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Debates éticos en sociedades plurales: religiones y espacio público. por Miguel Pastorino

Debates éticos en sociedades plurales: religiones y espacio público.  por  Miguel Pastorino
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Cuando surgen debates sobre cuestiones éticas con consecuencias sociales y políticas, se cae muy a menudo en algunos errores conceptuales y prejuicios que se refuerzan sobre quienes piensan distinto. En muchos de estos debates éticos, parecería que unos quieren imponer los valores propios al resto de la sociedad, pero lo cierto es que tiene que haber acuerdos mínimos para poder vivir juntos, aceptando que otros piensen y vivan de otra manera. Cuando se trata de discursos que llegan desde instituciones o personas vinculadas a una confesión religiosa, sin atender al contenido, se los suele descalificar como “creencias religiosas” o “dogmas” que no deberían tenerse en cuenta en el debate público. Y es que, si se tratara de creencias teológicas o dogmas religiosos, es cierto que estarían fuera de lugar en un debate público donde no todos comparten esas creencias y doctrinas particulares, sería imposible ponerse de acuerdo sobre si reencarnamos o resucitamos, si hay vida después de la muerte, sobre si Dios existe o no, o sobre la existencia de ángeles y demonios. Pero lo cierto es que cuando se trata de temas éticos, salvo algunas excepciones, los argumentos que se esgrimen desde diversas organizaciones religiosas no son creencias basadas en alguna revelación sobrenatural, ni son “dogmas”, sino tan solo posturas éticas, basadas en visiones antropológicas compartibles por personas ateas, agnósticas o de una religión distinta a la propia.  La confusión entre fe y valores, entre doctrina teológica y posturas éticas sobre determinados temas, es frecuente y no permite comprender la diversidad de posturas filosóficas, que, argumentando desde la razón, puedan convivir mejor con determinadas creencias religiosas que con otras. Pero ¿cuál es el lugar de las posturas de origen religioso en el debate público? No siempre se trata de convicciones privadas, sino de cuestiones que afectan al bien común.

Por otra parte, cualquier visión fundamentalista, sea religiosa o laicista, no puede dialogar, porque no puede escuchar nada que no esté dentro de su visión dogmática y no tolera la diferencia. Pero los fundamentalismos no son mayoritarios. De hecho, ni por ser ateo se es antirreligioso, ni por ser religioso se es contrario a la laicidad.

La cuestión sobre las religiones y el espacio público ha sido tratada en las últimas décadas por varios filósofos, para tratar de dar una respuesta, para pensar esta relación en nuestras sociedades plurales y complejas.  Por razones de espacio me limitaré a enunciar algunas ideas fundamentales de estos autores sobre la difícil cuestión que nos ocupa.

John Rawls y la razón pública.

El hecho del pluralismo es la característica esencial de las sociedades contemporáneas, donde los ciudadanos de las sociedades democráticas no estamos de acuerdo en muchas cosas y tampoco lo estaremos en el futuro, y eso no es un problema, sino una riqueza que hay que saber gestionar. En sociedades que valoran el pluralismo encontraremos cada vez más diversidad. Esto exige tener acuerdos, encontrarnos en puntos de vista distintos, aprendiendo a vivir juntos sin tener que disimular o borrar las diferencias. Es aquí donde para muchos es fundamental el concepto de “razón pública”.

La expresión “razón pública” refiere al conjunto de argumentos autorizados para justificar públicamente la adopción o rechazo de las normas que poseen consecuencias políticas.  Considerada en forma positiva, la razón pública tiene por objetivo lograr un trabajo de “reconciliación” porque ofrece una base de principios sobre los que es posible un consenso sobre lo que es justo, más allá de desacuerdos doctrinales y morales. Así lo sostuvo John Rawls, filósofo estadounidense, y profesor de filosofía política en la Universidad Harvard, quien se ha convertido ya en un clásico de la filosofía con su Teoría de la Justicia (1971), obra de la cual se cumplen 50 años. consideraba en su Liberalismo político (1992) que las religiones no podían intervenir en el proceso de justificación del poder político sin amenazar la neutralidad del Estado. Pero años después, en Idea de razón pública revisitada (1997), introduce dos grandes modificaciones: por un lado, introduce la idea de una cultura pública amplia o extendida en la que incorpora a las doctrinas englobantes o comprehensivas razonables. Éstas no son todas las religiones, sino solamente aquellas que son razonables, es decir, aquellas que vehiculan un ideal de persona como ser libre e igual en derechos. Por otra parte, Rawls precisa que hay un “requerimiento de presentar las razones políticas apropiadas”, que “la justificación pública no es sólo un razonamiento válido, sino una argumentación dirigida a los demás”. En otras palabras: si las religiones razonables tienen el derecho de convocar en el espacio público, es necesario, por el contrario, que provean un potencial de razones seculares, políticas. Rawls les pide que sean capaces de traducir sus visiones al lenguaje de la razón pública aceptable y entendible por todos. También puede entenderse la razón pública en forma negativa, censurando los enunciados cuya pretensión normativa no se la considera admisible en una sociedad liberal.

Y es que el principio liberal de la razón pública se puede justificar bajo sólidas consideraciones partiendo de un reconocimiento de la pluralidad de convicciones, de diferentes visiones del mundo y de sistemas de valores, lo cual requiere la formación de un consenso mínimo y fundamental sobre los principios de la justicia política.

Habermas y la esfera pública.

