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Eutana$ia por Hoenir Sarthou

Eutana$ia por Hoenir Sarthou
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Aclaremos algo de entrada: no tengo fe en ningún dios, religión o profeta,  ni en la vida eterna, ni en el juicio final, ni en la reencarnación, ni en el Karma, ni en ninguna moral universal. Pero tampoco estoy seguro de que todas esas cosas sean falsas. Por otro lado, no  le rezo al “Big Bang”. Asi que no tengo idea de cómo comenzó el Universo, ni de cuántos universos hay, ni de si descendemos del mono, ni de cómo comenzó la vida, ni de si hay algo después de ella.

Creo que ni siquiera puedo decirme agnóstico, porque el agnosticismo afirma que la mayor parte de esas cosas no pueden ser conocidas por los seres humanos. Y yo  ni siquiera estoy seguro de eso. Los “iluminados” con que me he topado en la vida resultaron ser chantas o locos, pero no puedo descartar categóricamente que en Roma, o en la India, o  por  La Unión, Barros Blancos, o Fraile Muerto, haya un tipo que tenga “la justa” sobre la vida, la muerte y el Universo.

Hechas estas salvedades, ya podemos hablar de la “eutanasia activa” y del “suicidio médicamente asistido” -tal el título del proyecto de ley presentado por los diputados Pasquet, Schipani, Roselló, Cervini y Baccino- sin que me acusen de fanatismo religioso o de querer profanar la vida por un ateísmo intransigente.

La eutanasia, como la entiende el proyecto de ley, es decir como la muerte por propia voluntad, con asesoramiento y asistencia médica, cuando median enfermedad terminal y sufrimiento, enfrenta a dos posturas filosóficas irreconciliables. De un lado, quienes creen que la vida nos es dada por Dios (por algún dios) y que, por eso,  no podemos disponer de ella. Del otro lado, quienes creen que nuestras vidas y cuerpos son de nuestra propiedad y que podemos disponer libremente de ellos.

Sin embargo, no me propongo entrar en esas honduras metafísicas, porque hay factores mucho más prosaicos para considerar sobre el proyecto de ley en discusión.

Toda ley, más allá de lo que concretamente dispone, produce otros efectos sociales, a menudo expansivos y de difícil previsión. Cuando se legisla bien, esos efectos son queridos y buscados por el legislador. En otros casos, son una desagradable sorpresa para el legislador y para toda la sociedad.

Se suele plantear la hipótesis de aplicación de la eutanasia en términos muy simples: paciente con enfermedad terminal, gran sufrimiento, ninguna esperanza. ¿Para qué obligarlo a sufrir?

Con esa explicación, tipo “trailer” dramático de Netflix, el proyecto parece haber conquistado el apoyo de más del 70% de la población. El problema es que la situación en que se encuentran muchos enfermos suele no ser tan simple.

El proyecto de ley en discusión prevé que el médico que recibe de un paciente la solicitud de eutanasia convoque a otro médico, que el segundo médico verifique la situación, examine y hable con el paciente, le informe de su estado y de las consecuencias de lo que pide, que se labre un acta o se filme la entrevista, que luego se dejen transcurrir quince días y el segundo médico vuelva a hablar con el paciente, confirme que su voluntad de morir es firme y seria, labre otra acta o filme la entrevista, y que luego se dejen transcurrir otros tres días de reflexión, tras los cuales el paciente debe ratificar su decision ante dos testigos y se levantará nueva acta antes de proceder a proporcionarle la sustancia eutanásica. Terminado el proceso, el médico responsable debe reportar a una comisión del MSP lo ocurrido.

Todo parece muy serio, humano y garantista, pero confrontemos esa sinopsis conmovedora con la realidad.

La relación del paciente con el médico normalmente está mediada por una institución médica, en la que el paciente muchas veces está internado y de la que el médico depende para trabajar y vivir. Las instituciones médicas, que suelen funcionar en régimen de pre pago y regirse por criterios empresariales, ni siquiera se nombran en el proyecto de ley, como si los médicos fueran ángeles hipocráticos que actuaran en el vacío, bajados directamente del cielo.

En realidad, cuando hablamos de internaciones largas y de tratamientos costosos, la institución médica tiene un conflicto objetivo de intereses con el paciente. Porque cada dia de internación (piensen en los CTI), cada tratamiento, cada estudio y cada medicamento tienen alto costo. Para decirlo más claro: desde el punto de vista económico, a la institución médica le conviene que la internación y el tratamiento no se produzcan o concluyan cuanto antes.

