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Enrique Viana por Hoenir Sarthou

Enrique Viana por Hoenir Sarthou
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Acabo de llegar del velatorio, donde los más directos allegados a Enrique Viana me confirmaron las circunstancias de la muerte, que efectivamente ocurrió por un infarto fulminante, cuando estaba por subir a su auto, en plena Ciudad Vieja, luego de asistir a una audiencia judicial. También me confirmaron que el cuerpo, al que al parecer se intentó reanimar, estuvo luego como tres horas tirado en la vereda en la que había caído, sin que se diera aviso a la familia o a sus amigos (algunos muy notorios), lo que constituye una demora inexplicable.

Hago estas precisiones para aventar especulaciones fantasiosas, sin perjuicio de que no está bien que una familia se entere de la muerte de uno de sus miembros horas después, al recibir llamadas de verificación tras ser dada la noticia por la prensa, como ocurrió en este caso.

Salí del velatorio con una doble sensación de tristeza. Por un lado, como es obvio, porque Viana se había vuelto uno de los referentes de un espacio de opinión pública que comparto, el que critica al modelo de globalización en curso, materializado desde hace años en contratos de inversión inadmisibles y ahora en las demenciales políticas pandémicas. Su aporte en ideas y en acción era muy importante para ese espacio, por lo que, sin duda, hará mucha falta.

Pero además salí con una sensación de pérdida más personal, que sólo puedo explicar remontándome a la época en que lo conocí, hace cerca de veinte años.

Tenía yo un problema judicial, con una actuaria que se había equivocado en el procedimiento para el cálculo de un crédito y una juez que, por solidaridad con la actuaria (el Poder Judicial puede ser muy corporativo), se negaba a corregir el error. El resultado era una ilegalidad y además (no siempre las dos cosas coinciden) una injusticia que perjudicaba a mi cliente. Luego de algunos intentos de diálogo con la actuaria y con la juez, tuve que impugnar la liquidación y el expediente marchó en vista fiscal, para que un fiscal dictaminara sobre el asunto antes de la decisión final de la juez.

Temiendo que, por inercia burocrática, el fiscal actuante le diera la razón a la actuaria sin estudiarlo mucho, fui a la fiscalía y pedí hablar con el fiscal a cargo del asunto. Cuando me dieron el nombre de Enrique Viana, tragué saliva. En esa época, sobre todo por respectivos antecedentes familiares, el apellido Viana y el mío eran antitéticos, como el agua y el aceite. Imagino que él también habrá tragado saliva cuando me anunciaron.

Me senté a esperar ser atendido, creyendo que me tocaría una “amansadora” larga, luego un tratamiento frío, y finalmente la total indiferencia por el asunto que me movía. Estuve tentado a irme, pero la vieja máxima de “no hay peor gestión que la que no se hace” me llevó a quedarme.

No tuve que esperar mucho. A los pocos minutos me hicieron pasar a una pequeña oficina, en la que había un escritorio también pequeño, y detrás la monumental figura de Enrique Viana, que hacía parecer más diminuta a la oficina, al escritorio y a la silla en la que se sentaba.

Al verme se paró un poco trabajosamente (todo parecía quedarle chico), me miró a los ojos mientras me extendía la mano, me invitó a sentarme, murmuró apenas alguna fórmula de cortesía, algo así como “Mucho gusto”, y, sin otro preámbulo, preguntó: “¿Qué lo trae por aquí, Doctor?”. Me sorprendió lo cordial y bien modulada que podía ser su voz.

Le expliqué en muy pocas palabras mi asunto y le dije que lo que pedía no era un dictamen favorable sino un estudio atento del asunto. Asintió y contestó: “Quédese tranquilo, Doctor. Lo voy a estudiar y, si es como Ud. dice, haré el dictamen correspondiente”. Nada más. Ninguna palabra de sobra, ninguna sonrisa innecesaria. Sin embargo, había algo cordial y respetuoso en su voz grave, en su economía de palabras y de movimientos. Se levantó otra vez, trabajosamente, volvió a extenderme la mano, le dí la mía, murmuré “Mucho gusto”, y me fui.

A los pocos días, el expediente volvió al juzgado con una vista lapidaria, breve, muy bien fundada y excelentemente redactada. La juez, que podría haberse apartado del dictamen fiscal, claudicó y dispuso revisar la liquidación.

Pasaron varios años hasta la siguiente vez que lo ví.  En ese tiempo, Viana fue convirtiéndose en el supuesto “fiscal verde” (hay un malentendido en eso), pesadilla de los  gobiernos, de los jueces, de los inversores extranjeros y de la administración pública en general. Sus pedidos de información permitieron acceder a contratos secretos, como el de Montes del Plata. Su denuncia de la actitud omisa del INAU hizo cesar la explotación de niños que eran usados para limpiar parabrisas hasta la madrugada. Las denuncias judiciales que hizo en base a la información que obtenía, en cambio, fueron sistemáticamente archivadas. De hecho, luego fueron invocadas por la jerarquía de la Fiscalía como prueba de su supuesta incompetencia y de su propensión a gastar recursos públicos en procesos penales inútiles.

