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¿Censura o responsabilidad?

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La semana pasada el periodista Gabriel Pereyra escribió un artículo afirmando sentirse avergonzado por no haber dado espacio a las voces críticas a la pandemia, a las vacunas y las políticas sanitarias por el Covid a nivel mundial. El planteo puso sobre la mesa los límites de la libertad de expresión y la censura a planteos discordantes. ¿Se debe dar espacio a cualquier opinión? ¿No se debe exigir fundamentos serios a cualquier postura para difundirla? ¿Es correcto acallar a aquellos que van en contra de la corriente mayoritaria? ¿Salud pública o libre expresión? ¿Difundir ideas delirantes no las convierte en populares? ¿Deberían tener espacio quienes sostienen que las vacunas traían chips para dominar al vacunado o que estos quedaban imantados, asustando a una población que dudaba? ¿Hay que darle espacio a los negacionistas de cualquier cosa? ¿Quién establece los límites de lo que se difunde y lo que no? ¿En tiempos de crisis es válido censurar opiniones?

Censuras eran las de antes por Miguel Manzi

Los uruguayos fuimos censurados el 27 de junio de 1973. Yo empecé a militar en política en 1980, por el NO en el plebiscito, pero me acuerdo de antes; ¿Pereyra no? Tan tarde como el 26 de enero de 1984, la dictadura aunque agonizante requisaba la primera edición de “Opinar”, y al día siguiente, con Tarigo y los muchachos (ocho, en mi memoria) nos paramos en la Plaza Libertad a repartir la hoja impresa en ofset del que Tarigo bautizó “Primer Samizdat Uruguayo”, que contenía el escrito titulado “Por qué fue requisado ayer Opinar” (conservo mi ejemplar autografiado por el Mestre). Otros más viejos tendrán sus historias de tortura; yo tengo esta de censura; de las últimas, porque recobramos las libertades el 1º de marzo de 1985. Los críticos de la pandemia, las vacunas y las políticas sanitarias no fueron censurados, ni acallados, ni su libertad de expresión limitada en modo alguno: apenas fueron moderadamente ninguneados, deporte preferido del “mainstream” uruguayo (el periodístico, el cultural, el político). En los escaparates de la aldea no hay lugar para todos los modelitos, y menos para los extravagantes. Pero Voces no censuró a Sarthou; y Salle salió demasiadas veces en televisión; y el del PERI llevó a unas señoras imantadas al Parlamento y le sacaron fotos en los diarios. Aunque por supuesto que no se debe dar espacio a cualquier postura. Por supuesto que los nazis (en Europa tampoco los bolches), los homofóbicos, los terraplanistas, los violentistas, los sembradores de odio y de ignorancia, no deben contar con espacios para amplificar sus delirios. Por supuesto que si eso ocurre tales delirios se popularizan (negarlo equivale a negar el poder de los medios). Por supuesto que los comunicadores serios y respetados por público y crítica ejercen permanentemente la alta responsabilidad de seleccionar las noticias, las opiniones y las ideas que difunden; tal es su carga y su privilegio. Quien no lo hace, sencillamente juega en otra liga: las revistas del corazón, los cronistas de la farándula, los medios sensacionalistas en general (cuando yo era chico eran “La Escoba” y “Al Rojo Vivo”; ahora luce sin disputa “El Bocón”). ¿Con qué criterios ejercen esa responsabilidad los comunicadores serios? Y buéh… hay pautas más o menos universales: está el sentido común, está la cosa juzgada, está la evidencia científica, está el juicio de los expertos, está la academia, está el estudio de los temas. Y están también, muy específicamente, los códigos de ética y responsabilidad de los grandes medios del mundo libre, desde la BBC hasta el Washington Post, pasando por El País de Madrid o La Nación de Buenos Aires. Lo de Gabriel Pereyra… fue apenas un ataque de divismo.

 

El show debe continuar por Heraclio Labandera

¿Tendría que avergonzarse un periodista por no haber dado espacio a sectarios contra la vacuna del tétanos?

¿Sufriría remordimiento alguno un periodista que se negara a dar cabida en su propuesta informativa a los contrarios a la vacunación contra la Hepatitis B?

