Nicolás Martínez me empuja a escribir nuevamente sobre el tema al calificar mis afirmaciones de falaces y antisemitas. Tengo que reconocer que el autor tuvo la amabilidad de colocar este último calificativo entre signos de interrogación en el título de su artículo, pero los editores del semanario omitieron el detalle en la carátula. A la pregunta del título le respondo con un rotundo no. Ni soy antisemita ni mis afirmaciones lo son. No son antisemitas los manifestantes judíos que protestan contra la política de su propio gobierno, tampoco creo que Biden se haya vuelto antisemita por negar algunas bombas a Netanhayu en los últimos días. A nadie se le ocurre tildar de antieslavos o rusófobos a quienes critican un día sí y otro también a Putin, ni de antichinos a quienes cuestionan actitudes del gobierno chino. Tampoco me considero “antipalestino” por pensar que Hamás es un movimiento retrógrado y que actuó salvajemente sin importarle las consecuencias sobre su pueblo. El antisemitismo es una postura racista y no una postura política crítica sobre las acciones de un gobierno.
Desde el punto de vista biológico no existen las razas, pero sí existe el racismo como forma de discriminación a quien se percibe como diferente ya sea por sus rasgos fenotípicos o por su cultura (lengua, religión, costumbres alimentarias, etc.). Por suerte, la población mundial está cada vez más mezclada y eso hace perder fuerza a las posturas racistas, aunque más lentamente de lo que uno quisiera. Las reivindicaciones identitarias tienen carácter diferente según se trate de grupos minoritarios, más o menos oprimidos, o de grupos dominantes. En el primer caso, adquieren un carácter defensivo y en el segundo, pueden tener consecuencias terribles como ocurrió con el nazismo respecto de los “no arios” (judíos, gitanos, etc.). La Europa cristiana tenía, a esa altura, una larga historia de racismo y persecución; contra los judíos que allí habitaban, contra quienes cuestionaran la “verdadera religión” y contra los pueblos no blancos que fueron encontrando y conquistando en sus aventuras colonialistas. Los judíos tampoco eran un pueblo homogéneo, ni siquiera hablaban todos la misma lengua (el hebreo no era su lengua materna sino una lengua de uso litúrgico). Lamentablemente, la condición de discriminado genera, como reacción, un encerrarse en su propia identidad y, en algunos casos, puede llegar a convertir al oprimido en opresor.1 El estado de Israel podrá tener algunas formalidades democráticas pero, es notorio que la población no judía no tiene los mismos derechos. Basta mirar lo que pasa en Cisjordania y las actitudes de los colonos judíos extremistas contra la población local. Desde su origen, el sionismo consideró necesario el desplazamiento de la población palestina para el establecimiento de un estado judío. ¡El ninguneo era explícito “una tierra sin pueblo (!!!) para un pueblo sin tierra”. Si a Nicolás Martínez tan importante le parece la resolución de la ONU que creó el Estado de Israel, no parece importarle tanto la infinidad de resoluciones de este mismo organismo que ese estado desconoce desde hace años.
No es necesario que el articulista me recuerde que “antisemita” significa, en el lenguaje coloquial “antijudío”. Lo tengo claro. Simplemente, me parece importante resaltar que, si tanta importancia se le da a “la historia milenaria de presencia en la tierra de Israel, con lazos culturales, históricos y religiosos profundos con la región…”, lo mismo puede aplicarse a los otros “semitas” que viven allí hace milenios. Nuevamente invito al lector y a Nicolás a leer la rigurosa investigación histórica, ya citada, del historiador israelí Schlomo Sand “La invención del pueblo judío”. Las pesquisas de ancestrías de las diferentes poblaciones son muy interesantes porque arrojan luz sobre los movimientos de los grupos humanos a lo largo de la historia y sobre cómo se fue gestando la diversidad humana, pero de ninguna manera debe ser utilizada como argumento para obtener derechos de unos sobre otros a habitar en determinado lugar o a usufructuar determinados recursos. La convivencia y la mezcla en igualdad de derechos de los distintos grupos humanos es la garantía de la paz. Estamos cansados de conflictos terribles por la afirmación de derechos de unos sobre otros, en general, aprovechados por intereses geopolíticos y/o económicos de grandes potencias y sufridos por la población común. Ejemplos sobran.
Finalmente, Nicolás Martínez me cuestiona por hablar de “genocidio”. No soy quien para definir lo que es o no un genocidio, pero nadie puede negar que lo que está ocurriendo en Gaza es una masacre de dimensiones colosales, lo dicen las organizaciones independientes y de las Naciones Unidas que allí actúan y va mucho más lejos que el derecho de Israel a defenderse. Hay todo un sector de la población y del sistema político israelí que quisieran que la población palestina desapareciera del mapa para poder ocupar ellos ese lugar al que sostienen que tienen derecho por mandato divino. También es cierto que en el mundo islámico hay quienes quieren que Israel desaparezca, así se alimentan unos a otros. En mi modesta opinión, la solución de dos estados, que Israel nunca respetó, está condenada al fracaso. ¿No sería posible y deseable un estado multicultural donde nadie sea más que nadie?
1 Cito a la pensadora francesa judía Élisabeth Roudinesco: “Aunque la afirmación de identidad es siempre un intento de oponerse a la marginación de las minorías oprimidas, en ella se
advierte un exceso de reivindicación de sí mismo, un deseo loco de no mezclarse con
ninguna comunidad distinta de la propia. Y cuando uno adopta este reparto jerárquico de la realidad, se condena a inventar un nuevo ostracismo frente a los que no estarían incluidos en su microcosmos. De modo que, lejos de ser emancipador, el proceso de reducción
identitaria reconstruye lo que se pretende deshacer.” (Roudinesco, E. 2022, El yo soberano. Ensayo sobre las derivas identitarias, Barcelona: Debate, p. 21)
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