Actualmente en cartelera se pueden ver los más recientes trabajos de dos de los realizadores más reconocidos e importantes del momento, lo que representa una cita cinéfila ineludible.
Ryûsuke Hamaguchi es hoy uno de los directores japoneses contemporáneos más conocidos alrededor del mundo luego del suceso en los últimos Premios Oscar de Drive my car, adaptación de un cuento de Haruki Murakami que no solo ganó el premio de Mejor película internacional, sino que obtuvo también otras tres nominaciones incluyendo Mejor película y dirección. El joven cineasta ahora estrena su segundo film presentado en festivales en 2021, La rueda de la fortuna y la fantasía.
La película presenta tres cuentos, separado incluso por sus respectivos títulos de cierre, y que parecen no tener relación alguna; en ellos conocemos un singular triángulo amoroso, una venganza sexual que termina con un giro inesperado y el encuentro casual de dos antiguas amigas que termina siendo un juego de espejismos muy inusual. Sin embargo, explorando los pasadizos por donde circula la cinta, podemos ver que existe entre los tres cuentos una profunda conexión temática: en los tres, protagonizados por mujeres, se puede observar una mirada incisiva sobre el amor, la soledad, el erotismo, la fragilidad de nuestras vidas cotidianas (atravesadas aquí por el azar, con pequeñas coincidencias que terminan derrumbando la casa de naipes que termina siendo la seguridad de los personajes) y la represión sexual y emocional que puede estallar en cualquier momento del día a día.
A diferencia de la ganadora del Oscar, a mi gusto una cinta excesiva e impostada, aquí prima una muy agradable sensación de verosimilitud en todos los capítulos, gracias a un excelente libreto y un gran trabajo actoral en donde todo parece espontáneo y creíble. Hamaguchi adopta un estilo visual bastante sobrio, y tanto sus decisiones con la cámara como su trabajo con los actores parece directamente inspirado por la (aparente) ligereza de la obra de Hong Sang Soo, uno de los directores que más se ha esforzado por llevar a la pantalla una imagen descarnada y a la vez poética de la realidad. Y si agregamos al mix una pizca del cine de Éric Rohmer, con el retrato de sus personajes buscando el amor en un mundo tan impredecible como identificable, damos con esta pequeña joya, deliciosa en su mordacidad, insólita en su realismo e irresistible en su humor, una película que parece pequeña, pero va revelando múltiples capas de profundidad y complejidad a medida que avanza el metraje.
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Alejandro González Iñárritu sorprendió al mundo entero en el año 2000 con Amores perros, una película muy cruda e impactante que supo presentar con fuerza una nueva voz en el cine mexicano y una propuesta narrativa no lineal que se volvió marca de la casa durante un largo tiempo. Lo que siguió a ese eléctrico debut fue una filmografía divisiva, cuya gran parte fue hecha en los Estados Unidos, y que supo ser muy variada: luego de seguir por la vía del drama con producciones como 21 gramos o Babel el realizador le dio un giro radical a su carrera y estreno Birdman, una comedia genial que no solo permitió que lo conociera más público sino que, además, terminó consagrándolo ante la cinefilia mundial ya que ganó varios Oscars incluyendo Mejor director, lo que repitió al año siguiente con El renacido, película de aventuras protagonizada por Leonardo DiCaprio.
Bardo – falsa crónica de unas cuantas verdades es el regreso del director a México luego de veinte años, contando la historia de Silverio, un documentalista que vuelve a su país natal para celebrar el recibimiento de un importante premio otorgado por Estados Unidos. En ese retorno el protagonista intenta reconectarse con todas las piezas de su vida que ha ido descuidando, sea su familia o su propia identidad cultural, pero en el proceso descubre que su mundo se ha ido alejando de lo que él toma como convicciones imperturbables.
El cineasta no oculta los tonos autobiográficos de la cinta, desde el look de su protagonista hasta sus logros profesionales (el documental filmado por Silverio parece cercano al corto de realidad virtual que le hizo ganar al mexicano un Oscar más), y su estilo actual sigue firme: si en su primera etapa primaba el minimalismo, ahora todo queda envuelto en el exceso y la grandeza, abordando una historia de corte intimista pero rodeándola de escenas de escala épica, fragmentos de la historia mexicana y cuestionamientos a la sociedad, dando como resultado una cinta ultra personal que resulta fascinante y desconcertante por partes iguales, un paseo onírico y cautivador lleno de imágenes poderosas y sorprendentes.
Siendo la forma tan extravagante, hay situaciones más inspiradas que otras, y por momentos la película parece incluso ceder a las propias críticas que se hace a sí misma, insertadas tal vez como una forma de autoblindarse, poniendo en boca de distintos personajes los cuestionamientos que se le han hecho siempre al realizador. Sin embargo, es en esa delgada línea entre la genialidad y el ridículo en donde Iñárritu vuelve a demostrar su maestría detrás de las cámaras gracias a la resolución emotiva de cada punto extraño que aparece a lo largo de la cinta: incluso en los planteos más bizarros, el cierre es profundamente humano y emocional, logrando así conmover a los espectadores de maneras inesperadas. Así como en el mejor Fellini (clara inspiración), el ruido termina sacando a la superficie lo más profundo del artista.
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