¿Debería pedir disculpas por ningunear a los que se oponen a vacunar contra la tuberculosis, la polio, la difteria, la tos convulsa, la rubéola, las paperas o el sarampión?

¿Sentiría rubor si le negara micrófono a los detractores de la vacuna contra el Virus del Papiloma Humano (HPV, por su sigla en inglés)?

Todas preguntas válidas, porque desde 1982 para estudiar o trabajar en el país es obligatorio tener vigente la vacuna antitetánica, con sus respectivos refuerzos, dispuesto en una ley que por añadidura estableció la obligatoriedad de la vacunación contra la tuberculosis, la poliomielitis, la difteria, la tos convulsa o tos ferina, el sarampión, la rubéola y las paperas.

También existe desde 2005 la obligatoriedad de vacunar al personal de salud contra hepatitis B, y es muy probable que en breve sea obligatorio para las adolescentes vírgenes la vacunación contra el HPV, una enfermedad de transmisión sexual estrechamente vinculada con la aparición del carcinoma de cuello de útero.

Rige en el país desde hace décadas el uso del Certificado Esquema de Vacunación (CEV), un carné que facilita en contralor de una serie de inmunizaciones desde la más tierna infancia y sin el cual, ningún niño puede inscribirse siquiera en la escuela.

En ese documento se controlan en total inmunizaciones para combatir 15 enfermedades, y si bien no todas las vacunas que allí figuran son de inoculación obligatoria, este carné es un verdadero tablero de control para considerar la participación activa de las personas en actividades de la comunidad.

La salud o la libertad del no vacunado, no es lo único que está en juego.

De hecho, en 1994 los hijos de la familia Borgogno-Arce fueron expulsados de la escuela pública por negarse a ser vacunados, y les llevó 11 años y una decisión particular del Ministerio de Salud Pública que se aceptara que fueran la excepción, y no a causa de ser convencidos militantes antivacunas sino debido a que los médicos consignaron en ellos reacciones de hipersensibilidad a alguno de los componentes de las vacunas obligatorias.

Claro que para lograr exceptuar a alguien del mandato de la Ley 15.272 -la norma que fija la obligatoriedad de vacunar contra ocho virulentas enfermedades- tuvo que llegar al Ministerio de Salud Pública la inefable María Julia Muñoz, en tiempos en que se hizo norma que lo político estuviera por encima de lo legal.

Esa disposición, nacida en el gobierno de Aparicio Méndez como como Decreto-Ley, fue luego homologada como norma vigente del sistema jurídico nacional por otra ley votada en el Parlamento del primer gobierno de Julio María Sanguinetti, y hoy rige el canon del MSP como policía sanitaria del país.

Es una postal surrealista que casi a 40 años de que se legislara hacer obligatoria la vacunación contra ciertas enfermedades, y se resolviera que fueran optativas las inmunizaciones contra otras patologías, estemos discutiendo sobre la certidumbre de la vacunación contra el Covid-19.

La lucha contra enfermedades infecciosas mediante inmunización es una técnica que en Europa comenzó en el siglo XVIII y el primer blanco fue la viruela, un mal que en su mejor hora dejó en condiciones terribles y mató a millones de personas a su paso.

Se considera que la vacuna fue descubierta por el cirujano inglés Edward Jenner, y su modalidad terapéutica fue denominada “método jenneriano”, consistente en generar inmunidad en las personas mediante una variante de inoculación de la enfermedad.

Es evidente que la modalidad vacunal de aquellos tiempos no tenía el mismo formato que la actual, pero el principio de cura mediante el estímulo de la inmunidad era el mismo.

Este hallazgo fue un verdadero suceso para derrotar “al más terrible de los ministros de la muerte”, como bautizaron a la viruela, y los panegiristas de Jenner ayudaron de modo rápido a expandir su técnica. Pero a pesar del evidente éxito sobre tan terrible mal, el “método jenneriano” también encontró ruidosos detractores y debido a eso la expansión del mismo no fue un proceso lineal sino convulsivo. No obstante ello, con el paso del tiempo el sentido común fue ganando espacio. La metodolgía vacunal fue mejorada y para 1980 la Organización Mundial de la Salud (OMS) pudo declarar de modo oficial la erradicación mundial de la enfermedad. Doble éxito, si se considera que la viruela fue la primera enfermedad infecciosa en ser erradicada por vacunación.

