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El crónico síndrome de la desmemoria colectiva Por Hugo Acevedo

El crónico síndrome de la desmemoria colectiva  Por Hugo Acevedo
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La destitución del maestro Oscar Washington Tabárez como director técnico de la selección nacional de fútbol luego de 15 exitosos años como entrenador, comporta un hecho impactante que trasciende al ámbito meramente deportivo y admite diversas lecturas en torno a la esencia misma de nuestra idiosincrasia y de perimidos mitos, aun arraigados en el imaginario colectivo.

Para quienes se aferran a glorias pasadas y a la inconmensurable proeza de Maracaná, que más de 70 años después es mera historia que pervive únicamente en la memoria, la decisión de las autoridades de la AUF es acertada.

Nadie niega que el combinado celeste esté al borde de la eliminación y es harto complejo que clasifique para el Mundial de Qatar 2022 entre los cuatro cupos directos o a través del repechaje, que otorga una eventual quinta plaza para Sud América.

En efecto, el magro rendimiento de equipo, que viene de cuatro derrotas consecutivas que lo pusieron al borde del precipicio, tiene una génesis multicausal no imputable al cesado entrenador: los bajísimos rendimientos de jugadores emblemáticos como Fernando Muslera, Diego Godín y Luis Suárez, la decadencia del cada vez más ausente Edison Cavani y la masiva deserción provocada por una ola de lesiones, que privó al equipo del concurso de once jugadores, algunos de ellos titulares y piezas clave en el andamiaje del colectivo celeste.

En tal sentido, poco hay que reprocharle a Tabárez, quien afrontó los compromisos ante Argentina, Brasil y Bolivia en la altura de La Paz, con los jugadores disponibles y hasta citó a juveniles del medio local que aun carecen de experiencia para afrontar desafíos de alta competencia.

Sin dudas, se trata del fin de un ciclo exitoso, que, durante tres lustros, devolvió a la celeste a sitiales de elite, en un fútbol cada vez más competitivo y regido por las reglas del mercado.

En efecto, bajo la dirección técnica del cesado, Uruguay clasificó a tres campeonatos mundiales consecutivos, cuando, en el pasado, las presencias de la selección en competencias del fútbol ecuménico eran meramente esporádicas y, si lograba la clasificación, protagonizaba sonados papelones por sus paupérrimas actuaciones.

Además, cosechó un cuarto lugar en el Mundial de Sudáfrica, luego de cuarenta años, y un quinto lugar en el Mundial de Rusia, muy por encima de campeones mundiales como Alemania, Brasil, Argentina y de Italia, que estuvo ausente.

Naturalmente, el valor superlativo de estas ubicaciones es que ahora en los mundiales compiten 32 selecciones y en Brasil 1950 sólo jugaron 13 combinados, en un contexto histórico radicalmente diferente y de profesionalismo rudimentario, que no estaba regido, como hoy, por los intereses económicos del gran capital y las multinacionales.

Por supuesto, también se le ganó a dos selecciones europeas campeonas del mundo – la inglesa y la italiana- en el Mundial de Brasil de 2014, luego de cinco largas décadas sin triunfos.

Ni que hablar de la Copa América de 2011 conquistada brillantemente en Argentina, luego de eliminar al anfitrión y golear a Paraguay en la final.

Hoy, la realidad es radicalmente diferente. La eliminatoria sudamericana dura dos años y medio, los jugadores llegan extenuados por la doble competencia, se lesionan en sus equipos y apenas entrenan dos días antes de cada partido.

Asimismo, este no es el equipo de 2010. No están el capitán Diego Lugano, que era un líder y un baluarte defensivo, no están el “Ruso” Pérez y Egidio Arévalo Ríos, que eran una cortina impenetrable en el mediocampo, no está “Palito” Pereira, que era un león en el lateral izquierdo, no está el “Mono” Pereira, que era una garantía de marca y salida por el lateral derecho y, fundamentalmente, no está Diego Forlán, que además de goleador y Balón de Oro, era el titiritero que movía sutilmente los hilos del equipo con su talento y su capacidad para administrar el fútbol de la oncena y para habilitar a los letales Suárez y Cavani.

Esta es otra selección, integrada en su mayoría por jugadores jóvenes y con características diferentes a los próceres que en el pasado reciente hicieron delirar de júbilo a la afición uruguaya, en una transición que tiene visos traumáticos, como ha sucedido en otros países del planeta.

Seguramente, los enemigos confesos de Tabárez, que demandaban cuando antes su destitución, celebrarán alborozadamente su alejamiento, como antes, en 2010, 2011 y 2018, se lanzaron masivamente a las calles a homenajear la resurrección de la celeste bajo el timón y la tutela del hoy removido entrenador.

Otros festejarán porque Tabárez es un confeso frenteamplista y no toleraban que un adherente a la izquierda fuera exitoso, como lo fueron las tres administraciones progresistas.

La reacción de estos desagradecidos y carroñeros es típica de un país bipolar y sin memoria, que, hace dos años, enterró en las urnas el único proyecto político transformador y con pertinencia social del último medio siglo, luego de la crisis y el derrumbe del Estado de Bienestar batllista.

Esta actitud es típica de los países desmemoriados, pero también de los que se alimentan de rancios mitos enterrados en las catacumbas de la historia, de enajenados prejuicios, de radicales polarizaciones y de exacerbados rencores.

Como uruguayos, formulamos fervientes votos para que la selección celeste –al borde de la eliminación y con un nuevo conductor- esté presente el año próximo en Catar. Sin embargo, hoy la clasificación parece una suerte de quimera y sólo un verdadero milagro la haría posible.

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