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Dios, ¿ya fue? por Marcelo Aguiar

Dios, ¿ya fue?  por Marcelo Aguiar
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Muy pocos se sorprenderían en estos tiempos al enterarse del cierre de una iglesia debido a la falta de fieles. Iglesias luteranas convertidas en pubs en Edimburgo, iglesias católicas como Nuestra Señora del perpetuo Socorro de Montreal, transformada en el teatro Paradoxe, donde se realiza un tributo a la banda Led Zeppelin, o la capilla Claybury Asylum en Repton Park, Londres, ahora convertida en gimnasio, con una imponente piscina entre las columnatas de su nave central, o la iglesia San José en Arnhem, Holanda, convertida en pista de skate, o la antigua iglesia de Bristol transformada en escuela circense, o tantas otras recicladas como bibliotecas, restaurantes y hasta residencias privadas. Sólo en la provincia de Quebec, Canadá, se habían reciclado 547 iglesias, según informaba en New York Times en 2018.

Sin embargo, para algunos analistas, este proceso no estaría expresando una progresiva pérdida de fe, en la sociedad occidental, porque se vería compensado por el crecimiento de otras religiones y por formas de espiritualidad no institucionalizada. De alguna manera estaría sucediendo con la religión algo equivalente a la ley de conservación de la energía que rige en el mundo físico: «La religión no desaparece, no disminuye, solo se transforma»(1)

Como intentaremos mostrar, esta última apreciación carece de sustento, si se analizan las evidencias con cuidado. Empecemos con nuestro país donde, de acuerdo al “Informe de Opinión Pública: Los uruguayos y la religión” de Opción Consultores (2) de 2019, un 21% de los encuestados se definió como ateo o agnóstico, lo cual muestra un crecimiento con relación al 13% que surgía del informe del Pew Research Center (PRC) de 2014. Está claro que no es posible extraer una tendencia a partir de sólo dos muestras realizadas probablemente con distintas metodologías, pero tampoco es aconsejable cerrar los ojos a los pocos datos disponibles.

En el America Latina, según la misma encuesta del PRC, la identificación con el catolicismo bajó de más de un 90% en los años setenta del siglo XX a un 69% en 2014. Pero al mismo tiempo que creció la cantidad de personas identificadas con religiones protestantes, aumentó también la cantidad de ateos y agnósticos, pasando  de menos de un 2% a cerca de 8%. (3) A nivel mundial, de acuerdo una encuesta de Gallup realizada entre más de 50.000 personas, en 57 países, (Índice Global de religiosidad y ateísmo) el número de personas que se consideran seguras de la existencia de dios bajó del 80% a un 64% entre 2005 y 2017, mientras los ateos y agnósticos pasaron de un 10 a un 18%. (4)

Incluso en Oriente Medio e Irán la secularización avanza. Como señala el Barómetro Árabe, una red de investigación de la Universidad de Princeton y la Universidad de Michigan, «la fe personal ha disminuido un 43 por ciento en la última década» en el Líbano, y otro estudio en Irán muestra que el 47% declaró «haber pasado de ser religioso a no serlo» (5)

Un estudio del NatCen (Centro Nacional de Investigaciones Sociales) británico, titulado «Religión, Identidad, comportamiento y creencias durante dos décadas», asegura que se produjo «un aumento sustancial de las personas sin afiliación religiosa», pasando de ser un 30% de la población en 1983 a un 52% en 2019. Si se exceptúa el caso de los Estados Unidos (EEUU), donde la religiosidad llega a confundirse con patriotismo (al punto que recién en 2016 se reconoció legalmente que la libertad religiosa incluye la de los ateos a no profesar ninguna religión), la misma tendencia se observa en la gran mayoría de los países desarrollados. Una investigación de 2006 sobre la secularización en Europa confirma que el mayor pluralismo religioso “no produce niveles más altos, sino niveles más bajos de religiosidad.”(6)

Es razonable considerar a esas personas que se definen como sin afiliación como creyentes sin dios, cuando comparten creencias con contenido metafísico como el misticismo de las energías «new age», prácticas de yoga o meditación que buscan alcanzar estados mentales a los que se le adjudica un valor de trascendencia, o algunas vertientes del ecologismo con fuertes componentes espirituales que llegan a la adoración de la Pachamama. Incluso el fanatismo deportivo, en sus versiones más extremas, expresa un sentido de devoción que tiene un componente religioso innegable. Pero de ahí a dar por demostrado que «la religión no desaparece, solo se transforma», hay un abismo. Parece más bien un truco contable para no reconocer el descenso neto de la incidencia de religión en la vida de las personas y el hecho indiscutible que buena parte de los sin afiliación, pasan a engrosar las filas de los agnósticos y ateos.