Viana no era el modelo de fiscal querido por el sistema político ni por el mundo empresarial. Muchos de sus colegas fiscales se preguntaban por qué dedicaba tanto tiempo y trabajo a causas perdidas, por qué no se limitaba a ir a audiencias y a evacuar vistas de rutina, en lugar de andar buscando y creando problemas. Otros directamente lo acusaban de loco, o de tener ambiciones de gloria y de fama. El Frente Amplio -me consta- no lo quería. Lo acusaban por el papel de su padre durante la dictadura y desconfiaban de él. Luego me daría cuenta que no era sólo eso lo que les molestaba.

A estas alturas es necesaria una aclaración. Un fiscal es un representante del interés público. Así de simple y así de difìcil. Sin embargo, una vieja tradición nos ha acostumbrado a que los fiscales se limiten a intervenir en causas judiciales ya entabladas y no anden por el mundo buscando enderezarlo. El problema con Viana es que, mientras fue fiscal, se tomó en serio su función y se propuso representar realmente el interés público, incluso en temas que no estaban planteados todavía ante el Poder Judicial. Eso resultó imperdonable.

El punto crítico de su carrera sobrevino cuando entró en vigencia el actual Código del Proceso Penal, que pone a los procesos penales en manos de los fiscales y somete a éstos a las directivas del Fiscal General. Viana percibió que ese código, copia de un modelo que los organismos internacionales promueven en toda América, derivaría en condicionamientos a los fiscales y en una eventual manipulación política del sistema de justicia penal. A fines de 2017, tras una prolongada conflictiva con el Fiscal General, renunció a la Fiscalía y, salvo por un breve paréntesis en que intentó asesorar a un organismo público, se dedicó al ejercicio particular de la abogacía en sociedad con Gustavo Salle.

Pensé que podría resolver esta nota con relativamente pocos caracteres. Me equivoqué. Cuanto más escribo sobre Viana, más cosas me vienen a la mente. Así que trataré de sintetizar.

Entre 2015 y 2017 volví a reencontrarme con él. Una mesa redonda en el Palacio Legislativo, algún que otro programa de radio, luego una magistral intervención que hizo en noviembre de 2017 en el Ateneo, durante una mesa redonda organizada por quienes hoy integramos el Movimiento Ciudadano UPM2 NO. Digo “magistral” y no me equivoco. Esa noche noté que Viana había advertido, antes y mejor que nadie, algo que es esencial al modelo de globalización económica: la destrucción de la soberanía de los sistemas republicanos y democráticos de todos los países, como requisito para que el capital transnacional pueda aprovecharse de los Estados, invertir sin controles y disponer de los recursos naturales a voluntad.

Esa noche entendí también por qué se equivocaban los que lo llamaban “fiscal verde”. Viana no era propiamente un ambientalista. Era un republicano. Sabía algo que muchos ambientalistas quieren ignorar: que la explotación destructiva de los recursos naturales tiene como requisito previo neutralizar la soberanía y la capacidad de control de los Estados republicanos y democráticos. O, lo que es lo mismo, destruir las soberanías nacionales y prostituir a la cultura republicana y democrática para que el dinero impere sin límites.

Esa noche dejó de ser “Viana” para mí y pasó a ser “Enrique”.

Después siguieron varios años en que continuó esa línea de acción. Tuve la alegría de compartir con él varios actos públicos contra UPM2, de conversar temas políticos y jurídicos. Lo vi abordar la política electoral junto a Gustavo Salle, en lo que no los acompañé, aunque los voté.

Finalmente se declaró la pandemia y nuevamente volvimos a coincidir, junto con muchos otros. Eso me convenció de que el eje globalismo – soberanismo es ineludible para pensar y entender nuestro tiempo. Al punto que, si se lo tiene presente, se logran coincidencias por sobre muchas otras diferencias que en el pasado pudieron separarnos.

Esta nota tendrá algo de inacabado. Porque la muerte de Enrique fue repentina y escribo bajo el influjo de un aprecio y una amistad que iban creciendo y que, en mi ánimo, no dejan de crecer. Me viene a la mente, no sé por qué, la pesada figura de Enrique, que parecía augurar una pesadez general, desmentida por la mirada profunda y rápida, y por el ritmo de sus frases, breve, ágil, sintético, de precisión quirúrgica por momentos. Su indignación con el sistema de justicia, sumiso ante las políticas globales, su falta de resignación, su escasa autorrefencialidad, su caballerosidad y su lucha porfiada contra lo que sabía que no podía cambiar.

No encuentro una frase fácil para finalizar con optimismo este texto. La lucha que entabló Enrique seguirá, sin duda. Es obvio y es muy previsible que yo lo diga. Pero hay una pérdida irreparable, la humana, la personal. Esa apenas se mitiga al pensar en la mucha gente valiosa, y aun no conocida, que su prédica incorporó a las causas que defendía. Lo sentí hoy en el velatorio. De alguna manera, el diálogo con los amigos muertos sigue por medio de quienes nos llegan a través de ellos.

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