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Filosofía ¿para qué? por Miguel Pastorino

Filosofía ¿para qué? por Miguel Pastorino
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En los últimos años, y particularmente a partir de la experiencia de la pandemia, el interés por la reflexión filosófica se ha incrementado en el público general, siendo la Filosofía vista como herramienta vital para la ciudadanía y la vida personal, para pensar y dialogar con los que piensan distinto y resolver problemas complejos, y no simplemente como un asunto de expertos. Las condiciones contemporáneas de incertidumbre nos exigen fortalecer la formación humanista como fundamento de toda la educación, apoyada en el desarrollo de habilidades esenciales para el ser humano, como la interdisciplinariedad, el pensamiento crítico, la creatividad y el cuidado de los otros. Y es que uno de los grandes problemas de las sociedades contemporáneas es la falta de reflexión crítica, de distinción entre hechos, personas e ideas, entre creencias y evidencias, sumado a una ruptura con la memoria histórica y cultural que dificulta la comprensión del mundo en el que se vive.
En este contexto la formación filosófica, por su racionalidad, profundidad de análisis y rigurosidad conceptual, así como por el conocimiento histórico de las ideas que han configurado el mundo en el que vivimos, agudiza la capacidad de comprensión y evaluación de ideas. La filosofía ofrece siempre una oportunidad única para el desarrollo de ciertas habilidades cuyo alcance tiene el potencial de transformar toda la trayectoria vital y profesional. Pero más allá de que podamos valorar estos aspectos, ¿debemos pensar y valorar la filosofía por su utilidad? ¿No es la utilidad una negación del propio quehacer filosófico?
El filósofo español José Ortega y Gasset escribió en 1908 que las leyes no mejorarán la vida nacional si no se acrecienta el peso moral del pueblo. Y al verse hoy la ingenuidad de quienes pretenden moralizar la sociedad con más y más leyes que tratan cada vez más de cuestiones morales, en lugar de asumir que el problema está en otra parte, se constata la crisis profunda de los valores que sostienen la democracia: “La cultura es un acto de bondad más que de genio, y sólo hay riqueza en los países donde tres cuartas partes de los ciudadanos cumplen con su obligación” (“La cuestión moral”). Y de esa cultura política forman parte fundamental las humanidades: filosofía, historia, arte y literatura. Ortega defiende que estos saberes específicos de lo humano, proporcionan un conocimiento estricto, trabajan con hechos, pero no se limitan a ellos, sino que tratan de comprender e interpretar su sentido. Sin embargo, su valor no está en la “utilidad”, sino justamente en su “inutilidad”.
La filósofa norteamericana Martha Nussbaum en su polémico ensayo: “Sin fines de lucro: por qué la democracia necesita de las humanidades” (2010), afirma que son las humanidades las que configuran y sostienen las tradiciones democráticas. Entiende que hay una crisis más grave que la económica, una crisis silenciosa, de la que no se habla, pero que es mucho más devastadora que las que aparecen en los titulares de prensa. La autora escribe que «estamos en medio de una crisis de proporciones gigantescas y de enorme gravedad a nivel mundial, pero pasa inadvertida, como un cáncer: la crisis en materia de educación». Según ella, en la medida en que se recorta el presupuesto a las disciplinas humanísticas, se produce una grave pérdida de las cualidades esenciales para la vida misma de la democracia. Las personas que cultivan una formación humanística desarrollan una visión más profunda de la vida, más sensible a los demás y por lo tanto capaz de pensar en forma independiente y crítica, así como de comprometerse con el bien común.
Algunas voces que coinciden con Nussbaum en gran parte de su análisis le critican su falta de matices en este planteo (Adela Cortina, Etica cosmopolita, 2021), porque las humanidades también “han contribuido al progreso económico, aumentan el PBI y han resuelto problemas concretos”.
Si bien es cierto que puede encontrarse siempre una utilidad en diversos sentidos al pensamiento filosófico, darle la razón en todo a Nussbaum o a Adela Cortina puede hacernos caer en la trampa de buscarle utilidad a la filosofía, como si no hubiera nada más radical y fundamental a lo que la filosofía deba contribuir.

