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Antón Pirulero por Luis Nieto

Antón Pirulero por Luis Nieto
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“Antón, Anton, Antón Pirulero. /Cada cual, cada cual, /que atienda su juego. /Y el que no lo atienda, /y el que no lo atienda, /pagará, pagará, /pagará una prenda.”

Buscando el origen de este juego infantil, nos llevaremos una sorpresa. Todas las versiones, tanto en España como en  Latinoamérica, difieren de la que hemos cantado de niños. Por ejemplo, esta versión: “Antón, Antón, / Antón Pirulero. /Mató a su mujer, /la hizo pedazos, /y la sacó a vender, /por cuatro dineros. /La gente decía: /qué bueno el carnero, /y era la mujer de Antón Pirulero.” No menos cruel es esta otra versión que tuvo origen en Granada, está basada en una leyenda según la cual Antón Pirulero mató a su mujer en 1860, y dice así: “Antón Pirulero, /mató a su mujer/. La metió en un saco, /y la mandó a moler” (en un molino de harina). Una leyenda basada en un hecho real o inventado, igual de cruel a las que circularon por Latinoamérica, y que tiene, por otra parte, una versión francesa, que, incluso, puedo haber sido el origen del Antón Pirulero, con el nombre de Antoine Piruliere.

Hasta en su versión que hemos conocido en Uruguay, obviamente menos agresiva, se reitera, como metáfora, el castigo pendiendo sobre aquel que no atienda su juego/responsabilidad. Lo lúdico es funcional a penalizar al lerdo, al que vive desinteresado por el juego de la manada, incluso al diferente. Entonando esta inocente canción, hemos puesto en nuestras cabezas la idea de que todo depende del grado de disciplina que tengamos respecto a quien ejerce la autoridad. Es un juego hipnótico, que requiere absoluta atención al mandato del que dirige el juego. ¿Y después de ese ejercicio de atención, qué? ¿El flautista de Hamelin? ¿La obediencia debida? Es buena práctica esto de  cuestionar los ejercicios disciplinarios y la subordinación a la voluntad del que distribuye la penitencia.

En el débil, fino hilo en que cada ser humano debe mantener el equilibrio para no caer al vacío, ejercitar la libertad es ejercitar la habilidad de mantener ese equilibrio. Benedetti lo bautizó como “el país de la cola de paja”. Mhhh… Benedetti hace una especie de guiso con la valentía, el miedo y la cobardía, para terminar penalizando a las clases medias. “Pero no es que seamos desapasionados -dice Benedetti-, lo que acontece es que sólo poseemos bajas y medianas pasiones: nos faltan aquéllas grandes pasiones que sirven para cambiar un destino.” En 1960, cuando Benedetti publica “El país de la cola de paja” se flagela con que la bonanza económica se debía a las guerras, y de tener algo para venderles cuando muchos pueblos habían destruido sus aparatos productivos. Todavía se escucha ese razonamiento. ¿Qué debieron hacer nuestros padres y abuelos? ¿Paralizar el país en solidaridad con los pueblos que sufrían los efectos de la guerra? ¿Qué responsabilidad tuvo Uruguay en la Segunda Guerra Mundial, o en la Guerra de Corea? ¿Empobrecer a nuestro pueblo para parecerse más al sufrimiento ajeno? ¿Qué error cometía Uruguay ante las farsas democráticas latinoamericanas, y la debilidad de sus instituciones como para intentar parecernos a sus pueblos indignados? Que la democracia uruguaya no era perfecta es de Perogrullo, pero había desarrollado una democracia que disfrutaba de amplios márgenes de libertad, y de justicia social.

Parte de ese razonamiento es el que reclamó mayor latinoamericanismo. Desprecio por nosotros mismos por ser como éramos. Buena parte de la intelectualidad uruguaya sintió la culpa por no tener esas “grandes pasiones” que reclamaba Benedetti. Y la tuvimos. Pasión por la patria soviética, pasión por la gesta de Fidel Castro. Pasión por el Hombre Nuevo, pasión por el modelo norteamericano de vida… Una pasión religiosa que mucho se pareció al Antón Pirulero, el juego que empezaron a jugar los hijos de la clase media. Poco a poco, y sin darnos cuenta, comenzamos a adherir a una crítica hacia nosotros mismos, que descreía en la aspiración de “M’hijo el dotor”, de un hombre que esperaba de la sociedad y de su esfuerzo una situación social mejor para su descendencia. Este impulso social ascendente se correspondió a un país cansado de luchas sangrientas por el poder. Otra vez, el tema de las grandes pasiones y sus consecuencias.

Uruguay ha vivido una lucha interna consigo mismo por haber perdido la capacidad de decidir cuál era el juego que debía jugar, y no el que le hacía jugar el Antón Pirulero, un personaje abstracto, construido sobre la base de un relato moral estereotipado al que debíamos adaptarnos o perder el tren de la historia. La perdió el Parlamento, la perdió la izquierda, la perdió el movimiento estudiantil, la perdió el sistema político, la perdimos todos los uruguayos. La falta de convicción en que la sociedad uruguaya podía reencontrarse en un proyecto político capaz de pactar una salida a la violencia nos llevó a un callejón sin salida donde era más fácil equivocarse que coincidir, entre otras cosas, porque coincidir era pactar con un enemigo que nos creamos nosotros mismos. Seguramente la guerra del 4 dejó grietas por todos lados. Hubo muertos en los dos bandos, hubo grandes pérdidas económicas, y en  casi todas las familias el alineamiento político se rompió. Hasta bien entrado el siglo XX no se digería con facilidad un matrimonio blanquicolorado, o viceversa. Pero el país funcionó. Las emociones siguieron actuando en forma de lastre, pero el país encontró  una salida, no por cobardía ni por miedo, según la teoría de Benedetti. Es un dicho español muy viejo: tener cola de paja es sentirse culpable de algo que no se ha explicitado. Benedetti no explicita la culpa sino el malestar de la injusticia social, de la que la clase media no es más que la aspiración a vivir con decoro, educar a los hijos  para que consigan vivir mejor que sus padres empleando los conocimientos que la sociedad acumula.

Afortunadamente, la sociedad humana está consiguiendo rescatar de la pobreza a ciento de millones de seres condenados a una vida miserable, y el paradigma es el de pertenecer a la clase media, a participar de una vida donde el conocimiento científico y tecnológico sea la plataforma mínima de las próximas generaciones.

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