Gobernantes estresados por Hoenir Sarthou
Voy a dedicar esta columna a dos discursos políticos muy recientes.
Uno, el que nos dirigió el presidente Luis Lacalle el lunes pasado, al terminar la semana de Turismo. El otro, el que pronunció el pasado 13 de abril la ex presidente argentina, Cristina Fernández, actualmente vicepresidente de su país y, como tal, presidente de la Cámara de Senadores, en la apertura de la 14ª Sesión Plenaria de la EuroLat, la Asamblea Parlamentaria Euro-Latinoamericana.
Los dos discursos pueden considerarse aciertos políticos, oratorios y comunicacionales de sus autores. No me refiero a que personalmente crea o comparta lo que dijeron, sino a que fueron, en oportunidad, tono y contenido, dos piezas oratorias inteligentemente concebidas, de acuerdo a las circunstancias generales y a las necesidades políticas de sus expositores.
Lo que me lleva a analizarlos es que los dos mandatarios incurrieron, o parecieron incurrir, en los que podrían calificarse como “raptos de sinceridad”, muy inusuales en el sistema político uruguayo y en el argentino.
El discurso de Lacalle, por ejemplo, tiene múltiples lecturas. Por un lado, en la más superficial, habla un Presidente que dice que, terminada la pandemia, aumentó la recaudación, y el Estado está en condiciones de defender el poder adquisitivo de sus habitantes ante la creciente inflación. Pero, cuando uno analiza las medidas anunciadas, el mensaje cambia. Modestos aumentos salariales y jubilatorios que se harán efectivos recién en julio, y exoneraciones del IVA a productos alimenticios, son todo lo contrario de un anuncio de prosperidad. Son, más bien, advertencias sobre una crisis económica profunda y duradera. Un terrón de azúcar oportunamente dado, justo tras la llegada “del último ciclista”, horas antes de que el año comience “en serio” y muestre su verdadera cara.
Desde luego, el pesimismo no podía estar por completo ausente. Por eso el discurso incluyó referencias a la pandemia y a la guerra de Ucrania, como causantes de la inflación mundial, y un particular comentario, que revela la preocupación e incertidumbre del gobernante ante una realidad global que no puede controlar. “En este mundo loco, en el que no se sabe lo que va a pasar”, dijo Lacalle, como al pasar. Ese comentario, hecho en tono informal, casi como “fuera de programa”, sintetiza mejor la realidad que todo el resto del discurso.
Sea o no espontánea, la frase revela lo que todos sabemos y nadie quiere asumir: el mundo y las políticas están siendo determinados por factores externos, epidemias, guerras, crisis de desabastecimiento, inflación, presiones económicas y políticas, que no están bajo el control de ningún gobierno y que provocan miedo y vértigo a cualquiera que esté medianamente informado y tenga la carga de gobernar.
No hay mejor manera de desarrollar el concepto insinuado por Lacalle que el discurso de Cristina Fernández ante la EuroLat. No me pidan que lo transcriba. Búsquenlo en Google o en Youtube. Está el video completo y les aseguro que vale la pena.
Hacía años que no oía una pieza de oratoria política de ese nivel. Reitero: eso no significa que yo crea o comparta lo que dijo. Pero, desde el punto de vista de la técnica oratorio y de la estrategia política, es un discurso admirable. Sobre todo, por ciertos pasajes de realismo a los que no estamos acostumbrados, pero también por la base histórica, cultural, juridica, estratégica, empírica, y los -esos sí, infaltables, sobre todo en un discurso peronista- toques emotivos de que hizo gala, sin rehuír incluso al humor. Y algo más para señalar: ni una sola apelación a su condición de mujer. El discurso fue brillante porque ella es una oradora excelente, sin ninguna consideración de sexo o género, como debe ser.
En esencia quiero destacar del discurso de Fernández un pasaje en el que, tras reivindicar, en la mejor tradición peronista, al sistema capitalista como productor de bienes, condenar al neoliberalismo y abogar por la intervención mediadora del Estado, para el que propone un rediseño de la “ingeniería institucional”, agrega: “La institucionalidad en la que vivimos…viene de la Revolución Francesa, en 1789, cuando no había luz eléctrica ni autos…”. “…los oligopolios, los monopolios, el poder financiero no aparecen en nuestra institucionalidad”. “Nuestros gobiernos , nuestros parlamentos, nuestro poder judicial, ¿cuánto tienen de poder? “Hoy nuestras constituciones son un reglamento de cómo deben funcionar los poderes del Estado, pero está el otro poder, el que está afuera. Entonces te colocan una banda, ¿y qué hacés? Ni te digo si no hacés lo que hay que hacer. Y lo digo por experiencia”.
Fernández habló en la Argentina. Ante un público de parlamentarios de varias nacionalidades y una “claque” local, por momentos ululante, de espectadores partidarios (peronistas, obviamente). No obstante, no creo que se haya dejado llevar por la franqueza ante colegas y fanáticos. Creo que jugar con la verdad es una forma hábil de levantar su figura y de minimizar la de su tocayo, el obediente presidente Alberto Fernández. También puede uno preguntarse para qué quiere doña Cristina el gobierno si admite que desde allí “es muy poco lo que se puede hacer” frente a los poderes de hecho supra nacionales.
Pero, ¿la verdad vale por sí misma o vale según quién la dice?
La respuesta a esta pregunta es fundamental. Si no estamos dispuestos a filtrar, recolectar e interpretar las pequeñas puntas de información real que afloran en los discursos políticos, en los informes técnicos, en la prensa y en las redes sociales, mal podremos entender el mundo en que vivimos, en el que cada vez son más dominantes los intereses económicos, influyendo decisivamente en la política, en los organismos financieros, en las instituciones científicas y en los medio de comunicación.
Cierro la nota con una pregunta. ¿Qué significan estas confesiones de impotencia que empiezan a pronunciar algunos gobernantes?
¿Acaso las exigencias y limitaciones que les imponen la ONU, la OMS, el FMI, el Banco Mundial, los fondos de inversión y los inversores transnacionales amenazan con ser incompatibles con sus carreras políticas? ¿Hasta dónde es posible para un político o gobernante imponer a sus votantes medidas funestas para contar con la bendición de los intereses financieros y de los inversores, que pueden destruirlo con un simple cierre de la canilla financiera y una campaña publicitaria adversa?
El “stress” que empiezan a mostrar algunos políticos y gobernantes es señal de que algo se está tensando demasiado. Cada vez es más difícil presentar lo que ocurre en el mundo, y se nos impone, como producto de la casualidad, de la mala suerte o de desastres naturales. Así como cada vez es menos creíble que las soluciones propuestas sean eficaces y tengan por fin el beneficio social.
Quizá los intereses económicos, que generan, maximizan y aprovechan esos fenómenos, estén exigiendo demasiado a quienes después tienen que conseguir el voto de aquellos a los que han sacrificado.
En cualquier caso, empieza a notarse una fuerte incompatibilidad entre la globalización económica, tal como se está desarrollando, y la democracia que conocemos.
Tiempos complicados para la política y para los políticos.
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