En Uruguay nos enorgullecemos de nuestra cultura laica, democrática y republicana, que tanto bien nos ha hecho y que nos ha posicionado como modelo democrático en el mundo. La confianza en las instituciones en Uruguay es más fuerte que en cualquier otro país de América Latina y nuestros procesos electorales son los más pacíficos. De hecho, hasta nos sorprendemos de la tranquilidad con la que acontece el sagrado rito de las urnas, donde experimentamos el poder de elegir a nuestros representantes. Nos sorprende positivamente y nos alegra ver militantes de todos los partidos, de izquierda y derecha, cantando juntos el himno nacional o una cumbia en la Rambla. La alegría de sabernos uruguayos antes que de izquierda o de derecha, no solo se vive cuando juega la selección uruguaya de fútbol, sino también en plena campaña electoral. ¡Y es algo para agradecer! En la celebración en Kibón de la victoria de Lacalle Pou apareció un militante con la bandera del Frente Amplio a acompañar el festejo, haciendo de ello una “foto” de la sana convivencia ciudadana. En la calle, todos los días, durante todo el año, convivimos entre familiares, vecinos, amigos, trabajadores, jubilados y estudiantes, sabiendo que pensamos distinto, pero poniendo el respeto al otro por encima de todo. Aunque claramente tampoco Uruguay es el jardín del Edén, también hay conflictos y tensiones, pero hay que ubicarlos en un contexto más amplio y positivo de una sana convivencia que hay que cuidar y promover.
Otro mundo: las redes sociales.
A pesar de lo dicho, en las redes sociales parece que vivimos en un mundo paralelo. Si bien Facebook es la red social más masiva y donde mucha gente se peleó duramente durante la campaña electoral, twitter se ha vuelto un lugar de agresividad incontrolable, como si los más fanáticos y violentos de la sociedad impusieran su estilo y nos hicieran sentir que el mundo es una batalla interminable. En twitter nos cruzamos con personas que ven el mundo en forma maniquea y a quienes no les interesa demasiado entender las razones del otro, sino insultarlo o al menos dejarlo en ridículo. Además de los trolls uruguayos y extranjeros que echan más leña al fuego. El riesgo con una red social de este tipo es que creamos que lo que allí leemos es lo que piensan todos, sin embargo, es una minoría con gran visibilidad. El debate entre Daniel Martínez y Luis Lacalle Pou fue tema de conversación entre no más de 32.000 usuarios, muchos de ellos fanáticos polarizados que solo ven ganar a su candidato como si fuera una pelea de lucha libre. La verdad es que la mayoría de los que votaron en las urnas no estaban peleando en twitter ni en Facebook. ¿Es la polarización fanática el estado anímico de la mayoría de los uruguayos? Creo que no. Igualmente, no deja de ser preocupante el contagio de esta tendencia agresiva en las redes, aunque sea una minoría que se “auto-percibe” como el mundo entero. Me parece fundamental que quienes tenemos responsabilidades en la educación, en prensa y en la difusión de la cultura, ayudemos a pensar críticamente a las nuevas generaciones y a seguir cultivando los valores fundamentales para la convivencia, para no dejarnos contagiar de fanatismos y fundamentalismos crispados.
Las “discusiones” en las redes son hiper-emocionales, frívolas y pasajeras, donde se pasa de un tema a otro como quien cambia de canal, en un especie de zapping de discusiones y agresiones o apoyos solidarios que solo quedan en la fugacidad del mundo virtual, sin medir las consecuencias. Se citan frases célebres de filósofos de todos los tiempos, sin haber leído jamás alguna de sus obras y las adhesiones a cualquier causa son parte de la moda o del entusiasmo momentáneo.
Por todo ello es imperativo relativizar la polarización social “encarnada” en las redes y volcar en ellas contenidos que ayuden a pensar y a vivir mejor, que nos acerquen a los que piensan distinto en lugar de buscarlos para pelear.
La ceguera del fanatismo.
Nuestra época está marcada por los fundamentalismos, por la búsqueda de seguridad, de certezas y de identidad, ante una fuerte crisis de sentido y de ruptura con las tradiciones. Crecen toda clase de grupos intolerantes que se aplauden a sí mismos y no escuchan a quien tenga un matiz de discrepancia; hablan para sí mismos y para convencer a sus ya convencidos. Esta clase de fanatismos se ven tanto en política como en religión. El fanático no soporta la idea de que el otro sea diferente o piense distinto y pretende con sus actitudes, salvarle al otro de su equivocación. El fanático no tiene capacidad de autocrítica, no toma distancia de su modo de ver las cosas, ni de sus ideas. En cambio, quien piensa con madurez y sentido crítico es capaz de aceptar lo bueno del otro y de reconocer sus propios errores.
Ortega escribió en 1923 que “el primitivismo consiste siempre en confundir el propio horizonte con el mundo”. Y es que el fanático confunde la propia percepción de la realidad con una verdad universal que debe ser aceptada por todos. Algunos fanatismos también se disfrazan de tolerancia y apertura, cuando en realidad imponen un relativismo dogmático que no acepta ningún disenso, porque no pueden aceptar que alguien defienda sus ideas o que tenga algunas certezas que esté dispuesto a defender. El relativismo dogmático es hijo del miedo, igual que el fundamentalismo, porque teme del diferente, teme que no pensemos todos de la misma forma y quiere imponer una homogeneización cultural. Por eso, aunque algunos grupos sean más fácilmente identificables con actitudes fanáticas, muchas veces quienes los critican con una agresividad injustificada, manifiestan la misma miopía, el mismo fanatismo e intolerancia que no acepta la diferencia.
