El otro partido por Hoenir Sarthou
En los últimos años ha colapsado bastante más que el Río Santa Lucía.
Acostumbrados a nuestro rótulo histórico de “tierras de ningún provecho”, sin petróleo, oro, diamantes, ni otra gran riqueza a la vista, los uruguayos (antes “los orientales”) nos acostumbramos a pensar que los procesos mundiales nos llegarían tarde y de refilón. No había que preocuparse mucho por ellos.
Pasaron veinte años desde que, en 1987, con consejo y financiación del Banco Mundial, se aprobó la ley de forestación, hasta que llegaron las primeras plantas de celulosa, Montes del Plata y UPM1 (ex Botnia). Es cierto que entre tanto aprobamos la ley de zonas francas, la de puertos y la de riego, pero el ritmo seguía siendo lentón y siestero.
Treinta años después, en 2017, al firmarse el contrato prepotente y bananero de UPM2, con el Banco Mundial como árbitro, empezamos a tener noción de lo que significa ser incluidos en la reorganización económica global.
Desde entonces todo se aceleró. En apenas tres años, llegó la pandemia global, con su cortejo de miedo, encierro, paralización económica y laboral. Hubo obediencia a la OMS, contrato secreto con Pfizer, compra e inoculación compulsiva de vacunas, y un inexplicado aumento de muertes en los años siguientes a la vacunación. Sin embargo, todo el sistema político oficial estuvo de acuerdo con esas políticas, o incluso reclamaba más dureza.
Es bueno recordar que durante todo ese miedo, el país se endeudó más que nunca con el FMI, el Banco Mundial y el BID, al tiempo que se consolidó el proyecto UPM2, se acordó la entrega del Puerto de Montevideo a Katoen Natie, y se negociaron proyectos como el del hidrógeno verde en Tambores, Neptuno en San José, Google en Canelones y el hidrógeno verde de UPM2 en Pueblo Centenario. Una pandemia realmente fructífera para los inversores transnacionales.
Los uruguayos descubrimos de pronto –para peor, otros lo descubrieron antes- que estamos parados sobre, y somos puerta de acceso a, recursos hídricos de enorme importancia. Habituados a que el agua dulce y potable salía por las canillas y a que en cualquier río o arroyo uno podía bañarse, pescar y calentar agua para el mate, nos vimos de pronto, con los ojos legañosos y el termo bajo el brazo, arrojados a las “grandes ligas” de la inversión global.
Ahora, tal como lo advirtieron científicos como Daniel Panario y su equipo, o el ex Fiscal Enrique Viana, nos estalló en la cara la crisis del agua. Curiosamente, en pleno desastre, no cesan de conocerse nuevos acuerdos y contratos que adjudican a empresas transnacionales la explotación de aguas superficiales y subterráneas, para producir celulosa, hidrógeno verde, metanol, refrigeración y toda clase de procesos industriales que, además de recibir el agua gratis, la consumen y contaminan, sin ni siquiera pagar impuestos por ello.
Detrás de cada uno de esos proyectos están el Banco Mundial, el BID o el FMI. Es decir que el poder financiero global respalda la iniciativa, ofrece la financiación (endeudamiento) y gobierna así el destino de nuestra economía y de nuestros recursos naturales. Y ojo con negarse, porque las calificadoras de riesgo nos bajan la nota y no nos prestan más plata.
Podría seguir citando ejemplos de esta “gobernanza” de los organismos internacionales sobre áreas muy sensibles de nuestra vida. Por ejemplo, la “transformación educativa”, que apunta a una enseñanza a-histórica, ideologizada y descontextualizada, está respaldada por préstamos millonarios del Banco Mundial y del BID. Y la reforma de la seguridad social aprobada por la Ley 20.130, que descarga en trabajadores y pasivos el efecto de los cambios demográficos y tecnológicos, tuvo financiación y activo control del FMI.
Este modelo de Uruguay, carente de proyecto propio, sumiso a la inversión extranjera y a su presión financiera e ideológica, tiene un extraño consenso del sistema político oficial (que comprende al gobierno y a la principal oposición, más algunas adyacencias empresariales, sindicales y mediáticas). Por eso todo el sistema aceptó el modelo forestal, acató la pandemia y la vacunación, y guarda silencio sobre el sistemático endeudamiento que nos somete cada vez más a proyectos económicos ajenos que se basan en la explotación gratuita de nuestro mayor y más valioso recurso natural.
