Discusión de idiotas Por Hoenir Sarthou
Desde el sábado, tengo la cabeza aturdida por los ecos de la caída de Sendic. Supongo que nos pasará a muchos.
Asombra la variedad de lecturas que puede generar un mismo hecho, en la prensa, en las redes sociales, en conversaciones informales. Algunos creen que el Frente Amplio demostró su superioridad moral y se saneó hacia el futuro; otros piensan que sacarlo del gobierno en 2019 es ahora un objetivo alcanzable; hay quienes acusan de traidores a los frenteamplistas que repudiaron a Sendic, otros acusan de “cómplices” a quienes lo apoyaron; algunos se conmueven por la situación personal del ex Vice (recurso al que apeló Vázquez), otros discuten los procedimientos reglamentarios aplicados, y no faltan quienes reclaman sanciones más duras y esperan que Sendic sea procesado. En fin… “hay de todo en este supermercado de Dios”, diría Quino.
Las discrepancias no son sobre los hechos. Casi nadie discute que debieron pedirse prestados más de 800 millones de dólares para que ANCAP siguiera funcionando, ni que Sendic carece de título, ni que gastó casi 60 mil dólares con la tarjeta corporativa, ni que omitió rendir cuentas sobre lo recibido como viáticos. ¿Qué se discute, entonces? La discrepancia parece estar en las miradas, en las diferentes escalas de valores desde las que se juzgan los hechos. La conclusión será muy distinta de acuerdo al valor que se priorice, es decir, según prioricemos la honradez o la solidaridad entre compañeros, la legalidad o la lealtad partidaria, el fanatismo oficialista o el fanatismo opositor, la moralidad pública o la conveniencia política, e incluso la simpatía o la antipatía hacia Sendic. Sólo a partir de esa fuerte ausencia de criterios o valores comunes se explica que el “caso Sendic” se haya extendido penosamente durante casi tres años.
No es el único tema en el que los uruguayos no podemos ponernos de acuerdo por discrepar en nuestros sistemas de valores. Tomen cualquier otro tema recientemente discutido, la bancarización, la postura ante Venezuela, la marihuana, la educación, la nueva planta de UPM, el estado de las aguas, el aborto, la delincuencia, las cárceles, el femicidio, y verán que las discrepancias se fundan en escalas de valores inconmensurables entre sí.
Toda discusión, para ser fructífera, requiere acuerdos básicos. Si se discute sobre tratamientos médicos, hay que estar de acuerdo previamente en querer curar al paciente. Si algunos de los interlocutores están convencidos de que los tratamientos médicos son contrarios a la ley de Dios, o de que ante esa enfermedad hay que aplicar a rajatabla la eutanasia, la discusión se vuelve imposible. O ya no será una discusión médica, sino filosófica, sobre el valor de la vida y la voluntad de Dios.
Anoche, harto de darle vueltas al asunto, me pregunté: ¿será verdad que en el Uruguay no tenemos ningún criterio unánimemente compartido?
Mi hipótesis es que la causa de esa falta de consensos es la escasez de ciudadanos uruguayos.
Más de tres millones de personas tenemos una cédula de identidad que dice: “Lugar de nacimiento: R.O. del Uruguay; la Celeste tiene más de tres millones de hinchas, de los cuales la mayoría toma mate y come asado, si puede, los domingos. Pero, ¿eso es un país? ¿Bastan esas cosas para considerarnos un Estado, una república o una democracia?
La ciudadanía es, en el fondo, una cuestión de pertenencias y de lealtades. Uno suele sentirse, naturalmente, perteneciente y leal a su familia y a sus amigos. Además, en el Uruguay, se aprende rápidamente a identificarse y a ser leal con la camiseta celeste, con ciertos colores partidarios y con los del cuadro de nuestros amores. También es común que sintamos lealtad y pertenencia respecto a cierta ideología o a ciertas creencias sobre lo religioso.
Pero la ciudadanía es una forma de pertenencia y de lealtad más compleja. Uno no se vuelve ciudadano o ciudadana con la misma naturalidad y facilidad con que quiere a sus padres o se convierte en “hincha” de la Celeste. Es un aprendizaje, que requiere –esa es parte de su dificultad- la asunción de ciertas responsabilidades, el ejercicio irrenunciable de ciertos derechos y el conocimiento, cuanto más vivencial mejor, de algunas tradiciones comunes.
