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¿FILOSOFÍA? Por Hoenir Sarthou

¿FILOSOFÍA? Por Hoenir Sarthou
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Recientes declaraciones del ministro Pablo Da Silveira sobre los motivos de la reducción de los programas de filosofía en la enseñanza media deberían ponernos a la población uruguaya los pelos de punta.
En la versión original, dada en conferencia de prensa, Da Silveira planteó que la supresión del estudio de textos filosóficos se debía a que “buena parte de nuestros docentes no pueden leer un texto simple y entenderlo”.
Esa declaración fue corregida después por el propio Da Silveira, quien aclaró que se había confundido de término y que en realidad se refería a los estudiantes. Es decir que lo realmente querido por el Ministro fue decir que “buena parte de nuestros estudiantes no pueden leer un texto simple y entenderlo”.
La aclaración parece creíble y, personalmente, no tengo dudas de que no quiso decir lo que dijo. Sin embargo, la situación no es por eso más tranquilizadora.
Ante todo, dejemos de lado la hipocresía. Todos sabemos que muy buena parte de los alumnos liceales no están en condiciones de leer un texto filosófico y entenderlo. En realidad, y a eso se refería Da Silveira, muchos no están en condiciones de leer y entender ningún texto que supere la complejidad de un mensaje de whatsapp. Y agrego más: buena parte de la población adulta tiene una creciente dificultad para interpretar textos, no sólo filosóficos sino de casi cualquier otro contenido. Lo verifico a diario.
La situación, entonces, es penosa. Y no es de ahora. Desde hace varias décadas, se vienen llevando a cabo cambios en las políticas educativas con un sentido cada vez más claro: reducir los contenidos y las exigencias, y mejorar las estadísticas de aprobación.
Todo ello revestido con argumentos demagógicos: “la enseñanza debe ser divertida”, “las tablas y las operaciones aritméticas son innecesarias porque tienen la calculadora y, en todo caso, las aprenderán en la vida”, “corregir las faltas ortográficas y enseñar gramática o redacción impide la espontaneidad de la escritura”, “la repetición y los exámenes estresan y frustran a los chiquilines”.
Treinta años después de todas esas alegres innovaciones pedagógicas, tenemos gente -chica y adulta- que literalmente no puede leer, ni interpretar, ni calcular, ni razonar.
¿Y cuál es la solución?
Muy simple: más de lo mismo. Si ya no pueden leer textos filosóficos, prescindamos de la filosofía. Si les aburre la historia, reduzcamos los programas de historia. Si no pueden calcular, apostemos a la computadora.
El discurso de fondo, el que alienta esta orientación educativa, es que hay que preparar a los jóvenes para el mercado laboral del futuro, que ya no requiere tanto de conocimiento (se vuelve obsoleto rápidamente) sino de “competencias”, tales como empatía, espíritu de colaboración, habilidades digitales, resolución de problemas, hablar idiomas, capacidad de socializar, etc. Este discurso es la verdadera trampa, por motivos que veremos.
La “transformación educativa”, en la que está embarcado Uruguay, cuenta con constante apoyo financiero y técnico del Banco Mundial, del BID, y con extraños intervinientes, como la OCDE, y empresas como J.P. Morgan, que participaron en enero de este año en un foro titulado “Habilidades para la juventud: invertir en el capital humano de América Latina y el Caribe”, que tuvo lugar en Washington con presencia de autoridades educativas uruguayas, como el presidente del CODICEN, Robert Silva.
Uno podría preguntarse con qué derecho esos organismos -que nada tienen de pedagógicos- deciden y recomiendan sobre las modalidades educativas destinadas a los uruguayitos (y en los hechos a la mayor parte de los gurises del mundo).
La respuesta (aparente) es obvia: los intereses económicos están diseñando la enseñanza de acuerdo a sus necesidades y conveniencias en materia de mano de obra.
Dije “respuesta aparente”, y dije bien. Es cierto que los intereses económicos están diseñando y financiando los modelos de enseñanza. Lo que es menos claro es que realmente lo hagan, al menos en el gran número de chiquilines, para proveerse de personal.
¿Cuántas empresas, en diez años, necesitarán personal que no esté alta y creativamente calificado en saberes técnicos y científicos? ¿Cuánto trabajo físico y administrativo humano sobrevivirá al desarrollo del a robótica y de la “inteligencia artificial”?
Todo indica que muy pocas empresas y muy poco trabajo de ese tipo seguirán funcionando en la forma a la que estábamos acostumbrados. Es altamente probable que personas sin alto nivel de formación resulten excedentarias. Y probablemente también muchas que hoy se consideran altamente formadas.
¿Cuál es entonces el meollo de las políticas educativas que promueven el BID, el Banco Mundial, la OCDE y empresas super poderosas?
Una hipótesis es que el espíritu de colaboración, la empatía y la capacidad de socializar son formas de denominar eufemísticamente a un tipo de sujeto que no cause problemas. Si a ello le sumamos una absoluta carencia de conocimientos históricos, filosóficos, geográficos, económicos y culturales en general, la incapacidad de cuestionar lo que sea que ocurra estará asegurada. En cualquier caso, las capacidades digitales y los idiomas mantendrán a esos sujetos entretenidos y enfrascados en un mundo virtual.
Mientras esa “transformación educativa” ocurre, los mismos intereses que la financian avanzan en el control de ríos, mares, tierra, puertos, vías férreas y acuíferos.
El asunto es bastante lógico, ¿no?

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