¿Qué pasará con la filosofía en la educación?

No es novedad que, en varios países, existe un actual y duro debate sobre el lugar de las humanidades en la educación media y universitaria. Hay países donde filosofía no es una materia obligatoria en el nivel secundario, sino que es opcional o incluso ha sido desterrada. En su lugar aparecen cursos sobre educación ciudadana o talleres sobre habilidades para la vida, con la excusa de que son más “útiles”.
Esperemos que, en Uruguay, donde contamos con una tradición humanista que ha dado un significativo espacio a las humanidades, no siga las corrientes utilitaristas que piensan la educación de forma reductiva e instrumental hacia el trabajo, sino que, en un tiempo de crisis e incertidumbres, de fascinación hipnótica con la inteligencia artificial, se priorice la formación de toda la persona, del ciudadano para la vida en común y no solo para ser productivo.
La mentalidad técnica -actualmente dominante- convierte a los profesores en profesionales que ofrecen “servicios educativos” y que deben producir “resultados” medibles para sus clientes (estudiantes) y para quienes le financien. Así, la educación que debería pensarse a sí misma desde una perspectiva sapiencial que forme personas, que ayude a preguntarse y no a ofrecer respuestas enlatadas, que encienda el fuego por saber y siembre inquietudes, puede terminar convirtiéndose -paradójicamente- en un lugar para dejar de pensar.
Con gran poder de síntesis lo expresó en su ensayo “La utilidad de lo inútil” (2013), el recientemente fallecido filósofo italiano Nuccio Ordine: “El oxímoron evocado por el título «La utilidad de lo inútil» merece una aclaración. La paradójica “utilidad” a la que me refiero no es la misma en cuyo nombre se consideran inútiles los saberes humanísticos y, más en general, todos los saberes que no producen beneficios. En una acepción muy distinta y mucho más amplia, he querido poner en el centro de mis reflexiones la idea de utilidad de aquellos saberes cuyo valor esencial es del todo ajeno a cualquier finalidad “utilitarista” […] Si dejamos morir lo gratuito, si renunciamos a la fuerza generadora de lo inútil, si escuchamos únicamente el mortífero canto de sirenas que nos impele a perseguir el beneficio, sólo seremos capaces de producir una colectividad enferma y sin memoria que, extraviada, acabará por perder el sentido de sí misma y de la vida. Y en ese momento, cuando la desertificación del espíritu nos haya ya agostado, será en verdad difícil imaginar que el ignorante “homo sapiens” pueda desempeñar todavía un papel en la tarea de hacer más humana la humanidad”.
El valor de lo “Inútil”