Soy consciente de estar escribiendo contra un sentido común profundamente establecido. Hoy no es “cool” hablar de ciudadanía y menos sentirse ciudadano. De hecho, “ciudadanía” es una palabra que se dice casi por formalidad, a menudo con cierta sorna. Muy buena parte de los uruguayos nos consideramos a nosotros mismos muchas cosas, hijos de nuestras mamás, buenos amigos de nuestros amigos, hinchas de Peñarol o de Nacional, votantes o militante –a veces fervorosos- de algún partido político, titulares de muchos derechos, fieles creyentes en Cristo o en Yemanjá, buenos asadores y “cracks” potenciales o injustamente ignorados en fútbol, devotos lectores de Benedetti, de Galeano, de Onetti, de Derrida o de Paulo Coelho (va en gustos). De lo que muy pocos uruguayos actuales se jactarán es de ser buenos ciudadanos uruguayos. No por nada, ¿vio? Pero no está bien visto andar por ahí haciéndose el patriota.
Lo curioso es que, sin embargo, casi todo aquello de lo que dependen nuestras vidas está estrechamente ligado a nuestra condición de ciudadanos. Las calles por las que caminamos, la luz que nos alumbra, la escuela en que aprendimos a leer y en la que aprenderán nuestros hijos, las instituciones médicas en que atendemos nuestra salud, la policía a la que recurrimos –tal vez sin mucha esperanza- cuando nos sentimos en peligro, los sueldos de los que vivimos y las jubilaciones que esperamos cobrar de viejos, son costeados con nuestros impuestos y aportes. Son además administrados por personas a las que elegimos en nuestra condición de ciudadanos y se rigen por leyes que aprueban ciento treinta legisladores votados por nosotros en nuestra calidad de ciudadanos.
Sin embargo, por alguna inexplicable razón, es cada vez más frecuente oír frases como “Yo no me meto en política”, o “La política es una mierda”, o “No me interesa; a mí dejame con mis cosas”.
La palabra “idiota” se usaba en la antigua Grecia y luego en Roma para referirse a personas que, ya fuera porque carecían de derechos ciudadanos o porque se desinteresaban de ellos, no intervenían en las cuestiones públicas y se restringían o se veían restringidos a su vida privada. Por algún deslizamiento bastante entendible, terminó significando a alguien privado de inteligencia, que no es capaz de percibir lo que ocurre a su alrededor.
Una de las ventajas de la actitud ciudadana, entendida como activo interés y actuación en la vida pública, es que constituye un criterio ordenador de la vida y del debate común. Cuando los asuntos públicos son analizados tomando como Norte la buena salud de la vida colectiva, la perspectiva cambia. Se comprende que los intereses particulares –incluido el propio- deben ser moderados por el interés colectivo. Se percibe que las soluciones que emocionalmente nos resultan más satisfactorias no siempre son las más convenientes a largo plazo. Se descubre que las leyes deben estar por sobre las personas y que la formación como ciudadanos de las nuevas generaciones es un asunto central para la reproducción de la vida social. En otras palabras: se ven los asuntos bajo una óptica más amplia y más extensa.
Como mero ejemplo, me pregunto cuánto se habría abreviado la discusión sobre Sendic si se la hubiese encarado colectivamente bajo esta pregunta: ¿qué es lo más conveniente para el futuro de la vida republicana en el Uruguay? Quiero decir si esa hubiese sido la pregunta que como ciudadanos les hubiésemos exigido responder a todos los dirigentes políticos. Y dejo la respuesta a la imaginación de cada lector. ¿Cuántos otros asuntos enredados se clarificarían a la luz de esa pregunta?
La neutralización de los Estados, el vaciamiento de la democracia, la pérdida del sentido de república y la sustitución de los ciudadanos por “idiotas” consumidores, reclamadores de derechos y apenas votantes, es uno de los signos de este tiempo. El orden económico mundial requiere que eso ocurra y se beneficia con ello. De alguna manera, actuar como ciudadanos es tal vez el acto de rebeldía más coherente –y más difícil- que podamos ejercer. No puedo desarrollar aquí todos los motivos, pero puedo señalar lo que ocurre cuando deja de ejercerse.
¿Qué tienen en común países como Haití, Irak, Libia, muchos Estados de México, buena parte de Africa y tantos otros territorios en el mundo?
No tienen Estado. O lo tienen completamente fallido. Unos porque han sido invadidos hasta destruirlos, o están dominados por organizaciones mafiosas, otros porque, desde que dejaron de ser formalmente colonias, nunca llegaron a organizarse como Estados y dependen directamente de lo que los intereses económicos globales decidan hacer con ellos. Sus habitantes son seres humanos y para la ONU gozan de todos los Derechos Humanos habidos y por haber. Pero no tienen dónde ejercerlos. No hay en sus países una estructura política ante la que puedan hacer valer sus derechos individuales ni mucho menos sus derechos politicos.
Incluso me parece importante el caso de Grecia, que no fue invadida pero fue intervenida en forma salvaje por el sistema financiero internacional emboscado tras la Unión Europea.
El dilema es duro, entonces: o se es ciudadano o se corre el riesgo de no ser nada.
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