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¡En nombre de la Laicidad! por Miguel Pastorino

¡En nombre de la Laicidad! por Miguel Pastorino
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Hace pocos días se dio a conocer un proyecto de dos ediles del Frente Amplio que “prohíbe la instalación permanente de estatuas, monumentos, imágenes, símbolos o cualquier objeto que remita a la práctica religiosa, en todos los espacios públicos dentro de la jurisdicción territorial del departamento de Montevideo” (art. 2).

El tema despertó un debate en twitter sobre el tema y amablemente el Edil Claudio Visillac me hizo llegar el texto y sus motivos. Está muy bien hecho y fundamentado, con nobles intenciones, pero cabe resaltar que los conceptos e interpretaciones de la neutralidad del Estado ante las religiones responde a una visión filosófica muy discutible y según mi parecer y el de muchos investigadores en el tema, anacrónica. De hecho, los autores constitucionalistas que citan en los motivos del proyecto tienen una misma línea de interpretación sobre la neutralidad del Estado, pero hay muchos otros referentes del Derecho que no lo interpretan de ese modo. Algunos de los conceptos vertidos tienen una visión laicista de raíz jacobina que sustenta lo que a mí me parece un retroceso a un modelo del siglo XIX, para una sociedad que ya no existe.

Es indiscutible y elemental reconocer el derecho al poder público de organizar con buen discernimiento el espacio común, tarea para nada fácil. Pero lo discutible es si las decisiones que se quieren tomar son las más adecuadas o no.

¿Prohibir o gestionar?

No soy afín a que transformemos la ciudad en un panteón de dioses, ni que haya que aprobar cada solicitud de una institución religiosa. Y no me detengo en los criterios estéticos y de relevancia histórica o cultural, que también han sido cuestionados algunos monumentos por la ciudadanía en diversas ocasiones y darían para otro artículo. Mi posición no es una defensa de la necesidad de colocar nuevas imágenes religiosas en el espacio público, sino de que no se excluya a nadie por razón de sus creencias.

La razón por la que me preocupó este proyecto es su carácter prohibicionista, porque cierra la puerta exclusivamente a las comunidades religiosas. ¿No es injusto y discriminatorio en una sociedad plural prohibir a unos colectivos esta posibilidad y a los demás no? Si el argumento es que el Estado no puede privilegiar a creencias particulares que no representan a todos los montevideanos, ¿no se debería aplicar el mismo criterio a una incontable lista de ideas y creencias diversas que no compartimos todos por igual?  ¿Cuál es la razón de que la prohibición sea solo con un tipo de símbolos y no de otros? ¿La laicidad del Estado implica invisibilizar la diversidad religiosa? ¿No generan más conflicto los cuadros de fútbol y los partidos políticos que las mismas religiones en el Uruguay? ¿No hay otras visiones de la vida y del mundo fuera de las instituciones religiosas, que no son compartidas por todos los uruguayos, y que sin embargo pueden ser reconocidas en lo público simbólicamente?

Y más complicado todavía es que en nuestras sociedades plurales han crecido una larga lista de comunidades que no usando el término “religión” son propuestas espirituales, esotéricas, mágicas y de creencias fronterizas entre lo místico y lo psicológico, entre las que no es fácil distinguir si se trata de una nueva corriente filosófica, una terapia alternativa o una nueva religión. ¿Con qué criterio decimos que algo es religioso si hay nuevas religiones que dicen no serlo, pero son formas alternativas de las religiones tradicionales? No es neutral un poder púbico que crea espacios “libres” de símbolos religiosos.

Creo que más que prohibir hay que repensar la gestión del pluralismo religioso y cultural en sociedades donde la diversidad es un valor y no un problema como era a visto a comienzos del siglo XX en Uruguay. No para hacer más monumentos, sino para pensar reflexiva y colaborativamente los desafíos del pluralismo cultural en sociedades que se pensaron a sí mismas desde la homogeneidad. Pero me interesa reflexionar sobre el tema de fondo que nuevamente aparece en escena como conflictivo: la laicidad.

