Vivimos el mundo extraño de las ciudades vacías. En ellas, quienes salen, cara cubierta y estableciendo distancias, no ven la habitual complejidad de la multitud. La sociedad no está presente y parece que transitamos por un mundo detenido. En ese mundo aparentemente vacío y quieto suceden muchas cosas que comprometen el futuro de quienes lo habitamos.
El COVID 19 se reprodujo velozmente en las grandes metrópolis y especialmente en sus áreas pobres. Antes de la pandemia la vida de la ciudad brindaba múltiples oportunidades de trabajo. Las cuarentenas generales se tradujeron en parálisis de las actividades, con graves consecuencias para el trabajo formal e informal, especialmente en los niveles económicamente bajos de la sociedad. Los empleos se vieron afectados por el cese de actividad temporal o permanente de empresas, por la mera ausencia de otras personas a las que prestar servicios cotidianos o fueron comprometidos por cambios en las tecnologías laborales.
A fines de abril en Estados Unidos 30 millones de personas habían perdido su empleo. En Brasil los desempleados son más de 13 millones. En Uruguay, el Instituto de Economía de la UDELAR, a fines de abril, estimó que 100.000 personas cayeron bajo la línea de pobreza. El desempleo subió %, desde una tasa del 8,5% de enero, al 11,5% lo que implica 190.000 desocupados. El Ministro de Trabajo ha señalado públicamente que la tasa de desempleo puede estar por encima del 16% en los meses próximos.
Quien cae bajo la línea de pobreza queda fuera del mercado de vivienda y alquileres formales de vivienda o piezas en pensiones. Puede allegarse con otra familia, si es que disponen de espacio suficiente. La opción que queda abierta es instalarse en un asentamiento informal, construyendo o allegándose. La informalidad está allí presente en el acceso a la tierra, el tamaño de los lotes, los trabajos disponibles, las viviendas (construidas con madera, chapas y otros materiales desechados, carente de agua corriente, luz o energía) y en la prescindencia total de aportes al estado por vía impositiva.
Según el MVOTMA en el 2018 había 607 asentamientos en todo el país. La cifra no dejó de crecer desde la década de los años ’80, a una tasa estimada en un 10 % anual. Se intentó regularizar asentamientos desde 1990, en número limitado y con gran lentitud. Desde 2018 creció el número de asentamientos y el de las personas que en ellos habitaban, que Techo estimó eran entre 183.000 y 220.000 en 2019. Ese número puede hoy duplicarse.
La vida en los asentamientos se caracterizó, en general, la alta densidad de casas en espacios reducidos, por el hacinamiento dentro de las viviendas, y la inseguridad en su tenencia, la vida en condiciones precarias (alimentos, ropa, confort); la carencia de medios para cuidar en salud o enfermedad a los más débiles, las dificultades de aprendizaje y el temprano abandono de instancias educativas; los altos precios en los artículos de primera necesidad, la composición inestable de los hogares, las dificultades para acceder a trabajo formal y el auge del trabajo informal, frecuentemente relacionado a procesamiento de la basura y la inseguridad personal y urbanística, acrecentada – en los últimos tiempos – por bandas de violentos narcotraficantes.
Se agrega a lo dicho el efecto generalizado de la exclusión: cada vez más la sociedad identifica y discrimina a quienes provienen de asentamientos: son “otros”, que no se rigen por costumbres o leyes, que tienen su propia manera de vivir y relacionarse, percibida como “peligrosa” para quienes son ajenos a esa realidad.
Como aspectos positivos, no siempre presentes, puede señalarse la existencia de redes interpersonales de apoyo recíproco y, a veces, la inserción territorial ventajosa.
La opción de los nuevos pobres es clara: cuando hay que cortar gastos, es una estrategia válida ir a vivir allí donde construir una vivienda precaria y no pagar las tarifas de agua y energía, donde no hay que pedir permisos y donde difícilmente llegan controles estatales.
No resulta difícil imaginar los efectos de un rápido proceso de pérdida de empleo de muchas personas y familias. Se incrementará el número de asentamientos, se aumentará la densidad de población en los existentes, se agravarán todos los problemas detallados y la situación será cada vez más irreversible, como lo ha sido para las personas que han vivido en ellos por más de tres generaciones. Los riesgos actuales y futuros de dejar que esa población se hunda en la informalidad, son la pérdida global de calidad de vida, con el agregado de convertirse en semilleros de inseguridad y la violencia.
Para contener ese proceso degenerativo de la ciudad, son imprescindibles políticas públicas de reorganización urbana robustas, partiendo de la base de que la reversión – o al menos la contención – de esos procesos no puede hacerse con medios escasos y sin el compromiso múltiple de diversos sectores de la administración pública y del sector privado.
Las primeras medidas a tomar ante el incremento de la pobreza e incremento potencial de población asentada deben ser preventivas, y deben ser encaradas hoy.
Es necesario contener el pasaje a la informalidad de las personas que están cayendo por debajo de la línea de pobreza. Para ello deben crearse puestos de trabajo, encarar los problemas de vivienda, asegurar la alimentación y cuidar los riesgos de enfermedad (corona virus u otras patologías).
Es necesario atender la demanda de trabajo y a que las familias que perdieron su vivienda puedan acceder a otra. Sin duda el Estado puede planificar acciones macro de construcción masiva, con sus tiempos incompatibles las urgencias de la realidad.
Las intervenciones micro, posibilitan otros tiempos y manera de respuesta, en las que trabajo y vivienda pueden estar unidos. Para implementarlas hay que disponer de tierra urbana utilizable, por ejemplo en barrios que pierden o han perdido población, donde hay inmuebles clausurados. Adaptarlos o construir desde cero son buenas opciones laborales para que la familia desocupada participe en los trabajos de construcción, de lo que MEVIR tiene sobrada experiencia. Requieren de asistencia técnica adecuada, suministros de materiales y que los salarios se transformen en ingreso familiar.
Como las obras, las decisiones de regularización o realojo deben ser compartidas por sus destinatarios y no deben ser vistas como donativos: quienes reciben las viviendas tienen también el deber ineludible de trabajar para obtenerlas.
Los asentamientos informales son ciudades-otras enquistadas en el tejido urbano. En ellas no rigen los presupuestos de convivencia del Estado, ni sus leyes y disposiciones, los consensos culturales de la sociedad, su moral y costumbres. Volcar hacia ellos a la población empobrecida sólo puede generar futuros indeseables.
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