Nadie crea, sin embargo, que la tarea del sistema político oficial es fácil. En realidad, su labor es intensa. Tienen que cumplir las indicaciones de los organismos de crédito, implementar los proyectos de los inversores transnacionales, justificarlos y elogiarlos ante la población, ocultar y negar cuando causan desastres (aumento de muertes, carencia de agua potable, etc.), aparentar que se enfrentan entre sí, y tratar de ganar las elecciones siguientes. Tareas nada fáciles, por cierto.
Por suerte, existen temas que les permiten jugar a la política sin tocar nada serio. Nuestro sistema político oficial (insisto: gobierno y oposición), y nuestra prensa, pueden extasiarse hablando de Astesiano, de la patética vida sexual del Senador Penadés, de la situación marital presidencial, de las encuestas de intención de voto y de las acusaciones e insultos ocasionales que intercambian los aspirantes a candidatos. Es una especie de “cuarto de los niños”, en el que es posible tirarse los chiches por la cabeza sin romper nada importante.
Si algo caracteriza al sistema político oficial es la carencia absoluta de proyecto propio. Entiende por gobernar estar a la espera de lo que propongan los inversores y financien lo organismos de crédito. Como consecuencia, cuando son oposición, tampoco pueden decir ciertas verdades. Por ejemplo, el FA y la cúpula sindical pueden atribuir la crisis hídrica a la mala gestión de OSE, a la falta de funcionarios y a los caños rotos, o a lo sumo invocar una represa que no hizo este gobierno ni los anteriores, pero no pueden cuestionar la proliferación de eucaliptus, ni la entrega del agua, porque las negociaciones y contratos que dieron lugar a esas políticas han sido obra de todos los gobiernos de los últimos cuarenta años.
¿Hay alternativa al sistema político oficial?
En términos estrictamente electorales, de momento parece no haberla. Nada hace pensar que el año que viene vaya a presentarse una fuerza política con voluntad y posibilidad real de determinar un cambio de conducción del país.
Sin embargo, cualquier debate político serio futuro no tiene más remedio que adentrarse en decisiones gruesas que van a ser determinantes de nuestras vidas personales y de la vida colectiva.
La gran interrogante, de la que tal vez todo dependa, es cuál es el grado de autonomía y de ejercicio de la soberanía posible en un mundo tan condicionado, en el que todos los organismos internacionales son mecanismos de ejecución de decisiones financiero-políticas globales.
Es decir, cualquier debate político honesto y en serio debe empezar por un sinceramiento sobre las correlaciones de poder en el mundo y los márgenes que ellas permiten.
Dicho así, puede parecer un planteo pesimista. Pero hay que tener presente que, como todo poder, el poder económico globalizado tiene también sus contradicciones internas y externas.
Las líneas económicas y tecnológicas que impulsa generan millones de víctimas y generarán muchas más en todos los países del mundo. Y no me refiero sólo a trabajadores desocupados ni a población marginal. Algunas de esas futuras víctimas tienen considerable poder económico e influencia política. Industriales y comerciantes, chicos y medianos, productores rurales y muchos profesionales tienen poco futuro en el modelo económico y tecnológico en curso, decidido a reducir el gasto de energía y el consumo. Del mismo modo, las líneas ideológicas articuladas por el Foro Económico Mundial, las políticas “de género” y el “calentamiento global”, que apuntan a reducir y a someter a la población, también levantan resistencias sociales y culturales diversas, como las que hemos visto y vemos expresarse de distintas formas en España, Italia, Francia, Inglaterra, EEUU, Basil, México, Chile.
En el Uruguay, como en el resto del mundo, trabajosamente, se abre camino un debate político distinto al que conocemos. Un debate que podríamos definir como “globalismo Vs. soberanismo, y que –intuyo- se centrará en dos ejes temáticos esenciales. El primero es el control y la gestión de los recursos naturales de nuestro territorio. Y el segundo es la forma de implementación de los cambios tecnológicos, en especial robótica e inteligencia artificial, que ya están ingresando a nuestras vidas sin ningún control político democrático.
Es cierto que, en ese debate, el sistema político oficial, tácitamente globalista, no tiene todavía un interlocutor electoralmente significativo. Pero el problema está planteado y empieza a aparecer con fuerza en las cabezas de la gente, en la discusión privada y en las redes sociales. Y, cosa muy importante, aparece entre simpatizantes y votantes de todos los partidos, por lo que creo que será un debate que atravesará a todas o casi todas las estructuras partidarias que conocemos,
Tarde o temprano, mientras una sociedad mantiene atisbos de democracia, lo que pasa en las cabezas se expresa también en el debate público, en el interior de sus partidos y en las urnas.
Probablemente sea sólo cuestión de tiempo.
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