El problema que siempre surge en estos debates es la interpretación del concepto de laicidad, los límites de la libertad religiosa y el rol de Estado en la gestión de estos asuntos. A su vez la confusión entre lo jurídico, lo filosófico y las prácticas sociales es recurrente en estos debates, donde se apela a la laicidad para imponer las propias ideas, o presentar cosas que parecen contradictorias o incompatibles, pero que no lo son necesariamente.

No existe “La” laicidad.

No existe una laicidad pura e ideal, porque no es un concepto universal, sino que se usa para referirse a diferentes formas concretas y diferentes de arreglos sociales y jurídicos entre los estados y las iglesias. De hecho, hay países con separación y autonomía del estado y las religiones, como Estados Unidos, donde no se usa el concepto, pero sí hay una clara separación. A su vez, no se debe confundir la laicidad del Estado con la secularización de la sociedad, porque México es un estado laico y la religión tiene una evidente presencia pública. El caso uruguayo imitó y radicalizó el modelo francés, que entiende la laicidad como privatización de la religión, invisibilizándola porque la considera fuente de conflictos.

El artículo 5º de la Constitución admite más de una interpretación sobre los límites y alcance de la libertad religiosa, asegurando la necesaria separación, neutralidad y autonomía del Estado y de las iglesias. La noción de lo laico como una pureza incontaminada de ideas y creencias es una abstracción idealista despegada de la realidad.

La libertad religiosa como derecho humano (Art. 18º) no es solo libertad de creer o de celebrar el culto, o de manifestarlo públicamente, sino de su valoración positiva como un derecho humano fundamental en toda su extensión. Esto implica la necesidad de garantías de no discriminación ni exclusión por razones religiosas. Prohibir solo determinados signos y otros no en una sociedad democrática y plural es injusto y excluyente.

Más allá de las normas jurídicas -porque no hay obligación de aprobar monumentos-, hay formas de ver la religión como parte de la cultura, como una riqueza social y con una visión positiva del pluralismo, lo cual lleva a formas de reconocimiento y valoración de lo distinto; pero hay otras formas de ver la religión como fuente de conflicto, como algo negativo para la paz social, como un elemento que “contamina” el espacio público y por ello se puede entender la laicidad como exclusión de lo religioso, como prescindencia e indiferencia (laicismo). Pero que el Estado sea neutral ¿significa que haga de cuenta que no existen? Estas visiones sesgan la interpretación de la Constitución y de las normas vigentes.

Sucedió algo similar con el proyecto que presentó el Partido Colorado de una especie de “Tribunal de la Laicidad” para juzgar desde cierta «pureza» intelectual y superioridad moral, las ideas que “contaminan” la sociedad, abriendo la posibilidad de la censura a los docentes en lo que es su libertad de cátedra y de limitar la libertad religiosa. Eso muestra que las ideas de laicidad excluyentes de la diversidad siguen vivas, aunque sean culturalmente anacrónicas.

Laicidad en sociedades plurales.

Para comprender la laicidad no alcanza con definiciones jurídicas, porque no se comprende el fenómeno reduciéndolo a la separación entre iglesia y estado. Recomiendo dos libros especialmente, el del Dr. Néstor Da Costa y la Dra. Mónica Maronna “100 años de Laicidad en Uruguay” (Planeta, 2019) y del Dr. Gerardo Caetano “El Uruguay Laico” (Taurus, 2013), donde no solo se muestra con gran claridad la complejidad de analizar la diversidad de experiencias y formas de la laicidad, sino también los cambios que han acontecido en la historia del Uruguay en torno a este tema.