De hecho, se considera que en el siglo XX los dos principales aliados de la Medicina en la lucha contra las enfermedades infecciosas, fueron la potabilización del agua y el uso de vacunas, superando incluso el impacto de los antibióticos.

Frente a este proceso de 200 años de evolución médica, de investigación e instalación de nuevos dogmas terapéuticos, de resistencias, sospechas y prejuicios ante lo incierto, la contrición de un periodista del siglo XXI por haber ignorado a los que denostaron una terapia que ha demostrado de manera meridiana su eficacia, parece ser un tema menor.

Sería deshonesto aceptar con mansedumbre el principio de que todas las decisiones noticiosas que adopta un periodista son neutras, o que todas las ideas que acepta y que divulga valen lo mismo.

La decisión deliberada por una opción en el periodismo se toma todo el tiempo, aunque se quiera presumir de lo contrario.

Se podrá decir que el sol sale por el Este y se oculta por el Oeste, pero ahora que el mercado se ha convertido en la ratio de toda validez, los terraplanistas siguen sin tener razón, y el periodismo se mantiene en sus 13 sobre la redondez de la tierra.

¿Te hace menos periodista asumir que se habla y se piensa desde una esfera y no de un plato?

Si se piden disculpas sobre los comentarios del domingo, con el diario del martes bajo el brazo, es seguro que el gesto forme parte del mismo espectáculo que se montó en las vísperas del sábado.

 

Sobre censuras y credibilidad por Danilo Arbilla

Creo que ya es causa juzgada: no hay límites para la libertad de expresión. Es el derecho de cada individuo: ¿Quién tiene la autoridad para indicarme a mí lo que puedo o debo leer, oír, ver o decir? Nadie me pueda privar de pensar como quiera ni tampoco de expresarlo a mi antojo. Y este es un derecho que no se delega, menos en democracia en que se elige a quienes manejaran los asuntos de la sociedad. Para esos elegidos hay derechos especiales, privilegios, pero a la vez hay limitaciones que no rigen para el resto de los ciudadanos. A los militares se le confían las armas, pero se les impide actuar en política. Los directores de empresas estatales, las que son de todos, – por lo menos en la teoría-, tampoco pueden actuar en política. En pocas palabras; les pagamos entre todos autos con chofer y el combustible, pero tenemos el derecho a saber a dónde van y de dónde vienen. Con los ciudadanos comunes no es así, pero con ellos sí. Están sometidos al escrutinio del público.

El periodismo, los periodistas profesionales, desde siempre cumplen con la tarea de contribuir a que los ciudadanos mejor ejerzan su derecho a informarse, a saber, lo que pasa e incluso a hacer conocer sus opiniones.  En estas nuevas épocas de internet se han multiplicado las vías para ejercer esos derechos a informarse y, sobretodo, a decir lo que se quiera. Lo feo es que una gran mayoría lo hace sin dar la cara y sin respetar los derechos de los demás, amparados en una impunidad que no tienen los profesionales de la información. Estos son sometidos a la justicia cuando actúan con negligencia o con probada real malicia o difunden a sabiendas noticias falsas. Para las redes eso no rige. Es la realidad de hoy.

Pero los periodistas y los medios cuentan a su favor con un elemento que es básico y fundamental: la credibilidad.

Creo incluso que, frente a la veleidad de las redes, los medios y los periodistas profesionales han conseguido acrecentar su credibilidad.

Ahora, hay que cuidarla. Y no se cuida creyendo que los periodistas somos los administradores de la libertad de expresión, de la libertad de prensa y menos que tenemos una especie da patente de corso. Así no se gana credibilidad. Esta se consigue brindando la mayor información, variada, lo más cercana a la verdad y haciendo hincapié – dentro de los limites materiales de tiempo y espacio- en aquella información que se entiende técnica y profesionalmente, que es la que más interesa al público y la que a más público – o a su público especifico en casos de medios especializados, políticamente partidarios, etc.- interesa.

