A fines del siglo XIX las jóvenes repúblicas surgidas en América se vieron ante la necesidad de componer historias de construcción nacional instaurando héroes y creando narraciones épicas. Esos relatos sirvieron para reforzar las independencias de las nuevas naciones y también para inculturizar a los inmigrantes que llegaban. Sin embargo, muchas de esas miradas fueron corregidas por historiadores que, poco a poco, matizaron ciertos sesgos de época en las narraciones sobre el origen de nuestras identidadas.
Un caso parecido es lo que sucede con la historia de la relación entre ciencia y religión: la tradición iluminista de los últimos dos siglos condiciona nuestra mirada a esta cuestión pues establece “el mito del conflicto”. En los próximos párrafos me centraré en advertir ciertos equívocos que marcan los historiadores de la ciencia sobre el uso del concepto de ciencia. Lo que intentaré advertir, siguiendo la academia contemporánea, es que el concepto de ciencia que utilizamos hoy tiene poco más de 200 años. Es decir, advertir una continuidad en un conflicto o en una relación a lo largo de la historia de la humanidad implicaría crear un gran equívoco para comprender la situación actual.
Tanto la tradición griega como la tradición medieval entendían por ciencia (scientia) las ciencias especulativas. En este sentido, la mayoría de las ideas que estaban presentes allí no entrarían hoy dentro de la categoría de ciencia. Estas ciencias especulativas, definidas por Aristóteles, eran la filosofía primera (metafísica), las matemáticas y la filosofía de la naturaleza (física). La filosofía de la naturaleza, si bien implicaba un acercamiento en la comprensión de las cosas del mundo natural era principalmente un acercamiento especulativo.
Existe durante la tradición clásica y medieval una profundización de la filosofía de la naturaleza. Pero el estudio de la misma no implicaba nunca una amenaza para la religión, sino más bien lo opuesto. Desde los primeros cristianos surge la idea de que toda la realidad no es más que la manifestación de la mente divina. Tal es así que Juan Escoto Eriúgena habla de la realidad como una teofanía (manifestación de Dios). Escoto advierte que el conocimiento del mundo natural es un camino que lleva a Dios. Esta idea -que tiene sus raíces en el platonismo- se plasma en el papel simbólico del mundo. Los cristianos entendían que había dos libros que llevaban a la salvación, uno el de la Sagrada Escritura y otro el libro de la naturaleza. El primero es la revelación divina por medio de la religión y el segundo libro consiste en la revelación divina en la naturaleza. Por ello, para los medievales la teología era la ciencia más perfecta porque fusionaba la sabiduría de los dos libros.
Podemos encontrar una continuidad de esta idea también en la tradición de los astrónomos modernos. Así Kepler, al hablar de su actividad, afirma que “los astrónomos son sacerdotes del Dios más elevado, en lo referente al libro de la naturaleza”. Todavía Newton se considera un “filósofo natural”, como podemos leer en el título de su famosa obra Philosohpiae naturalis principia mathematica (1678).
El surgimiento de la idea de ciencia como la conocemos hoy lo encontramos recién en el siglo XIX. Se produce entonces el fin de la filosofía natural y la invención del término ciencia. Peter Harrison advierte que es William Whewell quien en 1833 acuña el término “científico” y se comienzan a crear en esa época las primeras academias de científicos profesionales. Esta nueva forma de comprensión de la ciencia no solo dejaba fuera a la teología, sino que también implicó la separación con las artes, la ética y la filosofía.
Esta nueva identidad implicó también que, como advierte el historiador Benn, el científico se llevara consigo gran parte de las reverencias que antes recibía el religioso. Así, Weber hablaba en 1922 de una vocación para ser científico, lo que implicaba que un “llamado” que antes era divino, ahora sea natural para ser físico, astrónomo o ingeniero. Del mismo modo, las maravillas de la naturaleza fueron remplazadas poco a poco por las maravillas de la ciencia. Este proceso se lee desde Comte como una evolución del pensamiento y de la mente humana, de lo teológico a lo científico. Sin embargo, todo intento de afirmar un conflicto entre ciencia y religión previo a este período implicaría un gran anacronismo.
Tampoco hoy la idea de ciencia no es monolítica. Por un lado, de manera general, ciencia remite a la biología, la física, etc., y no se excluye de ella a las humanidades. Por otro, en relación con su método de estudio de la realidad y sus afirmaciones sobre el mundo. Así encontramos teorías científicas que son verdaderas o falsas en tanto que dan una explicación de la realidad observada, no solo su descripción; teorías útiles o inútiles, pero que de ninguna manera nos dicen nada que pueda ir más allá de la observación; y, por último, teorías científicas que son una construcción social que describe el mundo. En este último aspecto, la ciencia puede abrir o cerrar los diálogos con otros saberes y la religión sería uno de ellos. Sin embargo, también nos quedaría advertir que este mismo itinerario se podría ver respecto al concepto de religión. Pero ello sería para otro artículo.
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