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El dolor de ya no ser por Hoenir Sarthou

El dolor de ya no ser por Hoenir Sarthou
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Sin querer, mi padre hizo todo lo posible para que yo odiara a esa voz.

Todos los días, como a las siete de la mañana, me despertaba desde la radio,  aguda, un poco nasal, con el tono metálico de la vieja grabación: “Si arrastré por este mundo/ la vergüenza de haber sido/ y el dolor de ya no ser”.  Y otra voz, engolada, la del locutor, que cada pocos minutos, con un entusiasmo inexplicable a esa hora, clamaba: “¡Canta el Morocho, de seis a ocho, en la Cincuentaaa!” (ese locutor y su voz son un cuento aparte, que algún día contaré).

De seis a ocho… O sea que, cuando me despertaba, mi viejo llevaba ya como una hora en la cocina, con el  mate y la radio. Supongo que a las siete subiría el volumen, porque hasta esa hora el sonido era una molestia que no alcanzaba a despertarme. Pero a las siete era fatal. El inicio del día, el frío del invierno, la escuela esperándome, las ganas locas de darme vuelta y seguir durmiendo, “la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser…”

¿Imaginan algo peor para un cantor? Asociarlo con la hora de levantarse para ir a la escuela. ¿Qué gurí de ocho o nueve años podría dejar de odiarlo? No sé si lo pensaba, pero lo sentía. Rumiaba mi rencor contra el cantor y el locutor, mientras remoloneaba en la cama esperando que se hiciera tarde. Sin ninguna esperanza, porque sabía que a las siete y cuarto, a más tardar, si no me levantaba solo, me sacarían en vilo de la cama para sentarme delante del café con leche, que tomaría de apuro, sin tiempo de comer nada, porque “No podés llegar tarde”, decía mi madre, recién levantada, mientras me alcanzaba la taza y me hacía ponerme la túnica blanca, laica y obligatoria.

Mi hermana también iba a la escuela, pero se levantaba y se vestía contenta, sin dar trabajo; mi hermano más chico seguía durmiendo, inmune todavía a Gardel y a Varela. El viejo (mucho más joven que yo ahora) oía a Gardel y nos miraba en silencio, como a través de la bruma. Conversaba poco en las mañanas. Minutos antes de salir, se afeitaba y se ponía el traje y la corbata. Nunca entendí cómo lograba estar pronto antes de que yo terminara el café con leche.

Nos llevaba en auto a la escuela, desde Villa Española hasta Abacú y Avenida Italia. Durante el viaje ya se ponía más chistoso y conversador, pero tampoco terminaba el martirio, porque sintonizaba la Cincuenta en la radio del auto y lo último que oiamos mi hermana y yo cada mañana al bajar del auto, a las ocho en punto, era la cortina musical del programa: “Si arrastré por este mundo/ la vergüenza de haber sido/ y el dolor de ya no ser/ Si rodé por los caminos/ como un paria que el destino/ se empeñó en deshacer…”. Muy estimulante visión del mundo adulto, ideal para antes de entrar a la escuela.

Su avión se incendió en Medellín hace ochenta y cinco años. Pero todavía es posible oír a Gardel en la radio o verlo en Youtube, y su foto (la que le sacó Silva) es un meme inolvidable para todo rioplatense. ¿Cuántos cantores muertos hace ochenta y cinco años son recordados todavía? Digo más, ¿cuántas personas, se hayan dedicado a lo que se hayan dedicado, son recordadas ochenta y cinco años después de su muerte?

Alguna conversación con un amigo músico me ha hecho pensar que los músicos y cantores sienten, a veces, que ciertos fantasmas inolvidables les hacen contrapunto. No lo sé, no es lo mío y toco de oído (sepan disculpar) pero imagino que Beethoven, Gardel, Lennon, o, si el músico es uruguayo, Mateo, Zitarrosa, entre otros, les rondarán en la cabeza. Del mismo modo que a quienes nos gusta escribir nos rondan Shakespeare, Borges, Quevedo, Onetti, o García Márquez, y a veces sentimos que nos leen por arriba del hombro y hasta teclean, contra nuestra voluntad, alguna que otra frase.

