La tendencia sociocultural al narcisismo colabora con la incapacidad de salir al encuentro del otro, de conocerle realmente. Se busca que los demás sean una extensión de uno mismo, una repetición de la propia subjetividad. Y si los demás confrontan mi modo de ver las cosas, simplemente dejan de interesarme, los puedo “bloquear”. Crece en nuestros tiempos una gran incapacidad para vivir el conflicto, para aceptar lo distinto. El diálogo se ha vuelto una realidad obstaculizada por las fiebres igualitaristas que no dejan lugar al conflicto con ideas distintas y por el mundo “endogámico” de las propias redes sociales. Se confunde equidad con que todos tenemos que pensar igual. Nuestras redes sociales “inteligentemente” nos llevan a encontrarnos con los que tienen nuestras mismas preferencias, gustos e ideas, haciéndonos creer que la mayoría piensa igual que nosotros. A su vez, la falta de lectura reflexiva y crítica, de interés por un pensamiento distinto que no confirme mis propias ideas, crea un ambiente propicio para toda forma de fundamentalismos que no soportan un matiz o una crítica fundamentada. No pocas veces las banderas de la igualdad pueden promover la exclusión y la expulsión de lo distinto.
Un signo preocupante de nuestro tiempo es que quien piensa distinto de lo “común”, de lo que “se debe pensar”, es puesto en ridículo o catalogado como enemigo de la sociedad, del progreso, de la sana doctrina, porque simplemente discrepa con opiniones sacralizadas por las modas del pensamiento. Una de las formas más graves de recortar la libertad de pensamiento es cuando en nombre de defender la tolerancia y la libertad, se recorta la posibilidad de expresar ideas disonantes con la sinfonía de turno. Lo que en realidad sucede es que vamos perdiendo libertades fundamentales para la convivencia social y democrática.
Cualquier opinión es necesariamente ubicada dentro de una etiqueta ideológica por comodidad intelectual. Se fuerza a elegir determinadas posturas y a ubicarse dentro de un bloque de pensamiento y a no salirse de allí, porque sería pasarse a otro bloque opuesto. Se vuelve tan afectiva la adhesión a las ideas, que muchos se sienten obligados a pensar igual que sus amigos y defender en bloque -por pertenencia- cosas con las interiormente puedan discrepar.
Que alguien tenga el derecho a revisar permanentemente sus propias ideas y a corregirse, es tildado de incoherente o débil, cuando es en realidad alguien más libre y crítico, incluso consigo mismo. Paradójicamente uno es alguien confiable si piensa en bloque “con razón o sin ella”, defendiendo lo indefendible racionalmente. En cambio, quien piensa por sí mismo, cuestionando incluso a su propio grupo, puede ser visto como un traidor o enemigo. Así, quienes se atreven a decir en voz alta lo que piensan libremente, si lo que dicen es disonante con el entorno, quedan solos y a la intemperie. Hasta la producción académica suele quedar atrapada en los “temas de interés” de quienes los financian. Pensar por cuenta propia es como nadar contra la corriente.
La censura por hipersensibilidad.
Por otra parte, las discusiones se vuelven tan emotivas, que las personas confunden la discrepancia de ideas con enemistad o agresión. El nivel de las discusiones se vuelve una batalla sentimental donde pensar distinto es herir la “subjetividad” del otro. El emotivismo predominante en cualquier discusión hace que las razones y argumentos sean sofocados y silenciados por el torbellino de sentimientos que eluden la confrontación crítica. La censura disfrazada de tolerancia impone que de ciertos temas no se puede discutir, debido a que alguien podría sentirse ofendido. No se distingue ideas de personas. No son pocos los que intentan ocultar su propia incapacidad para tolerar discrepancias, caricaturizando a los que piensan distinto, o estigmatizándolos con una etiqueta de “intolerante” o “fanático”, cuando en realidad el otro solo quiere presentar sus argumentos y entrar en debate de ideas. Al estigmatizar al otro, lo dejo fuera del debate y puedo imponer una visión única e incuestionable.
La pasión por la búsqueda de la verdad es siempre un imperativo de humanización, y más en medio del subjetivismo reinante. Y para ello se trata también de ser capaz de sospechar de los propios prejuicios y supuestos, por eso esta búsqueda habrá que realizarla siempre en diálogo con los demás. No hay que confundir el necesario y legítimo pluralismo, con el relativismo que pone todas las opiniones al mismo nivel. Toda democracia necesita de un mínimo de valores irrenunciables que la sustenten y de una capacidad para el diálogo y el respeto por la dignidad de los otros. De hecho, podemos aprender unos de otros. Se puede admirar a personas con las que estamos en desacuerdo, sabiendo distinguir los diferentes aspectos de su vida y pensamiento. Podemos aprender de ellos, aunque no estemos en todo de acuerdo con sus ideas o con su estilo de vida. Cuando se cae en la tentación fundamentalista de cualquier signo ideológico o religioso, parecería que no se puede aceptar nada que venga de alguien con quien se discrepa en algo. Por ejemplo, hay cristianos -grupos enteros- que no se permiten leer o escuchar a alguien porque es ateo o porque ha tenido expresiones no aceptables para su doctrina; como también hay ateos que manifiestan desprecio por un historiador, filósofo o científico, por el solo hecho de que manifiesta públicamente su fe religiosa. ¿Por qué voy a opinar que alguien es mal escritor o un pésimo filósofo solamente porque dice cosas contrarias a las que pienso? ¿O acaso la calidad artística o intelectual depende de la opción política o de la fe religiosa? La libertad para pensar requiere el coraje de no dejarse atrapar por etiquetas, bloques de pensamiento o discusiones emocionales. Tener amigos que piensan distinto nos ayuda a pensar, a expandir nuestro horizonte y a saber convivir con la diferencia.
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