Cuando la víctima es un niño
Si nos negamos a verla, o nos empeñamos en distorsionarla, la realidad –que es porfiada- suele aparecerse por sorpresa y clavarnos los dientes mostrando su peor cara.
El caso del niño Felipe Romero es precisamente eso, la realidad apareciendo por sorpresa con su peor y más dolorosa cara: un niño descuidado, manipulado, probablemente abusado y finalmente asesinado por un adulto que luego se suicidó.
El caso de Felipe tiene aspectos todavía confusos. ¿Cómo se estableció el vínculo atípico y perverso con quien sería su matador? ¿Por qué un adulto sin vínculo familiar podía tenerlo por días en su casa, retirarlo de la escuela, incluso fuera de horario, y viajar con él fuera del país? ¿Qué complejo proceso mental llevó al ejecutor del crimen a decidir, planear y ejecutar esa tragedia ¿Por qué la patología de esa relación no fue detectada por nadie, ni por los padres del niño, ni por la escuela, ni por el ámbito deportivo que compartían, ni por las familias de ninguno de los dos involucrados?
Sin duda, la investigación judicial descubrirá omisiones e irresponsabilidades que hicieron posible la desgracia. Eso, claro, no le devolverá la vida a Felipe. Pero sancionar esas omisiones quizá ayude a salvar otras vidas, recordándonos a todos que quienes tienen menores de edad a su cargo deben hacer esfuerzos para protegerlos. Porque, si alguien le hubiera dedicado a Felipe un mínimo de atención y de sentido común, probablemente estaría vivo.
No soy de quienes creen que la reacción colectiva ante esta muerte sólo refleja hipocresía. Es cierto que desgracias como la de Felipe ocurren a menudo y que miles de niños en el Uruguay son maltratados, descuidados, golpeados y abusados sin que la sociedad se dé por enterada. Pero creo que el dolor y la pena colectivos son sinceros. Me pasó a mí, y les pasó a muchas personas de mi entorno, que este caso nos conmovió íntimamente. Tal vez por la desatención adulta en que ese niño vivía, tal vez por lo evitable de la tragedia, quizá porque sus sentimientos y su confianza fueron además manipulados y por lo terrible, triste y sórdido de todo el episodio.
Este hecho hizo salir a la luz datos que angustian. El Sistema Integral de Protección a la Infancia y a la Adolescencia contra la Violencia (SIPIAV) interviene en siete denuncias diarias de abuso o maltrato contra menores de edad. Hay certeza –me consta- de que muchísimos otros casos no son denunciados. Han aumentado los casos de atención médica a niños por maltratos, descuidos y agresiones graves, según ha confirmado, en nota de “El Observador”, el Dr. Javier Prego, Jefe de Emergencia Pediátrica del Hospital Pereira Rossell. Y finalmente está el hecho alarmante de que, en la mayoría de los casos, los agresores son el padre o la madre del niño (en la violencia contra los niños, las mujeres son responsables en igual proporción que los hombres).
Esa información es apenas la punta del iceberg del maltrato infantil. Se vuelve aun más grave a la luz del estudio del sociólogo Robert Parrado, que sostiene que la casi totalidad de los abusadores de niños han sido abusados a su vez durante la niñez. Eso hace suponer que el maltrato infantil tiende a replicarse en las nuevas generaciones, lo que, con las cifras que conocemos, pinta un futuro angustiante.
Pero es necesario sobreponerse al horror para extraer algunas conclusiones que permitan actuar sobre el problema.
La primera conclusión –la que rompe los ojos- es que el problema de la violencia en la sociedad uruguaya está mal diagnosticado y, por ende, recibe un tratamiento inadecuado.
Hace pocos días, la Cámara de Senadores votó un proyecto de ley que instituye la figura penal del femicidio y le asigna una pena mayor que al común de los homicidios. El senado, al parecer, actuó persuadido de que la violencia contra las mujeres, y en particular la llamada “violencia de género”, es un flagelo especial, que se destaca de entre las demás formas de violencia, ya sea por su gravedad o por su número.
Ya antes se le había dado un tratamiento legislativo especial, la ley 17.951, a la violencia en el deporte, creando figuras y procedimientos especiales para actos delictivos cometidos en el marco de espectáculos deportivos, como si los delitos fueran diferentes según el ámbito en que se cometan.
Es muy probable que la conmoción pública causada por el homicidio de Felipe Romero haga creer a alguien que, aplicando la misma lógica, es necesario revisar y endurecer las penas por violencia contra los niños.