El periodista selecciona y de hecho censura; resuelve qué es lo que se difunde y que no. Y esa selección, según como se realiza, hace la diferencia entre los profesionales y marca la calidad de los medios. No podemos ignorar incluso que el periodista de calle, -el de a pie- es el primer censor; y sin ningún tipo de control, Llega a la redacción y ahí cuenta lo que paso y en ello hizo su propia “selección”. Todo depende de su calidad y honestidad profesional. A partir de esa noticia “censurada” selecciona el jefe de redacción, en función de la importancia que él le asigna, del espacio e incluso de algunas directivas de la dirección y la redacción responsable llegado el caso.

El periodista debe ser profesional, hacer valer su preparación y experiencia, su vocación incluso y cumplir su tarea de búsqueda de la verdad, con honestidad. Porque así debe ser, pero además porque es la forma de ganar credibilidad, y eso es bueno en sí mismo y además es el mejor negocio; para el prestigio del periodista, del medio y también para vender más.

Seleccionar, pero no manipular, equilibrio y honestidad esa es la consigna. No es fácil y menos en tiempos de guerras o de pestes. Se sabe que en la guerra la primera víctima es la información: por orden, sugerencia o pedido de los mandos, por la propia estrategia y además “ por la patria”. Esta autocensura que parece muy entendible y a veces justificables, está probado que no es el mejor camino, ni para la propia “patria”. Las guerras de Viet Nam y de Irak, o la de Las Malvinas son ejemplos bien ilustrativos.

En época de pestes es distinto, pero no menos complejo y los medios y periodistas deben estar muy atentos. La gente desespera por saber cuándo acaba la peste y desea recibir buenas noticias en ese sentido. El periodista debe informar todo lo posible, pero no engañar, ni alentar falsas expectativas, ni buenas ni malas. En el actual caso, las vacunas han sido la mayor noticia- su búsqueda y su logro-, y la más ansiada a todos los niveles. Conseguida ésta correspondía abundar en sus alcances, en sus beneficios, así como dar cuenta de sus riesgos y eventuales efectos negativos y secuelas. Aspectos estos que hay que encararlos con mucha seriedad y profesionalidad, en los que solo valen los datos científicos, la información oficial- de la academia, e incluso de los gobiernos- y los hechos, sean buenos o malos y aunque no sean los que la gente espera. Ese y no otro debe ser el criterio de selección. Por supuesto que se debe consignar la existencia de que hay quienes se niegan a vacunar por razones religiosas, filosóficas, ideológicas, políticas o por miedo, pero sin sacrificar espacio, aunque sean Trump o Bolsonaro. No encaja ni aquí esa teoría de las campanas. Estas o suenan llamando a misa o por repiquetear y hacer ruido nomás.

 

No acallar voces por Cristina De Armas

Libertades y derechos están consagrados en las constituciones nacionales y en el derecho internacional. Todos sabemos cuáles son nuestros derechos y libertades. La diferencia está en el ejercicio.

Alguien dijo alguna vez que la libertad de prensa era la voluntad del dueño de la imprenta. La libertad de prensa fue consagrada para evitar que el poder político censure a los medios, los presione o los cierre. En cuanto un gobierno se vuelve autoritario quiere quedarse con los medios que le son leales. En democracia es sabido que los dueños de los medios son en general personas vinculadas al poder político, cada persona o grupo puede tener por la nueva ley de medios hasta doce medios en su poder. No es desconocido para nadie que la prensa es un poder, que forma opinión, que construye o destruye, personas, movimientos, que lo que ignora no existe a menos que exista en las redes y aún en ellas instala temas o los toma y los transforma.

Por supuesto existen las excepciones y hay medios y periodistas que se aferran a esa libertad de prensa; con su correspondiente costo; todo es cuesta arriba, notables Sísifos.

La prensa recoge el resultado de la libertad de expresión que tenemos todos los ciudadanos libres, solos u organizados, lo que llamamos, la opinión pública. Esa opinión pública que tantos quieren tener a favor y que tanto se intenta manipular, para que compre, para que vote, etc. Entonces tenemos por un lado la libertad de expresión ciudadana, la diversa opinión pública, la prensa que en su libertad toma de ella lo que quiere que se expanda, se conozca por la mayoría y aquellos otros que en sus intereses necesitan que la opinión pública sea llevada hacia un lado u otro. En democracia tienen el derecho a la manipulación de la opinión pública, es más, es la base de la democracia.