Según Philip Zuckerman,  profesor de Sociología y Estudios Seculares en el Pitzer College (EEUU), el proceso de secularización en el mundo es un hecho indudable: «hay muchos más ateos en la actualidad que nunca antes, tanto en números absolutos como en porcentaje sobre el total de la humanidad». Este proceso de secularización de las democracias de occidente está vinculado, según el psicólogo Nigel Barber a lo que se denomina la hipótesis de la seguridad existencial: las personas que viven en sociedades más prósperas, con estados fuertes que aseguran altos niveles de protección social, tienen menos necesidad de apelar a poderes sobrenaturales para calmar su ansiedad existencial. Por el contrario, en sociedades que sobreviven con dificultades extremas, con estados fallidos y altísimos niveles de corrupción, violencia y analfabetismo, el ateísmo es virtualmente inexistente, estigmatizado y perseguido incluso con pena de muerte. En el África subsahariana el ateísmo no alcanza a un 2% de la población.

Pero existen otras correlaciones muy significativas. La religiosidad decrece con la edad, lo cual se ve reflejado no sólo en que los jóvenes ya no van a la iglesia, sino en que las personas sin identificación religiosa aumentan prácticamente de manera lineal, a medida que decrece la curva de edad. De acuerdo a la encuesta de Gallup mencionada, mientras los sin religión eran apenas un 7% de los mayores de ochenta años, entre los veinteañeros llegaban a un 38% (7). Y simultáneamente, a mayor educación formal, menor religiosidad. Las personas con nivel universitario son significativamente menos religiosas que los que no tienen educación secundaria (un 52% contra 68%).

Esta correlación entre el nivel educativo y la fe, ampliamente documentada, se refleja de manera impactante cuando se analiza la religiosidad entre los científicos. La investigación sobre este asunto comenzó en 1914 con un recordado trabajo del psicólogo suizo James Leuba, en el cual encontró que el 58%, entre mil científicos estadounidenses elegidos al azar, se declaraban escépticos o ateos, (mientras en la población en general no llegaba a un 10%), y esa proporción alcanzaba a un 70% entre los 400 científicos más destacados. Leuba replicó el estudio veinte años después y ambas cifras aumentaron, a un 67 y 85 por ciento, respectivamente. Varias décadas más tarde, en 1998, el historiador Edward Larson junto al escritor religioso Larry Witham se propusieron poner a prueba el estudio de Leuba, pero esta vez entre los científicos de la Academia Nacional de Ciencias de los EEUU. Su resultado fue que apenas un asombroso 7% de ellos se consideraba creyente, contra un 21%  de agnósticos y un 72% de ateos (8). Guarismos similares se registraron entre los científicos eminentes de la Royal Society de Londres, donde «una abrumadora mayoría de sus miembros afirmó una fuerte oposición a la creencia en un dios personal, a la existencia de una entidad sobrenatural y a la supervivencia de la muerte» (9).

Es comprensible que estas sólidas correlaciones provoquen cierta incomodidad en algunos analistas que a veces parecen más promotores de la fe que observadores imparciales, y no sería honesto dejar de reconocer el moderado optimismo que nos provocan a quienes, además de no creer en la existencia de fenómenos sobrenaturales, tampoco creemos en el beneficio neto que han traído estas creencias a las sociedades. La evidencia respalda la idea del conflicto epistémico entre ciencia y religión, contraria al principio de magisterios no superpuestos postulado por el paleontólogo Stephen Jay Gould en su libro «Ciencia versus religión: un falso conflicto». Entre muchos otros desafíos, quienes adhieren a esta hipótesis conciliadora deberían esforzarse en explicar por qué 7 de cada 10 estadounidenses cree todavía en la existencia de los milagros y del diablo mientras apenas 4 de cada 10 cree en la Teoría de la Evolución de Darwin. Y debería convencernos, además, de que en esta trágica muestra de ignorancia colectiva nada tuvo que ver la religión.

Cada saber adquirido a lo largo de la historia por medio de la revelación o la repetición dogmática de «textos sagrados», no fue otra cosa que un parche provisorio que encontró la especie humana para ir sobrellevando sus ansiedades y temores primitivos ante a lo desconocido. Una pieza defectuosa, un amasijo de mitos y milagros mal ensamblado, que debió ser removido con dificultad a medida que la ciencia nos fue dando instrumentos para encontrar explicaciones mucho más precisas y elegantes sobre el funcionamiento del mundo. Paradójicamente, como ha sido señalado, el principal aporte de la ciencia tal vez sea ese proceso de maduración que supone la capacidad de aceptar nuestra ignorancia, confiados que la misma es provisoria, y que es posible encontrar las respuestas adecuadas, sin tener que acudir a los trucos de agentes ocultos, propios de relatos infantiles.

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