Como es sabido, el tango puede esperar. Y generalmente espera. A mí me esperó como diez años. Hasta los primeros amores y dolores. Hasta que sentí la primera nostalgia. Entonces pude entenderlo. Y allí estaban el tango y Gardel, esperando. Como esperan a casi todo el mundo, con Goyeneche, Manzi, Troilo, Castillo-Tanturi, Discépolo, algunas letras de Le Pera, Rinaldi, Piazzola, Varela, y, mucho después, Ricardo Olivera (toda selección de nombres es arbitraria, y ésta lo es). Desde que empecé a sentir el tango, alguna vez creo haber mirado al mundo con la misma mirada brumosa y pensativa que tenía mi padre a las siete de la mañana.

Con Gardel me ayudó una circunstancia muy personal: cumplo años al día siguiente de su aniversario. Siendo yo adolescente, cada 24 de junio pasaban por televisión sus viejas peliculas. ¿Se entiende? Gardel me cantaba por televisión en la víspera de mis cumpleaños. Un vínculo especial, ¿no? Una razón más para quererlo. Aunque eso no explica por qué tanta gente, en el Río de la Plata y en el mundo, lo sigue recordando y queriendo.

Dicen que el tango es triste y nostálgico. Y lo es. Entre muchas otras cosas, es triste y nostálgico. También es irónico, sobrador, poético, originalmente soez, burlón, sensible, a veces sensiblero, a menudo machista, individualista, y solitario. Como me hizo ver una amiga que ama al tango, muchos tangueros y tangueras son grandes solitarios.

La nostalgia -como ciertas formas del humor- suele implicar inteligencia, esa forma sutil de inteligencia que llamamos sensibilidad. La nostalgia es introspectiva y el humor extrovertido. Si los conjugamos bien, una nos pone en contacto con nosotros mismos, y el otro con el resto del mundo. El miedo y el odio no. El miedo y el odio, parientes entre sí,  nos enajenan de nosotros mismos y de los demás. La inteligencia no puede convivir mucho tiempo con el miedo ni con el odio.

Cuando esta columna sea publicada, estaré cumpliendo años y no podré festejarlo. No me reuniré con amigos, no comeremos juntos, no brindaremos. No podremos porque hay mucho miedo en nuestro país y en el mundo. Una reunión de amigos puede ser vista por alguna gente casi como un atentado (¿ven la relación entre el miedo y el odio?). Pero no se preocupen. Hoy no voy a hablarles sobre las causas del miedo. Lo que sí importa es que estamos viviendo una vida empobrecida, teñida por el miedo, siempre proclive a convertirse en odio.

Hay algo mucho más importante: muchos niños no pudieron festejar su cumpleaños este año, no vieron a sus abuelos, no jugaron con otros niños. Ahora empiezan a ir a la escuela, donde maestras enmascaradas les toman la fiebre y les echan alcohol en gel en las manos antes de dejarlos entrar. Adentro, se  les impone “distancia social”, no tocarse, no acercarse. Tengo un caso muy cercano que me duele en el alma. ¿Qué “nueva normalidad” están viviendo los niños? Para ellos no será nueva. Si se prolonga, será lo único que conozcan o recuerden, y no tendrán ninguna “vieja normalidad” a la que regresar. Lo dicho: el miedo nos enajena, nos aísla, nos hace renunciar a lo irrenunciable.

Anoche, en homenaje, me “regalé” ver videos de Gardel. ¿Se imaginan el primero? Sí, claro, “Cuesta abajo”.  Me retrotrajo a mañanas muy lejanas, que entonces me parecían terribles y hoy me hacen lagrimear. Un verso me quedó retumbando en la cabeza: “el dolor de ya no ser”. Es eso, ya no estamos siendo lo que éramos. Y el mundo que se perfila no parece darnos la chance de “Volver”.

Por alguna razón Gardel sigue vivo en la memoria colectiva. Una razón que no puedo explicar, pero que intuí anoche, viendo su sonrisa luminosa.

Los temas del tango son la vida, la muerte, el amor, la miseria, el coraje, el paso del tiempo, la traición, la derrota. En sus páginas hay valientes y derrotados. No tienen lugar  –salvo el irónico- para miedosos, prósperos cobradores de rentas o prudentes cuidadores del empate. ¿Se imaginan un tango que cantara “quedate-en-casa” o “nos-cuidamos-entre-todos”? Es impensable. Para el tango, la muerte y la derrota son parte de la vida, y la forma en que se las enfrenta es la verdadera historia. De ahí venimos. Eso es, en buena medida, lo que somos. Lo que podemos dejar de ser.

Nada más. Disculpen si hoy la nota salió demasido íntima y personal. Es lo que tienen ciertas fechas.

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