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Ciudadano: Un nuevo-viejo sujeto

Ciudadano: Un nuevo-viejo sujeto
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Hay al menos siete iniciativas ciudadanas en curso: dos reformas constitucionales sobre bancarización, el referéndum contra la ley de riego, la campaña contra la segunda planta de UPM, una reforma  constitucional sobre seguridad social y otra sobre seguridad pública (única promovida por un sector político, aunque apela al voto ciudadano), y la campaña contra la venta de la Rambla Sur.

¿Por qué esa eclosión de este tipo de iniciativas? ¿Por qué en tantos temas se opta por recurrir directamente a la voluntad ciudadana, salteando los mecanismos tradicionales del sistema político?

Una primera respuesta es la real o aparente incapacidad de los partidos políticos para asumir y formular ciertas demandas colectivas.  Es cierto que los partidos tienden a verse absorbidos por la dinámica electoral y parlamentaria. De alguna manera, viven en un microclima en que se priorizan los temas que tienen consecuencias electorales a corto o mediano plazo. Temas poco difundidos, o difíciles, o que requieren largas exposiciones para ponerlos en el candelero, no suelen atraer la atención de los candidatos ni de los aparatos partidarios. Es más tentador promover la propia imagen, o atacar al adversario, acusarlo de ineptitud, de mala fe o de corrupción, y atraer así el aplauso y el voto de las tribunas.

Pero tal vez haya otra explicación más profunda.

Una de las consecuencias más tremendas de la globalización es la atomización de los individuos. Grandes fuerzas económicas, sin asiento territorial identificable, ocasionan cambios económicos, políticos, sociales, geográficos, ambientales, laborales y culturales de alcance global. Una decisión de inversión adoptada en los EEUU, o en alguna ciudad o balneario europeos, puede determinar cambios drásticos, por ejemplo,  en las sociedades africanas o latinoamericanas, en sus pautas de producción y de consumo, su gobierno, sus leyes y hasta su escala tradicional de valores.

Por más que la retórica republicana siga en uso, los integrantes de las sociedades afectadas perciben que sus Estados y sus repúblicas ya no son lo que eran. Sus gobiernos actúan más como intermediarios entre la inversión extranjera y la sociedad local que como representantes de esa misma sociedad. La forma de justificarlo es conocida: “son las reglas de juego”, “te modernizás y te adaptás al mundo o desaparecés”, “es el camino al desarrollo”, “en el mundo se hace así”, “no hay alternativa”.

Durante décadas, la izquierda, y en general el pensamiento crìtico, prescindieron de la categoría “ciudadano” para resolver la inserción del individuo en lo social. La clase social fue, durante muchos años, la verdadera patria de los proletarios del mundo. El internacionalismo y los conflictos de clase dentro de cada sociedad llevaron a que, para el imaginario de izquierda, lo relevante fuera la pertenencia a la clase, al sindicato y eventualmente al partido, en tanto que la función ciudadana quedaba relegada como un artilugio de las clases dominantes para legitimar su poder por vías supuestamente democráticas.

Más tarde, coincidiendo con la caída del “socialismo real”,  la vieja noción “clasista” perdió fuerza y fue sustituida por otras categorías. El sexo, la raza, la orientación sexual, la religión, e incluso la condición de marginado del sistema económico o cultural, ocuparon el lugar identitario que antes correspondía a la clase social, más precisamente a la condición de proletario, y se convirtieron en nuevas banderas.

Pero todas esas coordenadas identificatorias, la clase social, el sindicato, la ideología política, el partido, la identidad sexual, racial, religiosa, cultural, etc., chocan de pronto con un mundo que ya no es el que era.

¿Cómo explicar, con esas categorías, un mundo en que las decisiones económicas se toman a miles de kilómetros de distancia y con muchísima anticipación temporal? Un mundo en que el trabajo humano es cada vez menos el origen de la riqueza y en el que el control de los recursos naturales y de los movimientos de dinero están en manos de corporaciones que diseñan sus estrategias con décadas de anticipación, contando con el respaldo de organismos internacionales para promover y financiar, en los Estados dependientes, las políticas que las benefician.

Una de las ideas más insidiosas predicadas por el sistema global es la de la inutilidad de los Estados nacionales para otra cosa que no sea garantizar las inversiones. Un Estado apenas gendarme (ni siquiera juez, porque los litigios con los inversores se dilucidan ante tribunales internacionales), que renuncia a su función regulatoria en el afán de captar más inversiones y que cada vez cumple peor sus otras funciones sociales, la seguridad pública, la educación, la seguridad social.

El Estado ha tenido mala prensa desde hace mucho. Despreciado por la izquierda, por ser un instrumento al servicio de las clases dominantes, y por la derecha (en particular la neoliberal), por ser un obstáculo al comercio y al libre juego de oferta y demanda, se quedó casi sin defensores y sin creyentes. ¿Para qué querrían al Estado burgués los obreros revolucionarios, o las identidades liberadas de opresión, o los seres humanos llenos de derechos humanos universales, o los consumidores libres, o las corporaciones todopoderosas? Un alegre consenso anti estatal ha recorrido y recorre el mundo.

Sin embargo, que se les pregunte a los inmigrantes ilegales, a los refugiados de guerra, a los corridos de sus tierras por el hambre o la violencia, cuánto vale la vida de quien no es ciudadano de ningún Estado, de quien no tiene ningún colectivo nacional organizado que lo defienda.

Mirado desde lo individual, el resultado de la globalización es la atomización y el desamparo de los individuos. Sometidos a fuerzas que no pueden controlar y a menudo ni siquiera entender, mal representados por estructuras políticas que hoy no trabajan para ellos, tienen dos opciones: adormecerse con el sucesivo ritmo de las modas de consumo, los que puedan, o caer en la desesperación. Previsiblemente, los que pueden, optan mayoritariamente por el adormecimiento.

En ese contexto –y no por casualidad- surgen estos movimientos que tienen en común el reapoderamiento de la capacidad de decidir por parte de los ciudadanos, en el marco de unos procedimientos y unas libertades formalmente garantizadas por el Estado.

Hay quienes creen que son los últimos coletazos de un orden perimido, de un mundo organizado en Estados que está  amenazado de muerte.

Otros creemos que es la única alternativa de las personas para seguir existiendo como tales, para no perder por completo su capacidad de decidir sobre sus propias vidas. Una alternativa que les requiere identificarse por lo único que tienen en común: la condición de ciudadanos

Si es lo segundo, quizá no estemos viendo la agonía de lo viejo sino el renacimiento de algo muy viejo y a la vez nuevo.

 

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