Pues, bien, la violencia no es un fenómeno que deba ser tratado a tenor de las emociones que cada crimen en particular despierta en la población. El criterio emotivo es el que ha llevado a que la ley de violencia en el deporte, promovida por algún incidente especialmente cruento, luego se olvidara y, en los hechos, fuera ineficaz. El mismo criterio ha llevado a que se quiera establecer para el “femicidio” una pena más grave que para cualquier otra muerte, incluida la que le habría tocado al asesino de Felipe si hubiera quedado vivo. La emoción –o la falta de emoción pública- es la que permite que los cada vez más frecuentes “ajustes de cuentas”, entendidos como crímenes entre delincuentes, aunque muchas veces no sea así, sean tomados con indiferencia y ni siquiera sean debidamente investigados.
La violencia es un fenómeno cultural más generalizado de lo que nos gustaría admitir, y requiere un tratamiento integral. No se trata de indignarse hoy por la muerte de un niño, mañana por la de una mujer, pasado por la de un deportista y traspasado por la de cualquier otra persona. No es cuestión de legislar a golpes de emoción, ni mucho menos de sustituir la efectividad en la aplicación de las leyes vigentes por nuevas leyes y mayores penas, que serán ineficazmente aplicadas y olvidadas apenas pase el impacto emocional.
Quiero ser muy claro. No digo que el derecho penal y la sanción de los delitos deban abolirse. Digo que, una vez que cierta conducta es declarada delito y se le asigna una pena, si la ley que establece esas cosas no produce los efectos esperados, la solución no es seguir aumentando las penas y creando nuevas figuras penales superpuestas. Si la ley no da resultado es porque, de alguna manera, su contenido no está en consonancia con las creencias, los hábitos o las formas de vida reales de la sociedad. Y eso no hay ley que lo corrija.
Mi hipótesis es que la sociedad uruguaya, más allá de los discursos inclusivos, es cada vez más intolerante y más violenta. O, quizá, cierta violencia que antes se canalizaba hacia lo político y hacia lo social, hoy se manifiesta en otras áreas, como la vida familiar y privada (por eso la violencia doméstica), el deporte, el tránsito, la convivencia barrial y las redes sociales. Me atrevería a decir que incluso el manejo que se hace de las normas jurídicas es violento. Basta ver con qué frecuencia se reacciona ante los problemas sociales proponiendo prohibiciones y sanciones penales.
Si la violencia es un problema social generalizado, la solución no es amontonar normas que prohíban sucesivamente agredir a la pareja, al perro, al hijo, al “hincha” del cuadro contrario, al vecino, al policía, al que opina diferente y al inspector de tránsito, como si cada uno de esos casos fuera una situación diferente y única. Todas tienen en común una cosa: la violencia. La solución, entonces, pasa por encarar a la violencia como un problema generalizado que exige un tratamiento integral.
Mientras la violencia tenga apellido, ya sea “de género”, o “deportiva”, o “racial”, o “por ajuste de cuentas”, y reciba un tratamiento diferente según la rabia que nos produzca su motivo o su autor, seguirá campeando a sus anchas. Es más, estaremos reproduciendo en las leyes las condiciones emocionales que le dan origen.
La segunda conclusión –que rompe tanto los ojos como la primera- es que la raíz del problema no es la falta de leyes sino un estado cultural del país. “Menos leyes y más educación”, o “Pocas leyes, sensatas, y mucha educación”, serían las frases que mejor sintetizarían la idea.
En una sociedad que se ha fragmentado, en la que la enseñanza primaria ha decaído y no cumple ya el papel integrador que alguna vez cumplió, y en la que casi tres cuartas partes de la población no completan la enseñanza secundaria, es ilusorio esperar que la violencia retroceda.
Es seguro que la solución de fondo es un cambio sustancial en las políticas educativas y sociales. Pero eso, además de contar con obstáculos políticos, surtiría efecto a largo plazo.
¿Qué hacer mientras tanto?
Por lo pronto, asumir que la violencia es una pauta de conducta que debería rechazarse integralmente. Legislar poco y claro, pero hacer de ese rechazo una causa nacional, sin distinguir si la violencia es por género, por fútbol, para robar, o por mero abuso de la indefensión de un niño.
La violencia, además, no se comete sólo por acción. Hay violencia por omisión, como ocurrió en el caso de Felipe Romero, desatendido por los adultos que lo rodeaban, y ocurre en el caso de tantos niños, sin excluir a muchos a cargo de organismos dependientes del INAU.
Los niños, precisamente, son la prueba de que la violencia es general. ¿Quién de nosotros no está omiso sabiendo que tantos sufren sin tener voz para reclamar leyes o justicia?
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