que atrapa al espectador desde el inicio (el incendio estalla a los diez minutos) y da suficientes datos como para tener clara la personalidad de los protagonistas, y cómo reaccionarán ante el peligro; y 4) dirección sin excentricidades creativas, que podían haber hecho pedazos la acción y el suspenso. Sólo Tiburón de Steven Spielberg superaría este nivel, pero allí no había exactamente una catástrofe, sino más bien un apocalíptico estallido de naturaleza animal.
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