Según Jürgen Habermas -filósofo y sociólogo alemán, miembro más eminente de la segunda generación de la Teoría Crítica de la Sociedad, conocida también como Escuela de Fráncfort-, la esfera pública, que surgió en el siglo XVIII, se desarrolló como un espacio social, distinto del Estado, de la economía y de la familia, en el que los individuos podían entablar entre ellos deliberaciones sobre el bien común como ciudadanos particulares. Teóricamente la esfera pública era un espacio abierto y sin límites en el que se pueden expresar y oír todas las razones.

Habermas publicó un texto “La religión en la esfera pública: los presupuestos cognitivos para el uso público de la razón de los ciudadanos religiosos y seculares” (dentro de la obra “Entre naturalismo y religión”, 2005) en el que realiza una fuerte crítica al fundamentalismo laicista que parece tener como modelo la laicidad francesa y defiende el ingreso de las religiones en el debate público. Pero rechaza la solución de Rawls, porque subraya que “los ciudadanos que profesan una religión serían totalmente incapaces de escindir su conciencia en forma artificial sin poner en peligro su vida espiritual”. Es decir, un ciudadano difícilmente puede disociar sus certezas para adaptarlas a la razón pública, ya que la fe es englobante, concierne a la vida entera de la persona. Habermas deduce que “el Estado liberal no puede convertir la prescripción que exige la separación institucional de la religión y la política en un fardo mental y psicológico insoportable para los ciudadanos que profesan una religión”. Se trataría de una violación por parte del Estado hacia la libertad religiosa, porque es una carga asimétrica sobre el ciudadano. A su vez, entiende que es necesario que el creyente religioso, para existir en el espacio público debe reconocer antes que nada el pluralismo y, por tanto, renunciar a la idea de ser el único poseedor de la verdad. Sería renunciar a su carácter intransigente, pero no necesariamente a su carácter integral. No tiene que renunciar a su cosmovisión, pero no puede exigir que otros la compartan.

Habermas entiende que ha de existir una mutua comprensión y autorreflexión entre creyentes y no creyentes. El creyente religioso debe reconocer la preeminencia de la racionalidad, la igualdad y la libertad de los individuos y de una moral universal, de unos mínimos éticos comunes a toda la sociedad. Pero el no creyente debe superar la visión de las religiones como simples reliquias arcaicas y comprender que su no adhesión a las concepciones religiosas no puede ser impuesto a otros en el espacio público, no puede obligar a que los demás abandonen su fe para pensar y dialogar.

El reconocimiento del otro.

Charles Taylor, filósofo canadiense conocido por sus aportes a la filosofía política y a las ciencias sociales, interpreta el proceso de secularización como un proceso de pluralización de las sociedades modernas. Su tesis es que, aunque la individuación de la creencia religiosa es incontestable, no equivale a una privatización de lo religioso. La novedad en la época de la autenticidad es que la creencia religiosa es llevada hoy al espacio público desde abajo, por los individuos, más que desde arriba y por las iglesias, organizaciones o jerarquías.

Jean-Marc Ferry, filósofo francés, en su obra “la religión reflexiva” (2010) entiende que por parte de los laicistas es necesario cambiar la manera de aprehender las religiones. Hay que dejar de atribuirles el estatuto de convicciones privadas, incluso íntimas, que constituyen una amenaza potencial de desestabilización de la sociedad. Más bien hay que comprenderlas como recursos de sentido, como una fuente de experiencia humana, de intuiciones éticas y de caminos espirituales de búsqueda de trascendencia. Esta riqueza de sentido supone una flexibilización de la razón pública tradicional. Y por parte de las religiones es necesario que si quieren participar del espacio público no pueden comenzar diciendo: “porque Dios dice…”, porque en la comunidad cívica no caben los dogmas ni una revelación sobrenatural, sino la racionalidad de los argumentos y su riqueza en valores como aporte a la construcción social.

El pensador francés entiende que hay miedo en ambas orillas y que eso solo puede disolverse desde un auténtico interés por comprender las razones del otro sin exigirle que sea lo que no es. Nadie les pide que renuncien a sus convicciones, sino que se acerquen y que aporten al bien común. En este sentido la filosofía es un puente, un lenguaje común, el lenguaje de la razón, desde donde pueden dialogar los distintos saberes y formas de pensamiento, ya sean ateas, agnósticas o religiosas.

Así la confrontación civil, legal y pública entre diversos puntos de vista y convicciones se puede convertir en un intercambio reflexivo entre orientaciones existenciales y un compartir experiencias del mundo que enseñan también una praxis concreta para hacer de este mundo un lugar mejor para todos.

Estos autores coinciden en que vivimos en una sociedad “post-secular”, sobre una base secular, exhorta a la superación del carácter privado de la religión, en dirección a una sociedad radicalmente abierta: incluso las convicciones más absolutas conseguirían socializarse en procedimientos responsables de discusión ordenados bajo forma de enfrentamientos civiles, legales y públicos. Una sociedad postsecular es capaz de ofrecer, sobre una base igualitaria, un marco apropiado para una exposición pública de las convicciones sometida a la prueba de contra-experiencias y contraargumentos. No es que vamos a discutir la existencia de Dios o qué pasa después de la muerte, sino sobre lo que es válido o no para orientar la existencia y la convivencia social. Una sociedad postsecular no ve en la religión un enemigo, una “peste social”, sino la riqueza de un pluralismo cultural que aporta sus valores a la construcción social en sociedades plurales y democráticas.

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