Recientemente se publicaron encuestas revelando datos sobre el declive de la religión (Gallup, 2021). Artículos de prensa tomaron el dato y las interpretaciones siguieron cayendo en confusiones que no permiten comprender lo que sucede. Lo cierto es que hace años existe un error extendido en los análisis sobre el crecimiento o el declive de la religión, que es la confusión entre prácticas institucionales (asistencia a cultos, ritos comunitarios, etc) con las creencias y vivencias religiosas de las personas. Lo que en realidad sucede es que lo religioso no disminuye, sino que muta, se transforma, cambia en sus manifestaciones y no responde a viejos esquemas de identificación de identidades religiosas. El sociólogo Gustavo Morello, profesor e investigador del Boston College, que ha dirigido una investigación sobre las transformaciones de la religiosidad en varios países, ha publicado una breve nota en La Nación esclareciendo la cuestión, ya que muchas encuestadoras siguen midiendo con los mismos criterios de hace décadas aunque los modos de vivir la religión han cambiado profundamente, como tantas dimensiones de la vida social y de la cultura. Lo que ha cambiado profundamente y desde hace ya décadas, es la forma de vivir y creer.
Recientes investigaciones confirman lo que muchos teóricos de las ciencias de la religión venían teorizando desde los años noventa del siglo pasado: la religión se desinstitucionaliza. Las instituciones religiosas pierden adhesión, pero las personas construyen caminos religiosos propios y sus búsquedas de trascendencia siguen ahí, pero con nuevos rostros y sin ser detectados por las instituciones religiosas que solo perciben la merma de fieles. Por ello tampoco son fácilmente ubicables por quienes miden la religión por vínculos institucionales. Las investigaciones a las que Morello hace referencia muestran que en América Latina la religión crece, más que declinar, pero no lo hace por las formas tradicionales, sino por formas alternativas y personales. No identificarse con una iglesia o religión no significa no ser religioso. Abandonar una iglesia o religión no es idéntico a dejar de creer en una realidad trascendente o sobrenatural.
Creer sin pertenecer.
Filósofos y sociólogos de la religión anunciaron hace ya más de treinta años que la pérdida del monopolio religioso por parte de las instituciones religiosas abría el camino a nuevas formas de configuración de las vivencias religiosas autorreguladas por el propio individuo en sociedades plurales donde la diversidad religiosa es cada vez más fluida, sincrética y con acentos terapéuticos y pragmáticos, más que doctrinales. Peter Berger lo había caracterizado años atrás como “creer sin pertenecer”. Gianni Váttimo escribía en 1996 que al mismo tiempo que aparecen nuevos fundamentalismos religiosos, emerge una religión postmetafísica más acorde a los tiempos postmodernos.
Las personas libremente van configurando sus propios caminos espirituales sin referencia a ninguna estructura u organización que regule sus creencias. En este contexto crecen también como reacción a la falta de control doctrinal y a un creciente relativismo en la interpretación de las creencias, diversas formas de fundamentalismo al interior de las diferentes instituciones religiosas, con una nostalgia de un pasado idealizado y una actitud hostil hacia el pensamiento crítico y las vivencias religiosas que no se viven según la “norma”.
Lo que crece es un acercamiento emocional a la religión, de búsqueda terapéutica, de “sanación”, de “bienestar espiritual”. La autoridad de una propuesta religiosa no viene de las convicciones o la investidura, sino de la experiencia vivida, de lo que puede ofrecerse a los demás como itinerario vital para el crecimiento personal. Lo que no es experimentable no se le concede credibilidad y el nuevo lenguaje de la religiosidad es la vivencia interior no la especulación doctrinal. Las personas están más atentas a cómo viven su fe que a pensar en cómo justificar sus creencias racionalmente o si son coherentes entre sí.
¿A dónde va la religión?
Las religiones orientales, al igual que las tradiciones esotéricas y gnósticas, son más atractivas por su escasa estructuración y su énfasis en la interioridad y el misterio. Sus doctrinas parecen más flexibles, porque están teñidas de aspectos místicos y de profundización interior, ajenas al racionalismo occidental y a la burocratización de las iglesias cristianas.
Por otra parte, la secularización interna de grandes sectores del cristianismo, donde la fe ha quedado reducida a una ética, a una cuestión de valores, a una reflexión antropológica y social, se ha ido vaciando de misterio y son los mismos cristianos quienes salen a buscar mística en tradiciones ajenas al cristianismo por haberlo vaciado de la centralidad de su mensaje teológico. Así, para muchos el cristianismo es una doctrina moral más que un camino de fe, una moral conservadora en cuestiones de sexualidad o progresista en cuestiones sociales, pero no un itinerario espiritual que transforma la vida. No sucede lo mismo con algunos movimientos católicos y evangélicos más carismáticos, donde hay un predominio de la experiencia de relación con Dios, donde prima la oración espontánea, la expresión del cuerpo y las emociones en el culto.
A su vez, en una sociedad dominada por la mentalidad consumista, crece la religión «a la carta» y cada uno arma su propio menú espiritual, tomando de cada tradición religiosa, de la psicología y de las pseudociencias si es necesario, lo que mejor le venga a su necesidad de gratificación subjetiva. La religión no desaparece, no disminuye, solo se transforma. Lo interesante es comprender en qué consiste esa transformación.
El hecho de que pensadores como Gianni Váttimo, Richard Rorty, Jürgen Habermas, Jacques Derrida, Eugenio Trías, Charles Taylor o John Gray, hayan vuelto -desde hace décadas- su mirada al fenómeno religioso, es un signo de que algo significativo estaba pasando con la religión. Prestarle atención puede arrojar algunas luces para comprender lo que está sucediendo con la sociedad y con la cultura.
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