Idea Vilariño: Las nocturnas labores del amor y la muerte
El lector sabrá disculparme si por primera vez nuestra página de cine cede paso a la literatura, porque en estos días se cumplirán cien años del nacimiento de Idea Vilariño, quien por un corto tiempo me trató como a un amigo.
El obituario es ineludible. Nacida en Montevideo el 18 de agosto de 1920, fue hija de un gallego anarquista y poeta que tuvo cinco hijos, cuyos nombres son todo un manifiesto: Poema, Azul, Alma, Idea y Numen. Idea perteneció a la Generación del 45, y en medio de ella supo brillar gracias a una obra poética intensa, extremadamente despojada y de enorme rigor: La suplicante (1945), Cielo, cielo (1947), Paraíso perdido (1949), Por aire sucio (1950), Nocturnos (1955), Poemas de amor (1957), Pobre mundo (1966) y No (1980). Colaboradora de Marcha, escribió magníficos ensayos sobre Machado, Herrera y Reissig y el tango, además de traducir a Shakespeare y desempeñarse como profesora de literatura entre 1952 y 1973. El golpe de estado la apartó de la enseñanza. En 1985 volvió la democracia junto a varios honores, la labor en Brecha, el documental Idea (Mario Jacob, 1997) y la maniática depuración de su poesía. Murió el 28 de abril de 2009, dejándonos huérfanos de un ser humano con una ética y un compromiso ideológico indoblegables. En un Uruguay de terrible banalización cultural, en el cual sólo brillan las glorias de un día, se apagó con Idea nuestra mejor voz lírica (perdón, Delmira, Juana, María Eugenia…) porque “uno siempre está solo – pero – a veces – está más solo”.
Sí, lo mío es el cine, pero hoy me rindo a mi memoria. En 1979, oyendo un disco de Zitarrosa, escuché: “Hoy que el tiempo ya pasó – hoy que ya pasó la vida – hoy que me río si pienso – hoy que olvidé aquellos días – no sé por qué me despierto – algunas noches vacías – oyendo una voz que canta – y que tal vez es la mía. – Quisiera morir ahora de amor – para que supieras – cómo y cuánto te quería – quisiera morir quisiera de amor – para que supieras”. A mis 21 años, esa desesperada unión de amor y muerte fue conmoción y revelación. Me sumergí de lleno en la poesía de Idea, rescatada de unos libros amarillentos que conservaba mi madre. El tango fue el siguiente eslabón, gracias a uno de sus ensayos… pero aquí la protagonista fue siempre Idea, más allá de mis recuerdos.
El martes 9 de mayo del 2000, buscando un número telefónico tropiezo con el nombre “Vilariño Idea”. Asombro, temor, impulso, finalmente coraje: llamo, atiende una mujer, pregunto lo inevitable, responde que sí. Insisto incrédulo, y remata con simpática ironía: “Con el nombre que me pusieron no creo que haya muchas Ideas sueltas”. Me presento, detallo los pormenores de esa feliz casualidad, y luego tiro como al descuido: “Mañana visito a unos vecinos suyos, ¿podría saludarla y pedirle que me dedique sus poemas completos?”. Y me sorprendió, rotunda: “Mañana no puedo, pero si quiere venga el sábado a tomar el té”.
Así comenzó una breve amistad alimentada de charlas sobre libros y cine, afirmada por la súbita complicidad de pertenecer a un mismo barrio (La Comercial), y consolidada por pudores similares a la hora de hablar de nuestros dolores. Nos vimos muchas veces, nos telefoneamos más aún, nunca antes del mediodía -ave nocturna, Idea dormía hasta tarde- y tampoco en la noche, territorio de su íntima creatividad. Cuando coordiné el Espacio Teatral Cervantes la invité a dar una charla y accedió. Dicen que era cerrada, hostil, huraña. No: sólo detestaba los homenajes oportunistas y defendía el derecho a su intimidad. Pero era capaz de permitirte asomar a su santuario, haciéndote sentir por un rato parte de él. Era su forma pudorosa de exorcizar algún verso terrible: “Si te murieras tú – y se murieran ellos – y me muriera yo – y el perro – qué limpieza”. En su casa la revuelta mesa de trabajo dejaba intuir su arte de la demolición, que puede noquear con su envidiable economía de recursos: “Aquí – lejos – te borro: – estás borrado”.
Una vez le pregunté por qué su dolorosa poesía me habrá conquistado desde tan joven, cuando la vida se nos revela luminosa. “Quizá por la intuición de saber que surcamos la vida trabajando el amor en convivencia con la muerte”. Anoto: la obsesión de la muerte y la obsesión del amor, o la obsesión de la muerte del amor, o de sufrir a muerte el amor. En Idea el amor es emoción vista en pasado, algo que fue y rápidamente desapareció: “Todo iba encaminado – ciego – rendido – hacia el lugar donde ibas a pasar – para que lo encontraras – para que lo pisaras”. La fugacidad del amor marca su obra literaria, arrancándole acentos de feroz amargura (“Podés creer que nada – le sirve nunca – a nadie – para nada”), rendición infinita (“Sos un extraño – un huésped – que no busca, no quiere – más que una cama – a veces. – Qué puedo hacer – cedértela. – Pero yo vivo sola”) o determinación implacable (“No me abrazarás nunca – como esa noche – nunca. – No volveré a tocarte. – No te veré morir”). Y su preocupación central, la angustia visceral acerca del después de morir, de la nada, del no-ser, formidablemente expresada en su quintaesencia existencial: “Es negro para siempre. – Las estrellas – los soles y las lunas – y pingajos de luz diversos – son pequeños errores – suciedad pasajera – en la negrura espléndida – sin tiempo – silenciosa”.
Hoy queda la certeza que se equivocó al escribir: “Me cortan las dos manos – los dos brazos – las piernas – me cortan la cabeza. – Que me encuentren”. Porque Idea estará siempre en el corpus de su inmensa, insondable poesía. Por mi parte, me queda el dolor de extrañarla y el inmerecido privilegio de haber sido rozado por su mágica presencia. Y, claro está, me queda la emoción… y la memoria…
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