Se ha vuelto común ver a gente fanática que divide el mundo en buenos y malos, amigos y enemigos. Cuántas veces se oye a gente decir que si alguien votó al Frente Amplio es una “foca comunista” o que si no lo votó es un “facho” de ultraderecha. El fanático no entiende que se pueda pensar algo sin ser extremista. Cualquiera que quiera matizar un gris en opiniones dogmáticas es etiquetado en el extremo opuesto de quien se siente atacado: “O conmigo o contra mí”. Y ni hablar de la ignorancia histórica y la negación sobre hechos evidentes que realizan quienes defienden a cualquier precio su relato. Si va en contra de lo que pienso, simplemente es mentira o nunca existió. ¡Así de fácil! La crisis en el campo del conocimiento y el relativismo no solo ético, sino epistemológico, ha llevado a extremos insospechados. En el mundo de la posverdad parecería que uno puede negar el Holocausto judío, el genocidio armenio, los millones de muertos en los Gulags, los torturados y desaparecidos en dictaduras de derecha y de izquierda, del mismo modo que puede afirmar el terraplanismo o la existencia de los vampiros y las hadas. Los historiadores y científicos deben estar preocupados porque su producción académica es para algunos usuarios de redes sociales tan evidente como la existencia de extraterrestres viviendo en ciudades subterráneas bajo el océano Atlántico.
Pluralismo no es relativismo.
Quienes buscan honestamente la verdad, suelen cultivar amistad con todos los que la buscan, aunque piensen de modo muy distinto y tengan posiciones muy divergentes entre sí. Y es que pensar en serio requiere pensar con otros, que obviamente no piensan igual que uno. El pensamiento auténtico nace de un diálogo sincero. Pero para lograr una conversación verdadera, donde todos aprendemos y nos acercamos a la verdad, es preciso aprender a discutir. Pero la discusión no es un combate entre posturas cerradas donde unos pierden y otros ganan. La verdadera discusión es algo que hemos olvidado y que es sumamente importante para crecer en la calidad de nuestros pensamientos y en nuestras relaciones con los demás. Quien busca discutir de verdad un tema, quiere aprender, poner a prueba sus razones y argumentos, analizar otras perspectivas y acercarse a la verdad con la ayuda de los otros, buscando progresar juntos en la mejor comprensión de un problema. Y de hecho las mejores discusiones no se programan, sino que surgen del sano interés por comprender mejor la realidad. Lo que se necesita es la actitud de disponibilidad a escuchar de verdad, a aprender de nuestros interlocutores, lo cual incluye un auténtico deseo de comprender lo que los otros quieren decir. Cuando existe esta disposición, toda discusión da frutos, porque todos salen con una visión más amplia del tema a discutir. Y es que el interés auténtico por las demás personas, por comprender sus razones, por acercarnos a sus aspiraciones de verdad, nos acerca mucho más de lo que podemos imaginar.
Aunque es bien cierto que a los seres humanos nos gusta más estar de acuerdo que discutir, y en eso colaboran las redes sociales porque nos muestran cada vez más lo que deseamos leer y escuchar, casi como un espejo de nosotros mismos. Y es que es más placentero el acuerdo que el desacuerdo. Pero también es más fácil equivocarse y permanecer en el error cuando no se confrontan las propias ideas con quienes piensan distinto o tienen otras perspectivas sobre el mismo asunto. Está estudiado que quienes solo hablan con los que piensan como ellos se vuelven cada vez más intolerantes.
El respeto por la pluralidad de opiniones es un signo de amor a la libertad y un signo de la claridad de las propias convicciones. Aprender a ver la realidad desde diferentes puntos de vista y perspectivas, amplía la mirada e ilumina las propias ideas. Pero cuando solo importa tener la razón, no importa la verdad.
Es algo muy sano para una sociedad y para la democracia, que existan diversas formas de pensar. Y es que no existe una única descripción verdadera de la realidad, sino que diferentes perspectivas presentan aspectos parciales de lo real, que pueden ser complementarios, incluso cuando parecen incompatibles desde una mirada superficial.
Pero esto no significa afirmar que todas las opiniones son igualmente verdaderas (relativismo) o que no se puede conocer nada en realidad (escepticismo). La frontera entre el legítimo pluralismo y el relativismo es para muchos muy borrosa y confusa. Pero lo cierto es que aceptar el pluralismo de ideas y perspectivas, no implica renunciar a la búsqueda de la verdad o caer en relativizarlo todo. La pluralidad de enfoques suma, aporta, purifica la mirada, enriquece con más luz y disminuye la estrechez mental. Pero en un legítimo pluralismo puede reconocerse la superioridad de un parecer sobre otro, porque, aunque nadie tiene el monopolio de la verdad, porque siempre estamos en camino, hay conocimientos más ciertos que otros, más verdaderos que otros. En cambio, el relativista afirma dogmáticamente que no hay verdad, que solo hay diálogo, interpretaciones y diversidad de opiniones, pero no verdad, renunciando así a cualquier certeza.
Lejos de una ensalada ecléctica de opiniones, el sano pluralismo busca encontrar las razones de la verdad en la confrontación de opiniones, porque se sabe, que todos los pareceres formulados con seriedad y honestidad intelectual dicen en cierto modo algo verdadero. Cuando hay buena voluntad en la búsqueda de la verdad, se tienden puentes y no se levantan muros.
La búsqueda de la verdad no es una cuestión teórica, sino que se trata de lo que a todos nos afecta, porque se trata de la vida misma. A nadie le da lo mismo la verdad que la mentira en las cosas que le afectan vitalmente. Y esa búsqueda no es en solitario, sino con otros, con aquellos que desde sus diversas miradas nos ayudan a pensar mejor y a ensanchar la mirada.
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