Casos de doble personalidad por Hoenir Sarthou
Finalmente, los senadores aprobaron por unanimidad el ingreso al País de tropas estadounidenses destinadas a la seguridad de la reunión del G20, que se realizará en Buenos Aires.
Los legisladores oficialistas votaron incluso el polémico artículo dos del proyecto, cuestionado por la oposición, que permite al Poder Ejecutivo habilitar para la ocasión el ingreso de fuerzas de seguridad de otros países sin la previa autorización parlamentaria exigida por la Constitución.
Lo pintoresco del asunto es que algunos de los senadores frenteamplistas argumentaron contra el ingreso de las tropas estadounidenses e hicieron cuestión de la soberanía y de los lamentables antecedentes de intervencionismo que caracteriza al ejército estadounidense, pero votaron afirmativamente justificándose en que el Frente Amplio había hecho del tema cuestión de disciplina partidaria.
La apelación a la disciplina partidaria, como justificación para aprobar leyes o medidas con las que el legislador no está de acuerdo, ha ido haciéndose cada vez más frecuente entre los legisladores de todos los partidos. En los últimos años se ha extremado tanto que hemos oído a legisladores sostener que cierto proyecto de ley era inconstitucional pero que lo votarían igual por disciplina partidaria. O formular encendidos alegatos contra un proyecto de ley que luego votarían favorablemente, alegando la consabida disciplina partidaria.
Quizá sea hora de analizar un poco el mecanismo de la disciplina partidaria, para ver si es compatible con la función constitucional de los legisladores y con los mecanismos democráticos.
El Parlamento es una institución típica de la democracia representativa. Los parlamentarios son electos para expresar en el Parlamento una voluntad que no es estrictamente la propia. Se supone que actúan cuando la ciudadanía no se expresa en forma directa, como lo hace en las elecciones, referéndums y plebiscitos, casos en que el poder del Parlamento es sustituido por la autoridad superior del cuerpo electoral. Al mismo tiempo, en nuestro sistema constitucional, diputados y senadores son electos por listas que corresponden a partidos políticos.
Así las cosas, cabe preguntarse qué voluntad es la que deben expresar en el Parlamento. ¿La del partido por el que fueron electos, o la de sus votantes?
El tema puede no ser claro, en el sentido de que muchas veces, en los hechos, los legisladores son electos en una “lista sábana”, de modo que sus votantes apoyaron al lema o partido y no al legislador en concreto por sus ideas o trayectoria. Pero, en otros casos, los legisladores fueron electos por sublemas que tienen una identidad y voluntad políticas definidas, por lo que es fácil para el legislador y para todo el mundo saber qué querrían sus votantes que hicieran.
Lo cierto es que, cada vez con más frecuencia, encontramos a legisladores que argumentan en un sentido y votan en otro, alegando que están mandatados por su partido para votar de ese modo.
Desde el punto de vista estrictamente constitucional, no hay duda de que el parlamentario tiene independencia, ya que no hay ningún mecanismo por el que el partido pueda imponerle votar en cierta forma o entregar la banca si vota de otra.
Desde el punto de vista del sentido común, ¿qué sentido tendría elegir y pagar sueldo a noventa y nueve diputados y treinta senadores si cada uno de ellos debiera votar lo que el partido le indica? Bastaría con nombrar a un representante por partido o por sublema y asignarle a su voto un valor proporcional a la cantidad de votos electorales de su lema o sublema.
Todo indica que, por su número y su libertad de acción, se espera de cada parlamentario que, con sus discursos y su voto, exprese algo más que la voluntad de su partido. Pero, ¿qué es ese algo más?
En rigor, ante cada decisión, el legislador suele estar tironeado por una serie de lealtades e intereses no siempre coincidentes. Está, por un lado, el interés del País, que debería llevarlo a votar lo que él mismo entienda como mejor para toda la sociedad. Pero está también el interés de su sector y la voluntad de sus votantes, los de la lista por la que fue electo, que a su juicio personal pueden coincidir o no con lo mejor para el País. Está el interés de su partido, que puede o no coincidir con la voluntad de sus votantes o con lo que el legislador cree mejor para el País. Y está también su interés político personal, el de los costos y beneficios que puede traerle votar en un sentido o en otro, que puede no coincidir con ninguna de las otras voluntades o intereses.
¿La cuestión es cuál de esas cosas debe priorizar el legislador y qué está diciendo cuando argumenta en un sentido y vota en otro, en especial cuando dice hacerlo por disciplina partidaria?
En teoría, sería posible pensar en decisiones heroicas. Supongamos un legislador que vote algo tremendamente impopular y lo haga convencido de estar generando un bien al País. En tal caso, el argumento sería moralmente incuestionable pero políticamente reprochable. “Sé que no van a estar de acuerdo conmigo y que me van a castigar por esto, pero creo que es lo que debo hacer”. Pocos casos de esos se conocen.
Un poco más frecuente es el caso del legislador que, desatendiendo todos los otros factores, decide ser fiel a quienes lo votaron y votar como esas personas querrían que lo hiciera. Es una decisión políticamente irreprochable, aunque éticamente, en algunos casos, pueda ser cuestionable.
Mucho más frecuente es el legislador que prioriza sus intereses políticos personales. Pero eso no suele ser declarado. Es un voto que habitualmente se cubre con hipocresía.
Pero, ¿qué significa cuando el legislador invoca la disciplina partidaria?
A simple vista, antepone el interés de su partido por sobre su voluntad personal, la de sus votantes, y, eventualmente, incluso por sobre la voluntad o interés del País. La cosa es aun más clara cuando el legislador dice estar en desacuerdo con lo que va a votar.
En realidad, nada hay en la Constitución ni en el recto sentido de la actividad política democrática que habilite a priorizar el interés o la voluntad de un partido por sobre el interés del País o la voluntad de sus ciudadanos. Mucho menos a hacerlo criticando la medida en cuestión.
Si la decisión es buena para el País o para los votantes, ¿qué necesidad de invocar la disciplina partidaria? Y, si es buena para el partido, pero contradice la voluntad o el interés del País o de los votantes, no debería ser votada. Porque para algo el legislador tiene independencia. Caso extremo de lo dicho es cuando la decisión es además inconstitucional. Porque transgrede un deber primordial del Parlamento, que es asegurar el cumplimiento de la Constitución.
La disciplina partidaria es un argumento contrahecho, que encubre en general intereses particulares, partidarios o personales, no debidamente expresados. Así sea simplemente la falta de audacia del legislador para hacer lo que él o sus votantes creen correcto, y arriesgar la carrera política por ello.
Es un argumento que debería desterrarse de la vida política democrática.
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