Hay algo más: muchos pacientes dependen vitalmente del personal médico y de enfermería de la institución. Si están internados, dependen de ellos para comer, hacer sus necesidades, calmarles el dolor, cambiar de posición, ser higienizados, etc.. Por otro lado, suelen estar aislados gran parte del día, medicados, sedados. ¿Qué certeza hay de que su voluntad y ánimo sean realmente autónomos?

Me dirán que está también la familia. Pero no siempre existe familia. Y, cuando existe, no  siempre puede tener contacto constante con el paciente (recuerden la pandemia, o la práctca normal de los CTI). O la familia no ofrece las  garantías necesarias. Muchas miserias humanas anidan también en las familias. La ignorancia, la pobreza, el interés hereditario, los rencores, la negligencia o el cansancio de atender a una persona anciana y enferma pueden hacer –ocurre con frecuencia- que la familia sea la principal interesada en la eutanasia.

El gran problema con el proyecto de ley es que todo el proceso eutanásico se realiza en el ámbito sanitario, con exclusiva intervención de dos médicos y, al final, dos testigos, que pueden ser todos dependientes de la misma institución médica.

En otras palabras, la vida o la muerte del paciente pasan a depender en buena medida del personal de una institución médica, no sólo de hecho (es cierto que la eutanasia se realiza ya más o menos veladamente, como afirma la exposición de motivos  del proyecto), sino también de derecho, lo que puede llevar a que mucha prudencia y mesura desaparezcan y que las muertes anticipadas se naturalicen. Reitero que, objetivamente, la institución médica, a menudo privada, se perjudica económicamente si la vida y el tratamiento del paciente se prolongan. Una situación jurídicamente inadmisible, que reclama a gritos la intervención y el control de alguna institución pública no sanitaria que otorgue garantías.

En nuestro país, para declarar la incapacidad de una persona, no basta con la opinión médica. Debe intervenir un juez, y la ley exige que el juez interrogue directamente al supuesto incapaz para comprobar su estado mental. Así se reducen (en eso el Poder Judicial funciona bastante bien) los intentos de declarar la incapacidad para administrar los bienes o para sacarse de encima al pariente viejo o enfermo. ¿Cómo explicar, entonces, que la decisión sobre la muerte de una persona se tome sin ningún control judicial, es más, sin ningún control externo a la propia institución médica, ya que el proyecto no prohíbe que incluso los dos testigos finales puedan ser dependientes de la institución?

Reitero: en lo personal, no tengo razones para oponerme a que una persona ponga fin a su vida si el sufrimiento y la falta de esperanza le resultan insoportables. Pero parece indispensable que la sociedad le asegure las máximas garantías de que su decisión será libre y totalmente autónoma. Cosa que no garantiza este proyecto en su actual redacción.

Cuando se legisla, no se deben idealizar realidades. ¿Realmente pensamos que nuestro sistema de salud es un ámbito de garantías plenas para la vida y salud de los pacientes?

Si la respuesta es “no”, ¿cómo confiarle el total control de  la decisión sobre la vida y la muerte de personas indefensas, cuando existe además un conflicto de intereses evidente?

Hipócrates, varios siglos antes de Cristo, hacía jurar a los médicos que evitarían toda conducta que llevara a la muerte del paciente, aun si éste lo suplicaba, porque advertía que  los médicos no sólo tienen el poder de curar sino también el de matar.

Curiosamente, en los últimos dos años, los proyectos de ley de eutanasia han proliferado por toda América. Siguiendo la ruta de Holanda, Bélgica, Luxemburgo, España y Portugal, hay ahora proyectos de ley en discusión al menos en Uruguay, Argentina, Chile y Perú.

Cabe preguntarse por qué, después de miles de años en que la medicina se rigió por el principio hipocrático de no dañar ni matar al paciente, se cambia de paradigma justamente ahora, cuando  existen medios eficaces para eliminar o controlar el dolor. ¿Por qué esta política eutanásica mundial?

A juzgar por las cifras de los países en que la eutanasia  ya rige, si se la aplica como política pública, las consecuencias económicas serán muy importantes. Por un lado, por lo que se dejará de gastar en la atención de pacientes graves. Por otro, porque el sector de la población más afectado será el de ancianos no productivos. “Comedores  inútiles”, por decirlo en los duros términos del Foro de Davos.

En definitiva, la verdadera cuestión en debate no es si tenemos o no el derecho a disponer de nuestras vidas. Porque, en los términos en que está redactado el proyecto, nos arriesgamos a que la decisión no dependa de Dios ni de nuestra voluntad, sino de los protocolos de administración hospitalaria.

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