Si hay un elemento en común que emparenta las películas de Hirokazu Koreeda (sin duda el mejor realizador japonés en la actualidad) es su perforador vistazo a las transformaciones de la estructura familiar, ya sea por la mirada asombrada que los niños lanzan a los entornos adultos conflictivos, la sustitución de los roles parentales o los quiebres de valores debido a las diversas crisis económicas que ha sufrido un país que está siempre en perpetua transición. Algunos de sus títulos fueron vistos en Montevideo (La vida después de la muerte, Distancia, Como padre e hijo, las notables Nadie sabe y Un día en familia), otros en Punta del Este (Después de la tormenta, El tercer asesinato), pero ahora coinciden en nuestra capital dos nuevas obras suyas: Nuestra hermana menor, que llega con retraso (es de 2015) y Somos una familia (2018), que competirá el próximo domingo al Oscar en la categoría de película extranjera, y que ganó en mayo del año pasado la Palma de Oro en Cannes.
Somos una familia relata la vida diaria de una familia (abuela, padre, esposa, tía e hijo) que subsisten robando vestidos en las tiendas, comida en los supermercados y golosinas en los kioscos. Una noche, el padre y su hijo encuentran a una niña de cinco años de edad, abandonada en un balcón, casi congelada y con claras señales de maltrato, y sin pensarlo dos veces deciden llevársela con ellos. La rutina diaria continuará, sólo que ahora serán seis y no cinco los que la protagonicen. Hasta que la trama se torna bastante más compleja mediante una vuelta de tuerca que dota de mayor profundidad psicológica a unos personajes que ya de por sí resultaban tridimensionales. Porque a las sospechas de abandono de la niña por parte de sus padres biológicos se sumará el sensacionalismo inmoral de los medios de comunicación, que comienzan a sacar de la galera una gran noticia acerca de la presunta desaparición y/o secuestro de una niña de clase media por parte de gente de la clase baja.
Esa pequeña anécdota policial hace que queden al desnudo las verdaderas intenciones de Koreeda, al cotejar dos tipos diferentes de marginalidad, sin omitir un enfoque social de la pobreza y la exclusión, propiciadas por un modelo social que hace rato dejó por el camino sus valores tradicionales, adoptando en su lugar una forma del individualismo reñida con la tradicional idea nipona de comunión familiar. Como Kurosawa, Koreeda es un hombre sensible de estirpe humanista, y dispone la historia de tal manera que ningún personaje resulta bueno o malo por completo, y por supuesto nunca los juzga. La ley y el gobierno son quienes deben hacer su trabajo, aunque en forma más visible sean los guardias de un supermercado quienes quizá la pongan en práctica. A esa sutileza de contenidos hay que sumar la cautivadora belleza visual de la composición de muchas escenas, que ayudan a que Koreeda pueda exponer un estado de situación a la vez íntimo y general, sin necesidad de recurrir a ampulosos subrayados.
Cada película de Koreeda parece resaltar entonces la idea que los dramas existen, pero que pueden ser abordados de manera gentil, afectiva y solidaria. Como dijo un colega, “lo suyo es más cercano a Ozu, Naruse o Kawase que a Mizoguchi o Kitano”. Eso se nota mucho en Nuestra hermana menor, que parte de una muerte, un sepelio y un encuentro inesperado. Aquí hay un hombre que al principio fallece, y las tres hijas de su matrimonio anterior concurren al funeral, encontrándose con una sorpresa: el muerto deja una hija de catorce años fruto de otra relación. Las hermanas mayores entonces deciden llevarse a la adolescente a vivir con ellas, en lo que es de hecho una adopción. Algo muy similar, aunque en un contexto muy diferente, a lo que ocurre con la niña de cinco años en Somos una familia, sólo que aquí los dardos de Koreeda apuntan a resaltar un universo femenino que advierte en las cosas más mínimas la vía idónea para seguir viviendo. En el cine de Koreeda (y particularmente en Nuestra hermana menor) el Japón ciudadano, tecnificado y alienante, parece no existir, resaltando en cambio la perennidad de los trenes en movimiento, la belleza interior adquirida por el hecho de observar la naturaleza y convivir con ella, ubicando la cámara de manera tan sutil que parece que no existiera, que fuéramos nosotros mismos quienes estamos junto a los personajes dentro del cuadro.
Es verdad que Nuestra hermana menor presenta algún desbalance que no se advierte en Somos una familia. Particularmente choca que el director quiera convencernos que en ese universo todas las personas, sin excepción, son buenas. Ese aire “a la Pangloss” de vivir en el mejor de los mundos posibles parece, a ojos occidentales, insostenible, pero no puede negarse que aún con ese descuento Koreeda logra dejar al espectador una sensación de radiante nostalgia, porque aunque la película presente conflictos claros, estos nunca sobrepasan la unión férrea de las mujeres y el goce de las caminatas por el bosque o a orillas del mar. Sin duda alguna, Somos una familia y Nuestra hermana menor son películas de infinita delicadeza que trabajan con y desde el mundo, mediante la atención a los espacios físicos (algunas veces enormes, otras reducidos), a los vacíos morales y espirituales, y a los aromas y sensaciones cotidianas que invaden nuestra existencia. En medio de tanto superhéroe chato y tecnificado, por suerte estas películas están concebidas para ver, sentir y paladear.
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