Águilasy palomas Por Hoenir Sarthou
La primera cosa a señalar respecto a la ya abortada idea de fundir el águila del Graf Spee y convertirla en paloma es su logrado efecto distractivo.
Mientras la mitad de la población recibe agua salobre, mientras se negocia en secreto con la OMS un tratado que puede aparejar grave pérdida de soberanía y de libertad para los uruguayos, mientras se continúan firmando, también en secreto, contratos que diponen la entrega gratuita del agua más pura del país a cuanto “inversor” la solicite, lograr poner a la población a discutir sobre un águila de metal que estuvo hundida durante más de setenta años es un éxito comunicacional y político nada menor.
¿Eso significa que el tema es irrelevante?
No, no exactamente.
Más allá de la intención con que se la plantee, la iniciativa recurre a una lógica de corrección política que es todo lo contrario a la irrelevancia y, en el fondo, es absolutamente coherente con cierta finalidad profunda de toda corrección política.
Si la llamada “corrección política” consiste esencialmente, como creo, en escindir a la realidad del discurso sobre la realidad, con la convicción de que el discurso, y en general los símbolos, tienen el poder de cambiar, de cancelar e incluso de sustituir a la realidad, este es un caso claro de corrección política. Y lo es en más de un sentido.
En la operación “águila-paloma” esas características son evidentes. Un símbolo cargado de contenidos históricos ideológico- militares (el águila) es fundido (cancelado) para transformar su materia en otro símbolo, pretendidamente de paz y armonía intemporales (la paloma).
Es un acto simbólico al que deberíamos estar habituados por su reiteración. La corrección política insiste, por ejemplo, en llamar “afrodescendiente” a la raza negra, y “diversidad sexual” a la homosexualidad, afirmando, ingenua o perversamente, a que el cambio de términos operará la cancelación de la discriminación y del juicio peyorativo que la raza negra y la homosexualidad han recibido en nuestra cultura desde hace siglos.
Desde luego, el efecto esperado es falso. Lo usual es que el eufemismo de moda termine cargándose con los mismos contenidos discriminatorios y peyorativos que tenía el término anterior. Así ocurrió, por ejemplo, con expresiones como “delincuente infanto-juvenil”, que fue sustituida por “menores infractores”, y luego por “niños, niñas y adolescentes en conflicto con la ley penal”, sin que el temor-rabia-odio social contra los delincuentes menores de edad cambiara un ápice. Todo el aparente “buenismo” de los eufemismos choca con la realidad, a la que no modifica, sino que la maquilla discursivamente.
Pero los problemas que trae la corrección política son mucho más profundos.
Uno de los aspectos más delicados es su cruce con la memoria histórica. ¿Alguien cree posible comprender y superar la discriminación racial en América sin conocer las conquistas española y portuguesa, y las causas y consecuencias económicas y culturales del tráfico de esclavos desde Africa? ¿Alguien cree posible actuar sobre la ancestral discriminación contra los homosexuales sin considerar el angustioso temor de extinción y la necesidad de reproducción social en que vivían nuestros ancestros?
Del mismo modo, ¿es posible un juicio crítico sobre el nazismo y sobre la Segunda Guerra Mundial (que delineó nuestra realidad política hasta el presente) proscribiendo su estudio y convirtiendo sus símbolos en edulcoradas palomas?
Cada vez que cruzo la Plaza Independencia de Montevideo –y lo hago casi todos los días-, el mausoleo y la estatua de Artigas me traen a la mente la monstruosa broma histórica que implica la conversión en héroe nacional de un individuo cuyo proyecto político fue claramente abandonado, un individuo que -por eso y tal vez por razones o temores más personales- se negó sistemáticamente durante treinta años a volver a un Uruguay que no era su Banda Oriental.
La operación “águila-paloma” comulga con la lógica de cancelación y falsificación del pasado, que inspira en América el derribo de las estatuas de Colón o la negativa a estudiar la obra de Mark Twain y, en buena parte del mundo, la proscripción de pensadores, políticos, escritores, directores de cine y otros artistas que desafían las convenciones “bienpensantes” del presente.
Esa misma lógica inspira a los sistemáticos recortes de los programas de estudio de historia promovidos por las “reformas educativas” globales, para las que el pasado es una prescindible acumulación de hechos incomprensibles, sin utilidad laboral ni social perceptible, una larga sucesión de actos de discriminación sexual y racial que no merecen estudio y que, felizmente, pronto serán superados gracias a “la diversidad” y a la actitud políticamente correcta imperantes.
No se trata de un error. Sin un conocimiento ríco y polémico sobre el pasado, no es posible saber quiénes somos ni dónde estamos, ni cómo llegamos hasta aquí. La ignorancia y el desprecio del pasado, amparados en la imposibilidad de recordarlo y comprenderlo, son la llave para un presente ciego y un futuro de manipulación ilimitada. Entonces adquiere plena vigencia la sentencia de George Santayana: “los pueblos que olvidan su pasado están condenados a repetirlo”.
En este punto es donde la corrección política revela su verdadera condición y finalidad. La transformación del pasado en un territorio ignorado, terrible, abusivo, digno de olvido, o de ser rediseñado con sabores dulces y tonos rosados, es una mutilación de la memoria y, por ende, una privación e indefensión serias para el presente y el futuro.
En este caso, además, el edulcoramiento histórico cumple una doble función. Por un lado, nos distrae del presente, de sequía, agua impotable y entrega gratuita del agua de mejor calidad. Por otro lado, nos escamotea el pasado y el futuro, sentando las bases para un recuerdo histórico distorsionado.
Poco me cuesta imaginar las formas retorcidas en que se intentará recordar y simbolizar episodios vergonzantes de nuestro presente y pasado más reciente, como la pandemia y la crisis hídrica. No faltarán quienes quieran hermosear y romantizar los encierros, los tapabocas, las jeringas, los bidones y la población pobre obligada a consumir sal, cloro y sustancias contaminantes.
La memoria –la de ahora, no la de hace cincuenta o doscientos años- hay que construirla, documentarla y defenderla desde el presente. Para que no nos la escamoteen después, a nosotros y a nuestros hijos y nietos, con cuentos románticos y palomas edulcoradas.
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