Que un periodista o un medio se pregunte si ha hecho bien en difundir un hecho o en negar otro no es más que un discurso demagógico porque siempre que se hace la opción de lo que se va a difundir, se sabe el por qué. Me vienen a la mente los enfermeros a los que acusaron de practicar la eutanasia en pacientes terminales. La sociedad se dividió, el tema llenó medios que ofrecían datos que llevaban a su acusación. Se les destrozó literalmente la vida. Se pidió la pena de muerte por muchos. Eran inocentes. La opinión pública calla y olvida, pasa a otro tema, no es responsable, nadie se hace responsable.

Nuestra historia está llena de gente que en su época fue considerada equivocada y pagó con su vida por ello y hoy los estudiamos como quienes dieron inicio a conocimientos importantes.

La manipulación de la opinión pública, siendo lícita, es siempre peligrosa y ha dado origen a muy oscuros y lamentables momentos de la historia del mundo, pero aun así, la prefiero a aquellos que se erogan el derecho de acallar voces, por el motivo que sea.

 

Reservorios de negación por Fernando Pioli

Los negacionistas del COVID-19, los antivacunas y otros reservorios de la extrema derecha como los defensores de la Tierra plana reclaman de modo insistente que su postura sea escuchada, que sus argumentos puedan ser presentados a la par de sus antagonistas.

Existe un sano ejercicio de la humildad que radica en que cada vez que no se comprende cómo alguien sostiene algo, esforzarse por comprender el punto en que radica su convencimiento. Esto es necesario para evitar la ponzoñosa tendencia a pensar que sólo uno puede tener la razón.

Cuando uno analiza el discurso de este curioso y diverso grupo se encuentra con que el factor común es la necesidad de amoldar la realidad a un relato que han sostenido por mucho tiempo. Vamos, que no es algo que nos sea extraño al resto de los seres humanos. Todo el tiempo tratamos de amoldar la realidad a nuestro relato interno, pero generalmente lo hacemos juzgando las decisiones arbitrales de un partido de fútbol o sobrevalorando las gracias de nuestras mascotas, no tirando golpes al vacío para derrumbar valoraciones científicas. El principal problema, y el que ha impedido que se les tome en serio, es justamente la carencia de fundamento para litigar. Uno tras otro sus argumentos rebuscados son derribados a garrotazos por la realidad, pero insisten de todos modos. Es casi una forma de éxtasis religioso, un estado de iluminación en el que no importan las estadísticas ni los datos, sólo importa dar cumplimiento y satisfacción a aquel relato del que no se apartan y al que se aferran con profundo amor.

Para que exista un debate deben existir litigantes que luchen y confronten sus argumentos por una postura. Sobre la importancia y oportunidad de la vacunación no hay ninguna confrontación académica. Cada vez que se insiste en señalar a algún académico puntual que sostiene una voz disidente defendiendo la hidroxicloroquina o algún tratamiento alternativo es sistemáticamente aislado por la comunidad científica de la que forma parte. No hay dos posturas académicas que dialogan o discuten en este tema, existe un consenso de la comunidad científica que recorre las distintas ideologías. Se vacuna en Cuba, en Reino Unido y en Chile. Donde hoy no se vacuna es donde la gente se muere. De modo que cuando se propone dar prensa o difusión a charlatanes ampliamente desacreditados yo sólo veo irresponsabilidad, no rigor periodístico.

 

Los leviatanes por Juan Pablo Grandal

Antes de empezar con la temática de hoy, quiero para que no quede duda al respecto, afirmar que celebro la campaña de vacunación que se ha llevado a cabo en nuestro país, con un nivel de eficiencia y organización de los mejores en el mundo y que permitió que hoy hayamos podido volver a una vida relativamente normal, con cada vez menos restricciones a la movilidad y menos regulaciones a las actividades sociales. Esto ha sido vital para todos por la necesidad innata en el ser humano de mantener una vida social más o menos activa, pero principalmente para los pequeños comerciantes, que necesitan de la movilidad social para conseguir el pan de cada día para ellos y sus familias. También destacar que esto se logró sin ningún tipo de cuarentena obligatoria ni tampoco vacunación obligatoria, políticas defendidas por una amplia mayoría de los responsables y aún defensores de la censura.

