Epifanías de un viaje a Buenos Aires por Nelson Di Maggio
Viajar, incluso cercanas travesías, es necesario para agregar nuevos mundos al mundo conocido, pero adquiere pleno sentido si existe la voluntad deseante de experimentar lo (im)previsto.
Visitar Buenos Aires en pleno verano siempre ha sido desaconsejable. Sin embargo, el desconcertante cambio climático habilitó de manera inesperada una disfrutable estadía de tres días. La capital porteña desnudó como nunca antes —fundamentadas quizás en pragmáticas decisiones municipales— la grandiosidad (y grandeza) de sus barrios, desde La Boca hasta Palermo; la limpieza extrema de sus calles, plazas, parques; la fluidez del tránsito; la ausencia de manteros, vendedores ambulantes o gente durmiendo en portales o bancos, tal vez en procedimientos autoritarios. No obstante, se duplicó el número de indigentes y de personas durmiendo en la calle según versiones periodísticas. La insoportable carestía, las protestas cotidianas, los infalibles apagones no impiden recordar la vieja aspiración local de convertirse en París del continente sudamericano.
Esa aproximación momentánea y subjetiva surge durante un largo fin de semana en una ciudad de menos habitantes, huidos del mundanal ruido al encuentro a soleadas playas o tranquilos ambientes rurales. Permite apreciar así la deslumbrante hermosura de sus parques y jardines; la riqueza y variedad de los estilos arquitectónicos; las múltiples librerías, museos y centros culturales de primer nivel, en constante reformulación, a pesar de ocasionales cierres impuestos por la galopante crisis económica o la intervención de la justicia en el rapaz desborde de poderosas empresas.
El itinerario artístico se concentra, como es habitual, en pocos lugares, pero infaltables. La Fundación Proa, cerrada hasta marzo, programación que terminó en 2018 con Alexander Calder. El Museo Nacional de Bellas Artes, de la Recoleta, mantiene hasta el 17 de febrero dos nombres célebres en la historia del arte provenientes del exterior: la Afrodita o Venus de Capua, Museo Arqueológico de Nápoles, y J. M. W. Turner, acuarelas, Tate Collection, Londres.
A la entrada del museo, en el hall central, el mismo lugar que ocupó en 2011 el inolvidable Doríforo de Policleto, se ubica ahora Afrodita de Capua, descubierta en 1750 en el Anfiteatro Campano de Capua, 47 años antes del Policleto en Pompeya. La figura del hombre desnudo es frontal y el movimiento, contenido; el cuerpo femenino semidesnudo seduce por la gestualidad de su mirada orientada hacia algo ausente que sostienen los brazos —un escudo o un espejo— y obligan al receptor a girar a su alrededor para descubrir el destino de ese mirar, la refinada tersura del blanquísimo mármol que acepta la cambiante luminosidad ambiental y su compleja espacialidad escultórica. Es tan poderoso el magnetismo de Afrodita, símbolo de belleza y erotismo, síntesis intelectual de la forma, que el visitante, arrastrado, encandilado por la irradiante, finísima sensualidad del mármol, incapaz de detenerse en algún detalle, contornea el suave dinamismo que envuelve un cuerpo perfecto (manos asombrosamente esculpidas, exquisito drapeado del manto) olvida la extensa mitología griega, sus orígenes, variedad de amores, el original en bronce del siglo iv a. C., atribuido al gran Lisipo, para rendirse ante esta maravillosa versión helenístico-romana, de la época del emperador Adriano, siglo ii d. C. Experiencia estética única, perdurable.
En el interior, el genial pintor inglés Turner (1775-1851) reúne ochenta y cinco acuarelas realizadas desde sus convencionales comienzos académicos hasta su madurez en las décadas de los 30 y 40 del siglo xix. De mediano y pequeño formato, las obras despliegan un discutible didactismo histórico para exhibir en el exterior, en tramos de fatiga visual, hasta adquirir la estatura esperada del artista en una docena de acuarelas, libres del grafito y la tinta de la mayoría, y asumir la libertad de la mancha, los conocidos ritmos arremolinados, brillantes transparencias y luminosidades en el pleno triunfo de la abstracción que llevará a su mayor expresión en la pintura para abrir el camino al impresionismo francés. Sin embargo y vale la pena señalarlo, Juan Manuel Besnes e Irigoyen, sin estudios formales, autodidacta, de origen vasco convertido en el primer pintor uruguayo, ya en 1834 dominó la acuarela inventando recursos propios de gozosa espontaneidad y logró elaborar una iconografía nacional excepcional, todavía desconocida en el país. También el ilustre viajero inglés Emeric Essex Vidal (1791-1861) dejó una enorme e incomparable acuarela sobre el Cabo de Hornos, perteneciente a la Colección de Arte Amalia Lacroze de Fortabat (tiene su propio Turner, una enorme acuarela sobre la Piazza San Marco), muy representativa de la época.
El Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba), con nuevo diseño funcional a la entrada, integra ahora las diferentes secciones (cafetería, librería, servicios) en un solo nivel. La nueva puesta de la formidable colección permanente, Arte latinoamericano 1900-1970, proyecto de investigación que reúne 240 piezas y más de 200 artistas, está presidido por Madroños, de Carlos F. Sáez, notable obra del pintor que murió joven y sigue un itinerario de lograda y renovada síntesis (sin faltar Torres García, Barradas, Figari, Cuneo, Arden Quin, Rothfuss). La exposición temporaria Pablo Suárez. Narciso plebeyo (1937-2006), personalidad destacada del escenario argentino a lo largo de cuatro décadas, es una estimulante retrospectiva en la inventiva formal, irónica y divertida, incluyendo al propio visitante. Hasta el 18 de febrero.
El Museo de Arte Moderno de Buenos Aires (Mamba) es otra visita obligatoria. Una colección actualizada y representativa de varias décadas exhibidas de acuerdo con un imaginativo montaje y una incisiva iluminación. Entre las muestras temporarias se destaca Delia Cancela. Reina de corazones 1962-2018, otra de las grandes protagonistas de la vanguardia argentina, de lustrosa trayectoria por el mundo, vinculada a la generación del Instituto Di Tella. Reinado encantador.
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