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Helena Almeida, último adeus por Nelson Di Maggio

Helena Almeida, último adeus por Nelson Di Maggio
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Helena Almeida (1934-2018), una de las mayores artistas portuguesas, de proyección internacional, falleció el miércoles 26, en su casa de Sintra, a treinta quilómetros de Lisboa. La semana anterior había inaugurado la muestra individual en Galería Helga de Alvear, de las más importantes de Madrid, y en la Modern Tate de Londres.

Vivió en un entorno familiar de artistas. Su padre, Leopoldo de Almeida, fue uno de los grandes escultores de la modernidad de la primera mitad del siglo XX; formó pareja con Artur Rosa, arquitecto e importante escultor constructivista; tuvieron  una hija y un hijo, dedicados a la pintura y la arquitectura respectivamente, en una entrañable y tierna convivencia hogareña sostenida inalterable durante décadas, algo que sucede raras veces en la inestable sociedad actual. Helena era una mujer muy particular. Comunicativa y dialogante poseía, al mismo tiempo, el poder de ensimismarse y quedar protegida de  un aura poética absorta en activar el pensamiento creativo. Quien escribe, la conoció en 1963, el primero de larga residencia en Portugal y amistó para siempre, disfrutando de esa calidez difícil de encontrar en otros países, propia del pueblo lusitano.

Sus comienzos, en la primera individual de 1967 en la Galería Buchholz, mostró su afán rupturista de la tradición pictórica y pasó a integrar el reducido  escenario de la vanguardia local.  El italiano Lucio Fontana le despejó el camino a seguir, con sus telas tajeadas, para ir más allá de la pintura, trascender el soporte e incorporar inéditas posibilidades. A fines de esa década y comienzos de la siguiente, Helena Almeida asumió la determinación de hacer de su propio cuerpo su obra, siempre presente, objeto y sujeto, artista y modelo, instrumento de trabajo que fue adquiriendo complejidad en el uso de diferentes ideas y  recursos interactivos: dibujo, pintura, fotografía, performance, video en series similares a los fotogramas de cine. Su obra escapa a cualquier clasificación dentro de las categorías conceptuales, acaso cercana al suizo Urs Lüthi. Entre sus primeras obras significativas se sitúan Pintura habitada, Dibujo habitado y Estudio para un enriquecimiento interior, fechados a  fines de la década del 70 (algunos exhibidos en Montevideo en una colectiva de arte portugués en el Centro de Artes y Letras), series de fotos tomadas con cámara analógica en blanco y negro de sus manos o rostro a los que superpone pinceladas de color azul (foto) generando dos instancias temporales y ubicando al espectador en el ojo del fotógrafo, su marido, “el hombre que hace clic”, como se definió una vez.

La intensa actividad que desarrolló después en performances, registra todo el cuerpo, excepto el rostro que desaparece de las imágenes, en posiciones diseñadas con exactitud en previos dibujos que, luego de elegir pocas entre miles de fotografías, constituyen un derroche de imaginación que recorrieron las bienales de San Pablo; dos veces Venecia; el Drawing Art Center, Nueva York; el Instituto de Arte de Chicago;  Museo de Arte  Contemporáneo, Tokio; Museo Reina Sofía, Madrid; IVAM, Valencia; MACBA, Barcelona; Jeu de Pomme y Biblioteca Nacional, París; Museo de Badajoz;  Centro de Arte Moderno de Santiago de Compostela; Fundación Serralves, Oporto; Centro Cultural de Belen, Lisboa, para citar apenas algunos lugares de resonante prestigio que acogieron con entusiasmo la obra única de una de las mayores creadoras del arte contemporáneo que hizo del vocabulario gestual un acto reflexivo sobre la condición de la mujer, su fortaleza y vulnerabilidad, su rebeldía y la imbatible esperanza.

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