Entre el 2004 con la aprobación de la ley contra toda forma de discriminación, y el 2012 con la aprobación del matrimonio igualitario, Uruguay dio una serie de pasos firmes en el reconocimiento jurídico y aceptación social de la diversidad sexual.
En este período de tiempo fue aprobado el cambio de nombre y sexo registral, y entre otras conquistas, la unión concubinaria que desde entonces, otorgó los mismos derechos y garantías tanto a parejas homosexuales como heterosexuales.
Este proceso no estuvo exento de polémicas y hondos debates sociales.
Algunas posturas, las conservadoras, pregonaban en nombre de lo normal. Quienes no invocaban a Dios, por amor a la santísima laicidad, sí abogaron por el imperio de las leyes, y advirtieron del resultado apocalíptico de ese experimento social.
Otras miradas, mucho más progresistas, hablaron de terminar con la discriminación.
Finalmente, el “pacto social” se actualizó. Y aunque lejos de modificar las relaciones de producción o esforzarse en redistribuir la riqueza, el progresismo logró implantar una agenda de derechos que salomónicamente mantuvo el régimen hegemónico al tiempo que lo dotó de un carácter, en apariencia, más inclusivo. Palabras como igualdad, integración o diversidad, se fueron implantando en las sensibilidades colectivas, e incluso llegó el día en el que hasta los más conservadores y reacios a aprobar el matrimonio igualitario, celebraron con alegría el casamiento de un famoso y recientemente declarado homosexual.
Por supuesto, todas estas conquistas no significan por sí mismas una victoria de la diversidad sexual.
La lucha por el reconocimiento pleno de la ciudadanía lgtb orientó su activismo a la lucha por los derechos civiles, y aunque muchas de sus reivindicaciones fueron satisfechas, el mero reconocimiento legal es por sí solo insuficiente a la hora de consagrar la anhelada emancipación sexual, ya que pese a que mientras que en forma progresiva el derecho burgués pregona los principios de igualdad y no discriminación, aún es palpable un régimen social que sostiene en mucha de sus leyes, en sus políticas públicas y en la cultura misma, históricas prácticas de dominación y discriminación a la comunidad lgtb.
Esta caracterización no es novedad: las organizaciones de la diversidad sexual siguen existiendo y con fuerza reclaman, sobre todo en los campos jurídicos, políticos y de políticas públicas, por la derogación de diferentes formas de discriminación acometidas por el Estado, por reparación institucional (se encuentra en discusión un proyecto de reparación a las personas trans víctimas de violencia institucional), y por una educación en diversidad.
Aunque muchos de estos reclamos tienen progresos y retrocesos constantes, algo que me llama la atención, es la ramificación de voces y planteos que surgen a raíz de la incorporación a esta discusión de la niñez y la adolescencia, o al menos de las miradas adultocéntricas que se explayan o sancionan sobre el tema.
Tanto se trate de aquellas voces que se alzan para censurar las intentonas de adoctrinar a los niños en un universo que ideologizando a la sexualidad promueve prácticas contrarias a su -dicen- naturaleza biológica, como de las instituciones que se celebran a sí mismas por su sensibilidad inclusiva y no discriminadora; todas estas miradas parecen ignorar de plano el valor protagónico (me es imprescindible devolver el sentido etimológico de la palabra, que significa “agonizar primero”) de los niños y adolescentes en el marco de esta discusión:
Ignoran, a juzgar por los argumentos que esgrimen quienes se niegan a la aplicación de las guías de educación, o las menos, de diversidad sexual, que los niños y niñas son ya seres sexuados. Que nacen gays, o lesbianas, o hetero o bisexuales, o trans (y así podría continuar citando un conjunto de taxonomías que a su vez, transverzalizándose, serían tan extensas como la cantidad de configuraciones que se podrían trazar en torno a las orientación sexual, la identidad de género, la genitalidad entre otras), y que en casi todos los casos, la educación tiene un carácter determinante a la hora de descubrirse, aceptarse y aceptar.
Vincular a la educación con estos factores no es un capricho ideológico. Y no solo porque es una inexactitud hablar de la existencia de cierta “ideología de género” para referirse a la sistematización del conocimiento científico y académico sobre género y diversidad (al menos, es una inexactitud hablar de ideología de género desde la conceptualización católica y no desde una mirada epistemológica). Sino que también, porque estos factores son la cotidiana de niños y niñas “lgtb” y heterosexuales, que forjan su identidad conforme a los preceptos culturales que efectivamente les son impuestos.
Y por eso equivocan, aún cuando dicen bregar por los derechos de los niños, o se preocupan por su bienestar y educación, quienes rechazan que se los eduque en diversidad.
Pero también es equivocado y pretencioso el accionar de las instituciones vinculadas desde los diferentes niveles con la niñez y la adolescencia cuando realizan imponentes declaraciones de principios, pero como contrapartida no tienen ni una sola acción específica en relación a la comunidad lgtb.
Casos de discriminación, suicidios, pobreza, exclusión de los ámbitos educativos y laborales, prostitución, violencia física, etc. siguen siendo la moneda corriente para la población de la diversidad, y la niñez lgtb no solo no es ajena a esta realidad, sino que en su doble condición de niños y niñas y lgtb, son doblemente víctimas (algunos datos de las propias agencias estatales dan cuenta de esto. La situación más alarmante es la de la niñas trans: el 58% declara ser discriminada en su ámbito familiar, el promedio de edad de deserción estudiantil y abandono de hogar es a los 14 años, y un alarmante 19% ha abandonado la educación primaria. Es necesario aclarar, que como consecuencia del abandono temprano de la educación formal, el «trabajo sexual callejero» [así denominado por el propio MIDES a raíz de los datos del censo trans, del cual recojo esta información] es la alternativa de estas niñas, y el 70% de la población trans total, ejerce o ejerció el «trabajo sexual».
El Estado no solo no interviene en la profilaxis de esta realidad, sin que tampoco se propone intervenir.
Salvo los emergentes más nocivos, el abandono y la desidia institucional hacia los gurises y las gurisas de la diversidad es una grosería descomunal.
Lo paradójico de esta hoja de ruta Estatal en relación a la infancia y adolescencia, es que los mismos niños, niñas y adolescentes que fueron consultados en relación a este plan, manifestaron su preocupación en torno al abordaje de la diversidad sexual, y en particular a la situación de las niñas y niños trans.
Entre las visiones antagónicas que rodean a la situación de la niñez y la adolescencia y la diversidad sexual, se esconde una realidad que merece ser denunciada con prioridad y sensibilidad.
Es hora de considerar a los niños, niñas y adolescentes como sujetos de derecho y abandonar esa arcaica y tan recurrente costumbre de considerarlos como objetos de tutela.
Ya es tiempo de reconocer sus derechos, revertir las injusticias, dignificar sus vidas, y educar en diversidad, y para la libertad.
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