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El diario del lunes por Hoenir Sarthou

El diario del lunes por Hoenir Sarthou
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Me  pregunto cuánta gente está todavía indecisa sobre lo que va a votar el próximo domingo.  Creo que son pocas personas.

En mi caso –ya lo he dicho- votaré en blanco, introduciendo en el sobre exclusivamente  un papel alusivo a la movida ciudadana contra UPM2 (se puede hacer y, en tanto el sobre no contenga ninguna papeleta habilitada, el voto sigue siendo en blanco).

La gran mayoría de los uruguayos, al igual que yo, ya tiene resuelto lo que votará. Y el hecho guarda poca relación con el despliegue publicitario que mantienen las candidaturas  y, sobre todo, con el gigantesco y agresivo proselitismo que se desarrolla en las redes sociales.

¿Alguien cree realmente que conseguirá cambiar algún voto acusando de  “fachos” o de “focas” a quienes no piensan votar como él, o de “traidores” y “cobardes” a quienes van a votar en blanco o anular el voto?

Parece obvio que no. Es más, en muchos casos lo que logran es que el increpado reafirme su voluntad de votar lo que tenía resuelto, estimulado por la bronca.

¿Por qué se hace, entonces?

La respuesta de fondo sin duda merece el encare de psicólogos. Pero yo aventuro la hipótesis de que tiene algo que ver con el escaso ejercicio ciudadano de muchos uruguayos.

Es común que el que va de vacaciones a la playa, después de pasar todo el año encerrado en una oficina o una fábrica, se “mate” en la primera jornada al sol quedando rojo y postrado por la mitad de las vacaciones. Del mismo modo, mucha gente que habitualmente vive  por fuera de los asuntos públicos, siente aflorar en el período preelectoral una suerte de “hambre” de política. Se informa rápidamente, consulta o dialoga con quienes supone que piensan parecido a él, define esquemáticamente quiénes son “los buenos” y quienes “los malos”, y sale a la cancha con la pierna en alto dispuesto a “trancar” al que sea. Desde que existen las canchas virtuales, además, la cosa es mucho más sencilla, porque ni siquiera hay que verle la cara al “trancado”. Así se inician los pseudodebates cargados de insultos, agresiones y amenazas.

Hace pocos minutos compartí en mi muro de Facebook una frase simple: “Si nos ocupáramos siempre de los asuntos públicos la mitad de lo que lo hacemos en estos días, viviríamos en un país mucho mejor”.  Y lo creo en serio.

Nada más antipolítico que la política vivida como guerra de “buenos” contra “malos”. No por una ingenua idea de que todos somos en el fondo “buenos”. De hecho, la mayoría de nosotros no somos buenos ni malos. Somos seres con intereses diferentes, a veces contrapuestos, con creencias diferentes, a veces contrapuestas, y (no es menor lo que voy a decir) con estéticas diferentes, a veces contrapuestas.

¿Por qué le doy importancia a la estética?

Porque, en general, detrás de una postura política aparentemente racional, está la emoción que nos despierta una escena idealizada en nuestra primera juventud. Una calle llena de gente que reclama salario o libertad puede ser la escena mas bella y emotiva para quien se formó en la militancia de izquierda urbana de los años 60. Así como un montón de jinetes con banderas puede ser lo más bello y emotivo para quien se formó en la tradición blanca. Y una jornada electoral pacífica puede serlo para quien tiene la impronta republicana clásica. No hay debate posible sobre eso. La emoción y el sentimiento de lo sublime no puede transferirse con argumentos.

Aun asumiendo cuánto hay en ella de inevitable lucha de intereses,  de emociones y de creencias, lo cierto es que la política requiere de una “polis”, es decir de una comunidad organizada en la que necesariamente habrá intereses, creencias y emociones muy diversas. Una “polis” moderna no es un clan, con orígenes, creencias, costumbres e intereses compartidos. Y la política es, en realidad, la forma en que todas esas diferencias transan y se articulan para poder vivir juntas sin matarse. Incluso teniendo en cuenta que en esa realidad ya compleja tallan también intereses externos sobre los que tenemos poco control

Voy a ser más claro: el Uruguay, como sociedad política, es una suma de frenteamplistas, blancos, colorados, partidarios de Manini, de Mieres  y de Novick, votantes de pequeños partidos que no llegaron al Parlamento, soberanistas y partidarios del desarrollo global, habitantes urbanos y rurales, católicos, ecologistas, liberales, estatistas, anarquistas, pentecostales, hetero y homosexuales, budistas, judíos, escépticos y vaya uno a saber cuántas cosas más. Entender a la política como la supremacía absoluta de cualquiera de esas posturas ideológicas o vitales, es no entender en qué consiste la política.

La clave de la democracia, como sistema político, es que permite que todas esas diversidades discutan, intenten convencerse mutuamente, negocien, y finalmente encuentren la forma de convivir y de tomar decisiones en común sin matarse, en base a tres reglas bastante simples que, sin embargo, llevó siglos desarrollar y a menudo parecen a punto de perderse. Las tres reglas son: 1) la igualdad de los ciudadanos entre sí; 2) la libertad de expresión; 3) el predominio de la voluntad de la mayoría, normalmente matizada por alguna forma de representación proporcional.

El parlamento que elegimos para los próximos cinco años tiene la particularidad de carecer de mayorías automáticas y de ser bastante más fragmentado que el que tuvimos en los quince años previos. Dentro habrá frenteamplistas, blancos, colorados, cabildistas, independientes, ecologistas, y deberia haber un representante del sector de Novick. Muchos no tenemos una representación política exacta de nuestras ideas, pero comparativamente la función parlamentaria estará más diversificada que en el pasado próximo.

El domingo elegiremos al presidente y vicepresidente de la República. No a un emperador con poderes absolutos.  Contra lo que los bandos en pugna intentan hacernos creer, el destino definitivo del Uruguay no depende exclusivamente de quién salga electo. Gane quien gane, la mayoría de los uruguayos no nos sentiremos completamente representados. Pero tampoco tenemos por qué quedar someternos a lo que mande el elegido.

El Parlamento, los sindicatos, los partidos políticos, las organizaciones sociales de todo tipo, la prensa, las redes sociales y los mecanismos constitucionales de contralor ciudadano son parte del poder. Usarlos bien, usarlos todo el año, son la mejor -acaso la única- garantía de no sentirnos impotentes y avasallados.

Si lo tenemos presente a partir del proximo lunes, veremos que los pronósticos catastroficos hechos en las rencillas pre electorales pierden gran parte de su aparente sentido.

Creo que hay una regla a atender: la virulencia pre electoral es inversamente proporcional al grado de ejercicio ciudadano de una sociedad.

Insisto, entonces, en que  la agresividad en la prensa y en las redes sociales no es un signo de politización sino todo lo contrario. Se asemeja más a la actitud del veraneante chambón que se achicharra el primer día de playa que a la práctica serena de ciudadanos seguros de sus ideas y de sus derechos.

Recordemos: el lunes seguiremos viviendo y decidiendo juntos.

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