El pensador por Antonio Pippo
Cuando el lector –uso el singular persuadido de que tengo uno solo- eche una mirada sobre estas líneas, probablemente, por su ignorancia insalvable, por su fanatismo lunático u, ojalá, por su reflexión racional del panorama político, ya habrá decidido a qué candidato a la presidencia votará.
En otras palabras, no habrá una columna escrita más al santísimo cohete que ésta, lo cual tal vez luego deba discutir con el director del semanario.
Lo supe antes de comenzarla. ¿Por qué, entonces, no usar el espacio con una colección de chistes procaces que tengo en mi biblioteca o, como hizo algún digno colega años ha, publicar el espacio en blanco?
Sucede que recordé una cuestión, que siempre he juzgado relevante para cualquier plan de gobierno, y a la que tanto Martínez como Lacalle apenas si se han referido de modo tangencial, hasta con cierta indiferencia.
El cooperativismo como herramienta económica inclusiva, equitativa y, si no se prostituyen sus principios, transparente y de alta eficiencia.
Tuvo su esplendor aquí y su multiplicación en diversas áreas –vivienda, consumo, trabajo industrial y agropecuario y sistema financiero no especulativo- en la década de 1960. A partir de la dictadura sufrió sospechas, vigilancia desestimulante y finalmente persecución: un cóctel difícil de digerir por un movimiento joven, en despacioso progreso, justo cuando comenzaban a verse los primeros frutos alentadores, sobre todo en la vivienda, tanto en su modalidad de ahorro previo como por ayuda mutua.
Mientras el proceso dictatorial se iba diluyendo –y se aflojaban las cinchas- quedaron por el camino partes importantes de la idea madre. A modo de ejemplo, simplemente, puedo mencionar que la debilidad ética de aquellos que debían defenderla, llevó a la virtual desaparición de las cooperativas de producción, dedicadas al trabajo, así como las pesqueras, que fueron una prolongación de aquellas y gran cantidad de las de consumo y de crédito, mientras crecía –lo ha seguido haciendo- el desbarajuste de las de construcción de viviendas.
Lo penoso es que, recuperada la democracia, no hubo un nuevo amanecer para el cooperativismo. Los sucesivos gobiernos, a partir de 1985 y hasta el día de hoy, con una sutileza digna de mejores causas, se han dedicado a complicarle la vida aunque jamás lo hayan admitido y, mucho menos, explicado por qué. Así es evidente que lo que ahora tenemos a la vista son cooperativas de consumo convertidas en supermercados comunes y corrientes, cooperativas de crédito prendidas con alfileres a distintos cabezudos del gran sistema financiero y conflictos permanentes de las cooperativas de vivienda, sobre todo afiliadas a FUCVAM, federación que cobró vigor al ser cooptada por la ideología populista de izquierda, relacionados con el tratamiento recibido para los préstamos y las usurarias tasas de interés exigidas.
Quiero ser claro: el cooperativismo es, desde el punto de vista de la teoría económica y sobre todo en un país como el nuestro, una herramienta imprescindible.
Para empezar, nunca ha sido pensado como única alternativa sino como una más; ella planifica, para su funcionamiento en una economía de mercado, respuestas más sanas a las tres preguntas básicas: qué debe producirse, cómo ha de producirse y para quiénes ha de producirse.
Sólo que lo hace basada en los principios esenciales establecidos por quienes crearon la idea de la cooperación, los llamados “pioneros de Rochdale”: propugnar la libre asociación de individuos y familias con intereses comunes para constituir una empresa en la que todos tengan igualdad de derechos y en la que los beneficios se repartan entre los asociados según su participación en ella, a partir de una base general equitativa.
Usted entenderá, único lector de esta columna, que he simplificado la idea, muy compleja en sus diversas variantes, para que se entienda al menos la grandeza de su filosofía.
Bueno, de cooperativismo, lo repito, Martínez y Lacalle… bien, gracias.
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