Es cierto que la filosofía puede ser útil en los sentidos que grandes pensadoras contemporáneas como Nussbaum o Cortina encuentran. Pero como afirma el filósofo chileno Carlos Peña, siguiendo la reflexión de Heidegger: “lo que caracteriza -a la filosofía- como quehacer intelectual es su permanente esfuerzo por retroceder y retroceder en nuestras certezas inmediatas, debilitándolas, hasta alcanzar un momento donde el propio sentido de lo útil se desquicia” (¿Por qué importa la filosofía?, 2018). Hacer filosofía es llevar el pensamiento al límite, llegando a preguntas totalizantes, las cuales no se pueden responder ni con métodos formales ni con métodos empíricos.
Ortega y Gasset, al igual que Heidegger, afirmó que cuando los seres humanos conocen, hacen ciencia, experimentan o planifican, lo hacen gracias a que previamente alcanzaron una convicción o creencia en la que se instalan y que orienta sus búsquedas e investigaciones. Esas convicciones que Ortega llama “creencias” no son el resultado de la ciencia, sino el piso sobre el cual las ciencias funcionan, por eso Heidegger afirmaba que la ciencia “no piensa”, en el sentido de que no se dedica a preguntarse por lo que da por obvio y fundamental. La filosofía es para estos filósofos, el esfuerzo por retroceder hasta despojarse de todo concepto y lograr comprender, cómo se da la realidad al humano antes que cualquier consideración teórica se interponga recortándola.
Escribe Ortega que “la filosofía va siempre por detrás de todo lo que hay ahí y debajo de todo lo que hay ahí… una retirada estratégica”.
El filósofo alemán Josef Pieper en su escrito de 1948 sobre “El ocio fundamento de la cultura” (2010), entiende que no hay verdadera filosofía, ni cultura, ni universidad, si el sentido del mundo se ve únicamente en su puesta al servicio de fines prácticos. Y escribe: “Filosofar significa alejarse, no de las cosas cotidianas, sino de los significados habituales, del valor que reciben esas cosas en el día a día. Y esto no en razón de una especie de decisión de distinguirse, de “pensar” de manera diferente de los muchos, sino porque de repente las cosas nos muestran un rostro nuevo. Se trata exactamente de este hecho: que en las mismas cosas con las que tratamos cotidianamente se hace perceptible el rostro más profundo de lo real, no en una esfera separada de lo cotidiano, en una esfera de lo “esencial” o como se lo quiera llamar; que a la mirada dirigida a las cosas de la experiencia diaria, se muestra lo no cotidiano, el carácter ya no obvio de esas mismas cosas. Es en este preciso hecho, del que depende aquel acontecimiento interior, que desde siempre se ha colocado el comienzo del filosofar: el asombro”.

El pensar técnico como aniquilación de la filosofía.

Heidegger en varios escritos de la década del 50 y 60 insiste en la crítica a la voluntad de dominio y control que crece cuando el mundo queda reducido a un complejo engranaje tecnológico que solo responde a criterios utilitaristas, como una gigantesca fábrica de mercancías y seres humanos en serie. La colonización del modo de pensar tecno-científico se extiende a la religión, al arte y a las relaciones humanas, y así toda la cultura se toma por un capital disponible que puede administrase, calcularse, planificarse y medirse en base a resultados. Así se desmoronan las estructuras más fuertes del humanismo provocando una sensación de desarraigo permanente.
En sintonía con los filósofos de la Escuela de Frankfurt, Heidegger reconoce el riesgo de la imparable estetización de las formas de vida y de la mercantilización de las relaciones humanas, de la reducción del conocimiento a información, de la reducción del pensamiento a la lógica instrumental.
En un texto de 1955, Heidegger pasa de la experiencia del espanto ante el domino del pensar técnico a la capacidad de resistirse (serenidad, desasimiento), en el esfuerzo por liberarnos de la relación de servidumbre con los objetos técnicos. Para Heidegger ante la inmersión del hombre actual en una concepción del mundo exclusivamente técnica, es preciso acercarse de una nueva forma a la realidad, con una actitud filosófica que no se someta al dictado de la productividad y la rentabilidad, de la explotación y la dominación.
“La falta de pensamiento es un huésped inquietante que en el mundo de hoy entra y sale de todas partes. Porque hoy en día se toma noticia de todo por el camino más rápido y económico y se olvida en el mismo instante con la misma rapidez. Así un acto público sigue a otro. La creciente falta de pensamiento reside así en un proceso que consume la médula misma del hombre contemporáneo: su huida ante el pensar… la revolución de la técnica que se avecina pudiera fascinar al hombre, hechizarlo, deslumbrarlo y cegarlo de tal modo que un día el pensar calculador pudiera llegar a ser el único válido y practicado”. ¿Qué gran peligro se avecinaría entonces?, se pregunta. “Coincidiría con la indiferencia hacia el pensar reflexivo, una total ausencia de pensamiento… Entonces el hombre habría negado y arrojado de sí lo que tiene de más propio, a saber: que es un ser que reflexiona” (Serenidad).

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