Séneca escribió que “nunca serás feliz si te atormenta que otro lo sea más que tú”. La envidia hace sufrir a mucha gente, especialmente a quien la experimenta en su propio ser, a quien sufre por el bien ajeno y no puede alegrarse por los logros de los demás, a quien siente en el éxito del otro, el propio fracaso. Es una emoción negativa que amarga a la persona y le hace infeliz. En la historia de las religiones y de la filosofía ha sido un tema recurrente contra el que advierten filósofos y maestros de espiritualidad. El novelista Víctor Hugo describió al envidioso como “un ingrato que detesta la luz que le alumbra”. ¿Cómo hacer frente a este sentimiento que puede hacernos tanto daño?
René Descartes en el artículo 182 del Tratado de las pasiones del alma define la envidia como un vicio que consiste en la perversidad de la naturaleza, que provoca que algunos se enfaden por el bien que acontece a otras personas. La describe como una especie de tristeza mezclada con odio, que nace al ver disfrutar a otros de bienes y los consideramos indignos de ellos. Y enfatiza que el bien ajeno más envidiado es la gloria de los demás, porque la gloria ajena hace difícil nuestra propia fama. Sentimos que la grandeza del otro me empequeñece a mí.
Quien envidia no disfruta de lo que tiene porque sufre por lo que tienen los demás. Cuando se escucha a otro que comparte sus alegrías y logros, se lo siente como algo en contra de uno mismo. Para Tomás de Aquino la envidia es la tristeza por el bien del prójimo, considerado como mal propio o como algo contrario a la propia felicidad. Miguel de Unamuno escribió que “la envidia es mil veces más terrible que el hambre, porque es hambre espiritual”.
Según la psicología moderna esta emoción negativa se produce especialmente por dos tendencias: querer lo que no se puede tener y compararse continuamente con los demás. Nace del anhelo por lo que no se posee y arrastra a la persona a la falta de empatía. Por eso quien envidia no sabe ponerse en lugar del otro, ni alegrarse por él, ni cultivar relaciones sanas. La construcción de una autoestima positiva y realista es una vacuna para no vivir comparándose con los demás o sufrir por su éxito. Incluso quien envidia cuando escucha el elogio hacia otra persona, en lugar de admirarse lo toma como algo contra sí mismo, como si le dijeran “tú no eres como él”. El narcisismo postmoderno y la autorreferencialidad en la que muchos viven hoy, sumado a los ideales impuestos por la sociedad de consumo, muchas veces inalcanzables para una amplia mayoría, colabora con la creación de un ambiente cultural donde es más fácil que se produzcan sentimientos de este tipo. Hay personas que sufren por la cantidad de seguidores en redes sociales que tiene un colega o por los comentarios positivos y elogios que los demás le hacen.
Cambiar la envidia por admiración.
El envidioso nunca está feliz por el bien propio, porque siempre ve como una desgracia para sí el bien ajeno. Aprender a admirar implica salir de nosotros mismos y contemplar con agradecimiento todo lo bueno y positivo que presenciamos fuera de nosotros. Cuando al ver el bien ajeno, al escuchar a otros hablar bien de los demás, si ponemos la mirada en el otro y no en nosotros, podemos alegrarnos sinceramente. Si salimos de nuestra autoestima herida para alegrarnos por los demás, entonces seremos capaces de admirarnos y agradecer.
Bertrand Russell recomendaba cambiar la envidia por admiración, porque estaba convencido que quien admira hace disminuir la envidia. Admirar es celebrar el bien del otro y nos hace capaces del elogio sincero.
El único modo de hacerle frente es hacerse la pregunta: ¿Por qué no nos alegramos por el éxito de los otros? ¿Por qué nos molesta? Reconocer la envidia y aceptarla como señal de un deseo insatisfecho es un paso hacia la liberación de sus devastadoras consecuencias y darle a ese sentimiento una funcionalidad positiva.
Pero no alcanza con saber las cosas si no las integramos a nuestra vida, a nuestra forma de estar en el mundo, si no se vuelven actitudes concretas, hábitos saludables. Hacer el ejercicio diario de elogiar sinceramente a los demás y agradecer de corazón por el bien del otro, no solo ensancha nuestra mirada y nuestra capacidad de admirar, sino que va cambiando nuestros sentimientos, descentrándonos de nosotros mismos para alegrarnos con el otro.
Detectar nuestros deseos más profundos sin culpar a los demás por nuestras frustraciones, aprendiendo a ponernos en el lugar del otro y a no compararnos con los demás, es un camino de libertad interior. La admiración no tiene nada que ver con la idealización de los demás, con imágenes irreales que después se transforman en decepción. Admirar es contemplar en forma realista las virtudes que hay en los otros, el bien al que podemos aspirar y en el que deseamos perseverar.
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