Habiendo dicho esto, hay temas relativos a la vacunación y las restricciones impuestas como consecuencia de la pandemia que deben ser tratados, y como Gabriel Pereyra expresa en su columna, no lo han sido. Este Semanario es una de las muy pocas excepciones que han permitido a lo largo de estos dos últimos años la posibilidad de expresar puntos de vista contrarios a los hegemónicos sobre estas temáticas, lo cual celebro, aunque muchas veces no comparta sus posturas. Pero en el resto de los medios de comunicación no ha sido así, y dudo que sea como expresa Pereyra en su columna, que no haya recibido presiones.

El periodista estadounidense A.J. Liebling, afirmaba que “la libertad de prensa es la libertad del dueño de la imprenta”, frase también citada más recientemente por figuras políticas latinoamericanas como Rafael Correa. A lo que refiere es que la capacidad de expresarse públicamente está directamente relacionada con la propiedad de los medios de comunicación. Y en una época en que la propiedad de los grandes medios está cada vez más concentrada en menos manos (lo cual no solamente sucede en los medios de comunicación), esto se vuelve una preocupación particularmente importante. En el caso de los Estados Unidos, para ejemplarizar, existen 6 compañías que controlan el 90% del mercado de las telecomunicaciones. Y esto sin entrar en las relaciones que existen entre los propietarios y/o accionistas mayoritarios de los medios de comunicación y otros intereses económicos y/o gubernamentales. Intereses empresariales inclusive ejercen presión sobre las redes sociales, supuestamente un oasis de libertad de expresión, al rehusarse a comprar espacios de publicidad en sitios que permitan la difusión de información que consideran “sensible” (en fin, que afecte sus intereses inmediatos o de sus socios). Youtube es un ejemplo paradigmático de esto último.

¿A qué voy con todo esto? A que claramente existe censura en los grandes medios de comunicación, y para nada tiene que ver con promover el interés o bienestar público. Tiene que ver con promover intereses sí, pero los de los dueños de los medios de prensa y sus socios empresariales o políticos. ¿Alguien puede creer de verdad que la información sobre controversias legales pasadas de Pfizer se silenció durante la pandemia, por el interés público? Más allá de la necesidad de la vacunación y la importancia de esta para salir de la pandemia, significa también un negocio multimillonario para las multinacionales farmacéuticas. Y, honestamente, si hay un tipo de corporación sobre cuyas buenas intenciones siempre conviene dudar, es de las multinacionales farmacéuticas: una búsqueda rápida del historial de este rubro nos dará más que suficiente información para desconfiar de ellas. Complicado matrimonio el del fin de lucro y la salud.

Así que las preguntas relativas a la libertad de expresión planteadas en la temática de hoy, si bien importantes desde un punto de vista filosófico, en la realidad, son mucho más complejas. En un contexto cuasi utópico en el que quienes controlan la difusión de información lo hagan en función del interés de las mayorías, pues sí, no me molestaría que cierta información fuera más controlada y ciertos discursos no tuvieran cabida. Pero en un contexto donde le estaríamos pidiendo a grandes multinacionales de las telecomunicaciones, en alianza con otros intereses empresariales y las grandes potencias del mundo controlen la difusión de información, la verdad prefiero correr el riesgo de darle difusión a personajes conspiranoicos a correr el riesgo de que se censure información que el público debe saber, y que afecta los intereses de los poderosos del mundo, en nombre de protegernos de la conspiranoia. Bastante ingenuos habría que ser para darle la potestad a individuos como Bill Gates, o Jeff Bezos, o corporaciones como Pfizer, o grandes medios como el New York Times o la CNN, dictar qué discursos son válidos y cuáles no. Me da mucho más miedo eso que ver gente hablando de la “guerra intraneuronal” u otros delirios, en las redes.

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