Boquita con llave
Todo el mundo –bueno, esta expresión es, en última instancia, un poco excesiva si uno advierte el tamaño del país que habita- habla hoy de la “degradación de la política”. En general, las expresiones para describir esta cuestión tienen ese tono plural y dispersivo del ofrecimiento de una rifa a beneficio del tablado del barrio, cuando, para ser veraces, debiéramos referirnos a “los políticos”.
He pensado en profundidad al respecto, luego de respaldarme en lectura de célebres intelectuales como Cacho de la Cruz, que la génesis del problema de cada político que contribuye a degradar la corporación que integra está en dos aspectos inexorablemente relacionados: su incapacidad mental y su irrefrenable, espantosa compulsión a abrir la boca.
Hay demasiados que deberían tenerla cerrada el mayor tiempo posible –respirando por la nariz y levantando la mano para votar o para pedir ir al baño-, patriótica actitud que disminuiría los daños que se están ocasionando a una tarea que alguna vez fue tan noble que hasta daban ganas de llorar por el desprendimiento de quienes la ejercían.
Si se quiere soluciones drásticas hay dos medidas a tomar: que no abran la boca cuanto menos por seis meses, durante los cuales pasarán a cumplir tareas que podrían (es una piadosa hipótesis, lo reconozco) mejorar su performance futura.
Los casos que siguen (personas en silencio y nuevas tareas a término) van a título de ejemplo. Créame, lector, hay muchísimos más.
El vicepresidente Sendic tomará medidas del largo de pierna de pantalón de traje a medida, con atención especial a características de la entrepierna, en la sastrería de su hermano; se le pegará con una regla en las manos cada vez que pinche con la aguja a algún cliente.
El senador Larrañaga subirá cuarenta veces por día, amordazado, las escaleras de la sede del Honorable Directorio del Partido Nacional; lo hará de bombachas, poncho blanco y zapatillas rancheras flecudas, sin poder agarrarse de la baranda ni que vaya adelante Verónica Alonso para estimularlo (esto se consideraría doping).
El subsecretario del Interior, Vázquez, fabricará a mano, en cuero repujado, bozales para perros ladradores incontinentes, previa coordinación con todas las organizaciones no gubernamentales que alojan a estos animalitos; se aclara que Vázquez, por actitud solidaria de raza (y por las dudas) calzará su propio bozal que sólo se le quitará para comer en su platito.
El legislador García, blanco él, deberá chequear los boletos de los niños que asistan al Gusano Loco, los autitos chocadores y –hay que tener en cuenta todas las posibilidades- a romper las bolas tratando de colarse hasta en el Tren Fantasma, que no funciona más; García cumplirá esta tarea con un cartel colgado a su cuello que dirá: “Juan Pediatra. Boletero”.
A la senadora Constanza Moreira se le cortará al ras esa espesa (y supongo que llena de sorpresas) cabellera enrulada y entintada que la ha caracterizado y se le colocará algo de pegamento entre sus dientes de arriba y de abajo, por si acaso; luego, se dedicará a hacerle el cerquillo, la pedicuría y a sacarle los pelitos de la nariz y las orejas a sus compañeras que integran la bancada parlamentaria femenina.
El ex feriante Novick deberá leer todas las noches una veintena de páginas del mejor diccionario de sinónimos que se le pueda conseguir, con la idea de que, cuando vuelva a hablar arme entre dos y tres frases sin repetir hasta astillarle las partes pudendas a sus oyentes (en caso de que realmente los tenga) con las mismas cuatro o cinco palabras que domina.
A la ministra de Educación y Cultura, Marita Muñoz, al silencio se añadirán otros castigos: la prohibición de ir a Fun Fun a agotar las existencias de alcohol y bailar encima de las mesas y una orden de restricción de acercarse a menos de quinientos metros de un tamboril; su tarea será ir todas las tardecitas a la Catedral para escuchar las homilías del cardenal Sturla desde el púlpito.
Al senador Mujica se le encerrará en su chacra los seis meses con su amigo, el lingüista Chomsky; deberá estar en la cama, encender la perilla que hace hablar al anarco y prestarle atención doce horas por día; hay que admitir que este caso puede derivar en algún fallecimiento no deseado: el gaucho payador de un paro cardiorespiratorio o el gaucho payador ahorcando con un alambre de púas a su filósofo predilecto.
¿Ningún colorado como ejemplo, che?
Bueno, lector, ¿qué culpa tengo yo de las extinciones en masa?
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