La socióloga canadiense Micheline Milot “La Laicidad” (CCS, 2009) hace una excelente síntesis de las diversas formas de la laicidad en el mundo. El modelo francés relega cualquier pertenencia comunitaria ante la relación del ciudadano con el Estado y este enfoque fue el asumido por Uruguay, identificando lo público con lo estatal. El nuestro es un modelo inspirado en una matriz jacobina que entiende la neutralidad del Estado como prescindencia de las creencias de los ciudadanos, lo cual llevó a la privatización, invisibilización y discriminación de la dimensión religiosa de los ciudadanos. Pero no es la única forma de interpretar la neutralidad, porque otros la han interpretado como imparcialidad. Pero la tendencia dominante ha sido la de prescindir, como si el estado fuera ciego ante las religiones, como si tuviera que hacer de cuenta que no existen. Estas formas de interpretar generan dos actitudes distintas: o se reconoce a las religiones como tales sin privilegiar a ninguna (imparcialidad), o se las aleja de la vida pública y se exige a los ciudadanos que prescindan de sus convicciones en un debate público (prescindencia). Si bien Milot entiende que la neutralidad y la separación son medios para asegurar la libertad de conciencia y de religión, la igualdad y la no discriminación, en contextos laicistas como el nuestro la neutralidad parece un fin en sí mismo olvidándose que está al servicio de la libertad y la igualdad, y su fin no es la exclusión de la religión de la vida pública, sino la gestión neutral del pluralismo.

Para John Rawls, el gran filósofo liberal norteamericano, el hecho del pluralismo es la característica esencial de las sociedades contemporáneas, donde los ciudadanos de las sociedades democráticas no estamos de acuerdo en muchas cosas y tampoco lo estaremos en el futuro, y eso no es un problema, no es una anomalía social que haya que solucionar, sino una consecuencia de la libertad, donde los ciudadanos pueden pensar como quieran y debatir abiertamente. En sociedades que valoran el pluralismo se encontrarán cada vez más matices y diversidad de opiniones. Esto para el filósofo no es un drama, sino una característica de las sociedades donde se respeta la libertad y donde no se es intolerante con lo distinto. En esta línea, la laicidad debería facilitar la convivencia integrando lo diverso, no excluyendo ni prohibiendo a los diferentes. Y esto exige asumir que nadie tiene el monopolio de la verdad, sino que podemos encontrarnos en puntos de vista distintos, aprendiendo a vivir juntos sin tener que disimular o borrar las diferencias.

La laicidad según Tabaré Vázquez.

Para terminar, quiero reproducir una parte de uno de los mejores discursos que he leído sobre el tema, pronunciado por el Dr. Tabaré Vázquez en la sede de la Masonería el 14 de julio de 2005. En pocas palabras se puede leer una forma más positiva de la laicidad para sociedades del siglo XXI que los obsoletos modelos jocobinos de exclusión de las diferencias.

“La laicidad es un marco de relación en el que los ciudadanos podemos entendernos desde la diversidad pero en igualdad. La laicidad es garantía de respeto al semejante y de ciudadanía en la pluralidad. O dicho de otra manera: la laicidad es factor de democracia. Y si la democracia es, entre otras cosas, dignidad humana, autonomía y capacidad de decisión, la laicidad es generar las condiciones para que la gente decida por sí misma en un marco de dignidad. Desde esa perspectiva la laicidad no inhibe el factor religioso.  ¡Como va a inhibirlo si, al fin y al cabo, el hecho religioso es la consecuencia del ejercicio de derechos consagrados en tantas declaraciones universales y en tantos textos constitucionales! La laicidad no es incompatible con la religión, simplemente no confunde lo secular con lo religioso…

Se falta a la laicidad cuando se impone a la gente. Pero también se falta a la laicidad cuando se priva a la gente de acceder al conocimiento y a toda la información disponible. La laicidad no es empujar por un solo camino y esconder otros. La laicidad es mostrar todos los caminos y poner a disposición del individuo los elementos para que opte libre y responsablemente por el que prefiera. La laicidad no es la indiferencia del que no toma partido. La laicidad es asumir el compromiso de la igualdad en la diversidad”.

 

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